domingo, 27 de noviembre de 2016

La compasión




          Todos tenemos una silla esperándonos. El último lugar donde nos sentaremos con un cuerpo que no es cuerpo ya, que es inhóspito extranjero, alguien que deja de ser nosotros y que deja de ver el horizonte, los cercanos parlamentos o el aire dulzón que despide la fronda.

         La muerte no tiene fronteras y le importa poco los hermosos versos, las exclusivas habitaciones de los grandes hoteles o el lugar oculto del poder donde el poder se sigue ejerciendo. No somos nadie.

         Y lo peor es que llevamos mal las ceremonias, que suelen estar desligadas de lo cotidiano, aun siendo cosa tan próxima, y, cada vez más se asemejan a la burda representación de lo falso. Nuestra civilización no entiende del más allá y no hay gran hombre o gran mujer, pequeños emigrantes o poetas encarcelados que resistan el mal gusto de la imagen televisada. No sabemos digerir lo fúnebre y por eso somos excesivos y deambulamos sin saber qué decisión tomar, si medimos o no el silencio, que, por lo visto, parece tan apropiado para estas ocasiones. Estamos alejados de los ritos, no digerimos nuestra finitud. Por eso siempre nos sorprende la Parca.

         Yo, que no creo en la geopolítica sino en el buen corazón del que es bueno, que me cuesta trabajo imaginarme las macroestructuras y los superhéroes, sólo puedo acordarme ahora del dolor de los sin nombre, de los homosexuales que han sufrido y sufren desprecio y más que desprecio, de las lesbianas, de la infancia que se pierde en los bosques de la falta de respeto. Incluso me acuerdo de aquel o aquella que, como diría Ana María Matute, “agitara dentro de su pecho todo el marchito carnaval de su nacimiento.”

         Y, sin embargo, somos tan osados, que sabiendo que tenemos seguro fin andamos por la vida con compostura de dioses, buscando el monólogo como un perro buscara la trufa. Si la vida es algo, es dialogadora, borrachina, enamoradiza, y sexo; pero hay quien tiene tantos afanes en un solo día que se olvida de su carne terrestre y emprende tareas deslumbrantes, algunas, fieras. Pobre tiempo en que los hombres no han entendido aún la finitud de la existencia y en el que pretenden crear de sus obsesiones herencia.

         Pobre tiempo en que asesinan a tantas mujeres y después los verdugos actúan como si nada. Ellos, que son candil de calle y oscuridad de casa.








domingo, 20 de noviembre de 2016

La conquista del tiempo



         A veces pienso que nos han hecho leer demasiados libros inútiles, que se han apresurado mucho para domesticar nuestra mirada y que los museos guardan a buena temperatura las desigualdades del mundo.

         Conocí en una ocasión a una mujer que no podía visitar las altivas iglesias porque le entraban ganas de llorar al pensar en los pobrecitos que habían tenido que acarrear tanta piedra; para ella la historia de un monumento conllevaba la historia de la humillación de los porteadores y albañiles, también la de las aguadoras;  y por eso despreciaba castillos y grandes estatuas, suntuosas avenidas que no hallan el fin de la ambición sino que quieren llegar hasta el infinito.

         Esta mujer se perdió en una ocasión en el pasillo de su casa y la envolvió la arquitectura de la domesticidad sin saber qué dirección tomar, como si estuviese en una autopista. El arte ha sido con frecuencia olvidadizo con estas experiencias: las que están en torno al desánimo por la falta de reconocimiento.

         No hay que olvidar que para crear se necesitan días y días y días y es eso lo que hoy se roba a manos llenas. Vivimos en la sociedad del cansancio, ya lo dice Byung-Chul Han y, rendidos, nos negamos a reconocer que sólo una élite puede permitirse el lujo de perder el tiempo. Reivindico desde aquí la necesidad de la pereza, el bienestar de una contemplación sin apresuramiento, el saber respetar la creación apaciguada y humilde que no quiere construir catedrales sino tener la posibilidad, al menos, de tener descanso.


Hoy nos tienen ocupados para nada, dando vueltas en la rueda de la distracción absoluta donde es imposible que nazca el pensamiento. Necesitamos espacio para conciliar el horario del arte, para que todos experimentemos lo artístico. Necesitamos horas para contemplar, para dibujar y escribir. Y que lo sagrado sea vivir, no trabajar a destajo ni estar distraído a destajo. Hay que tenderle alfombras a la fantasía  y que éstas nos lleven a un futuro sin retorno, hay que salir de esa idea obsesiva de la ocupación por la ocupación, como si fuéramos muñequitos eléctricos, protagonistas de un cine mudo acelerado y reverencial con lo de siempre, con la historia entronizada como interpretación irremediable. Las escritoras necesitamos ese respiro. Hay que conquistar el tiempo para llenar las obras de matices y, después, ya hablaremos.







domingo, 13 de noviembre de 2016

Memento



         El 16 de Febrero de 1980 me regaló mi padre un libro de Ian Gibson: El asesinato de García Lorca. Nos entusiasmaba este historiador, lo veíamos siempre que salía por la tele y sus emociones intelectuales parecían las nuestras. Por otra parte amábamos las palabras del poeta, sus versos que estaban tan cerca de nosotros.

