domingo, 20 de diciembre de 2015

Política



          Dice Plutarco en sus Consejos políticos que “el liderazgo del pueblo y el Estado hay que ejercerlo sobre todo por las orejas”, dice esto en el capítulo dedicado a “La virtud de la elocuencia.” Eran otros tiempos, ahora estamos en la dictadura de los asesores de imágenes, nos hemos echado en brazos de lo visual y es el ojo quién manda. Esto me parece muy triste, pues si nuestros políticos están convencidos de que un estímulo fotográfico vale más que una buena propuesta dialógica eso es porque ya la palabra se ha convertido en la compañera obsoleta de la semiótica. Y ahora reyes y presidentes, concejalas y alcaldes miran y remiran sus vestidos por si son propios o impropios, por si van a transmitir con publicitaria fuerza y convencer con un gesto. ¡Ay, pobres tiempos!

            A mí me da lástima de Rajoy, parece el niño torpe de la clase que sus compañeros no elegían para jugar al fútbol. Pedro Sánchez está haciendo una campaña de corbatita estrecha y actos americanizados. Pablo Iglesias sabe ya hasta que altura debe remangarse las mangas de su camisa gris clara, lisa, o blanca. A Albert Rivera le va hablar como si fuera un becario del Sillicon Valley, moviéndose de aquí para allá. Y Alberto Garzón sabe perfectamente en que consiste la técnica del fuera de juego.

            A mí no me gusta el tono mitinero, me parece  una burda expresión de lo que se considera hablar de verdad. Por otra parte detesto los grandes escenarios en las que todas las miradas se vuelcan hacia una sola persona, ese exceso me parece improductivo, egocéntrico y un tanto vocinglero.

            Yo que soy de la clase obrera, como diría Jones Owen, y que creo en la cosa pública como remedio para sitiar la soledad y como mecanismo autocorrector de desvarío, me muevo, en estos últimos días, con la compasión que me producen todos estos señores que van a salvarnos la vida.

            Lo que no me gusta es eso de que el pueblo es torpe y no sabe a quién le vota,  creo que la gente sabe lo que quiere y  el respeto de los resultados es la primera prueba de salud democrática; muchas veces se menosprecia al electorado y eso no es de personas inteligentes. Es más, me parece de mala educación. Es más, creo que ese mirar por encima del hombro demuestra un complejo de superioridad dañino para cualquier análisis objetivo sobre por qué las cosas suceden.


            Hay algo que creo que es de suma importancia: que hemos sido siempre afortunados, que se pueden mejorar muchas cosas, no lo dudo, pero que es hermoso y hasta distinguido saber que el día 20 vamos a ir a votar. Sólo pediría una cosa: que con coraje escuchemos lo que las papeletas nos quieren decir, que vayamos un poquito más allá de la imagen. Tal vez tengo esa obsesión porque mi oficio es tratar con la palabras.




domingo, 13 de diciembre de 2015

La Gratitud



            Siempre hay que escribir lo bello mientras la luz se posa sobre los Ciruelos de Japón. Siempre hay que contar lo hermoso para que no se olvide y, entre tanto trasiego de sinrazón, tenga lugar la experiencia cotidiana de la vida. Hay que escoger las palabras de gratitud, las leves enseñanzas que no eran tan leves y, sin hastío, caminar por lo que tenemos planificado.

            Algunas veces parece que la voz de las mujeres vive sola, independiente de su mente, que lo escrito por la mujer tiene el valor de la espontaneidad, que vale lo que un instante sin sentido. Así lo han querido ver las historias de las literaturas, los decires de los críticos, la rebaja constante ante lo materializado en la página. Pero hay que sobreponerse a todo eso. Hay que escribir lo bello.

            Recuerdo cuando fui a Málaga capital para estudiar el bachillerato, llevaba mi bolso lleno con los libros de  octavo de E.G.B. No conocía a nadie que tuviera carrera, nadie a quien preguntarle, con confianza, cómo se hace una carrera. Me sorprendió mucho que no empezáramos pronto con la tarea, que en el instituto todo se disolviera en esperanzas incumplidas, que no existiera la autoridad de que estábamos haciendo algo serio. A mí me acompañaba la vergüenza de no saber, la certeza de que hablaba mal, eso nos decían. Así era aquella época que muchos intentan idealizar. No teníamos modelos de triunfo y se nos exigían los triunfos. Era una sociedad torpe donde los matices no cabían.