Mi padre me dedicó el libro con su linda caligrafía que se había construido poquito a poco, a solas, con  el afán de saber comunicarse por carta mejor con mi madre. Así fue como elaboró una letra elegante, clara y firme.

Leíamos los poemas de Lorca con pasión y nos preguntábamos cómo había podido elaborar tanta belleza y tanta cercanía. Si yo quería ser escritora tenía que ser como él: amante de los débiles, capaz de cantar a Harlem y a los gitanos, de destapar la sofocante represión que se daba en las casas donde habitaban mujeres vestidas de negro desde Dios sabe cuándo, encadenando lutos y envidias. Sin saberlo, todos los que me rodeaban actuaban como los útiles profesores de un taller literario: la gente te enseña.

No se me pasaba que esa plenitud del artista fue zanjada de pronto por la más abrupta de las violencias: una guerra. Y sufría pensando en lo que había sufrido Federico, él que amaba tanto la vida. Y en el verano caluroso, mientras nos echábamos la siesta, recorría sus versos que irremediablemente me hacían pensar en su asesinato.

Hay que recordar los pocos referentes que existían entonces para la homosexualidad y hay que recordar lo que  los españoles nos parecíamos a lo que describía nuestro poeta, que era tan amado, que parecía de mi familia. Pero ¿cómo llega una sociedad a ser tan salvaje?, ¿cuál es la deriva?, ¿dónde comienza el deseo de animalidad? Hoy me hago estas preguntas mientras escucho las noticias que vienen de América y supongo que todo empieza por un cambio de aires, por el abono de un clima que poco a poco logra ser asfixiante y que pretenden llenarlo de razones que son pesadillas, como el baile alocado de una vieja Miss que nos produce el vértigo en los laberintos del sueño.

Deberíamos ser precavidos y ser conscientes de a qué le estamos dando alas. No es lo mismo parecer que ser, aunque parecer no haya sido de nuestro entero gusto. Y ahora tendremos que soportar la esencia de lo soez empoderada por miles de insatisfechos que, seguramente, nunca han tarareado el Pequeño vals vienés.










domingo, 6 de noviembre de 2016

Operación Triunfo



         Había una sencilla forma de ser que procuraba la hospitalidad, y nuestras casas estaban llenas de macetas de albahaca como si fuéramos griegas e imitáramos sus mitologías, el color azul del Egeo o el silencio de la isla de Eubea, allí donde murió Aristóteles, o la palabra fragmentaria de Safo, la que hemos heredado después de tantos siglos.

         Había cierto placer en comer el guiso de la abuela, escuchar sus historias, con las que crecíamos cada día un poquito más sin violencia. Pero, de pronto, empezaron a surgir las necesidades apremiantes: tener un coche de alta gama, un piso, un nombre que sobresaliera, incluso un caballo como los que usaban los de siempre. Y ahí nos perdimos: Para que no nos humillaran imitábamos al humillador, y acabamos, nosotros también, humillando.

         No me extraña que algunos jóvenes actúen como pequeños emperadores y se sientan fatigados por el ser y el tener y por la radical manía de no mancharse jugando con la vida y querer ser ejemplarmente ejemplares cuando todos sabemos que la vida es barro, humano barro y, de vez en cuando, error.  No me extrañan la respiración alterada, la prisa y esas ansias de másteres y esa condena de tener que emigrar porque aquí se ha pinchado la burbuja del poseer a toda costa.

         Y mientras tanto vamos acostumbrándonos a cerrar las puertas, a no tomar el fresco con las vecinas y a creer que la individualidad extrema nos llevará al éxito, un éxito americanizado, de segunda vivienda y apartamento mirando al agua salina y descontenta donde se hunden refugiados sin cesar. Un éxito de abrazos estudiados, que nos enseñaron en cualquier curso de lenguaje gestual y comunicación no verbal.

         Pues bien tendremos que volver de nuevo a nuestras viejas puertas donde recibíamos al invitado con la cordialidad y la cortesía que espera cualquier recién llegado, y dejar ese ceño fruncido, ese enrocarse en la mala educación, ese hacer de menos a quien llega, ofreciéndole nuestro silencio altivo: tendremos que dejar todo eso si no queremos perder nuestras raíces mediterráneas y el olor fresco de los pinos de una isla que no quiere ser isla, que no quiere estar aislada. Tendremos que volver a poner oído a la voz de las abuelas, esa voz que usaban mientras regaban las macetas y te explicaban cada brote, cada esqueje, cada trasplante de sus lindas plantas y sus pequeñas historias. Porque ese es el verdadero éxito: saber escuchar y responder con tino. Algo aparentemente fácil, pero que ahora duerme entre los múltiples ecos de nuestras apariencias, de nuestra falsa amabilidad, de nuestra tosca coreografía de recienpudientes. En fin, toca abrir las puertas y dar la bienvenida a los que llegan si queremos conocer de verdad el triunfo de no haber perdido el sabor de la acogida.