            Entre huelgas y consignas fuimos creciendo, llevando el miedo en la cartera, la inseguridad constante porque los más íntimos sentimientos no tenían interlocutores que escucharan. Avanzamos, vaya sí hemos avanzado, pero siempre me ha sorprendido la rapidez con la que habla la mayoría, el ritmo diabólico que se quiere imponer a esos pensamientos de brocha gorda que constantemente nos rodean. Mi madre me repetía: “Nunca tengas prisa por dar las gracias, como si la persona que te hubiera ayudado se fuera a ir mañana de tu vida. No te apresures.” Y llevé ese mantra conmigo, sabiendo que el mundo aunque fuera muy grande no podía ser más profundo que los pozos que regaban las huertas de Campanillas. Así es como se estableció una especie de elegancia que, tal vez, sólo comprendíamos mi madre y yo.

            Siempre hay que decir lo bello: En aquel primer curso tuve de profesor de lengua y literatura a Gregorio Morales, el escritor, y nos enseñó que las narraciones son como una tirada de cartas del tarot, que la risa servía para domar las fieras y que no éramos alumnos tan distintos, que todos, en nuestra juventud, queríamos clases que nos distrajeran, que nos hicieran felices, que nos quitaran las ganas de hacer la piarda e irnos por ahí, a tomar el sol, cerca del paredón, enfrente del río. También nos habló de sus viajes a lejanos países que entonces eran más lejanos que hoy, y de que sólo utilizamos el diez por ciento de nuestra mente. Era un buen maestro.

            El primer ejercicio que hicimos fue escribir un artículo periodístico, yo hablé de John Travolta y de su famosa película Grease, que no había visto, me reía del personaje, de la conformidad con la que el cine nos domesticaba. Gregorio me preguntó si lo había copiado de El jueves, desconocía de lo que me hablaba, nunca había escuchado el nombre de esa revista. Me felicitó por mi escritura, ocupé un lugar en el mundo gracias a él, mis compañeros me respetaban y él respetó mi interés por seguir de lejos, sentada al final, sus clases amenas. Pasados los años me lo encontré en un autobús, nos saludamos, ambos distraíamos nuestro viaje leyendo Le rouge et le noir, de la editorial Folio. Ambos leyendo lo mismo, casualidades de la vida literaria o, tal vez, una broma cuántica.


            Por favor, lean su obra.



Gregorio Morales, escritor




domingo, 6 de diciembre de 2015

Globalización



            Hay una imagen que me ha conmovido desde siempre: la de dos hermanos cogidos de la mano, el pequeño confiado en el más mayor, y la mayor haciéndose la valiente, mirando al infinito abrumada por su responsabilidad porque ya intuye lo que es el  peligro. Es una imagen tan tierna que he visto repetida en todos los hermanos, en todos mis viajes: allá en los coloridos paisajes de la India, en la sofisticada Nueva York, en la llamativa África o en China o en Europa.

            Nuestras madres, todas las madres, no sabían semiótica ni habían conocido a Umberto  Eco o a Barthes, pero acertadamente nos vestían de los mismos colores para identificar la fraternidad. ¡Cuánta sabiduría hay escondida en nuestros gestos cotidianos!

            Mientras recorría el mundo; sentada a la orilla de las playas de Conil, yo ya no pienso globalmente, esa tarea se la dejo a mi amiga Pili que habla como si se hubiera comido a Paulo Coelho. Mientras recorría el mundo, Cádiz y su provincia, Guadarrama y su nieve, recordaba el día en que me llevaron al hospital porque mi madre había tenido un nuevo hijo. Me puse muy contenta al saber que iba a estar acompañada y durante meses esperé que hiciera cosas interesantes para poder jugar juntos.

            En esos viajes, largos y cansados, excitantes y sin brújula, he descubierto que en la Tierra hay una sola conversación, que la mujer sentada en la terraza de un bar le contesta al hombre que conduce un autobús por el polvoriento sendero de una cordillera lejana, que las palabras se contagian, que los del Norte hablan con los del Sur, y viceversa, que los del Oeste recibieron una llamada aparentemente invisible para ir hacia el Este, y viceversa. Que somos mecanismos analógicos invadidos por los ecos del habla de nuestros vecinos.

            Un día, me preguntó un excursionista al que le explicaba mi pequeña teoría local que cuál era el tema del que hablábamos todos, y le respondí que nuestro único diálogo gira entorno a la soledad. Y respiré profundamente, soñé entonces con los géiseres, el caudal de los ríos, la luz tibia de los cuadros holandeses, los encajes de bolillo o los exquisitos restaurantes que te sirven la comida en platos redondos. No me interesaban las opiniones de los asesores de imágenes ni la filosofía deconstructiva, comprendí que si realmente queremos corregirnos, y que nuestras instituciones sean sinfónicas, tenemos que mostrarnos como somos. Aviso: ahora me voy a hacer la interesante: sólo así superaremos a Derrida, el pensamiento débil y los aditivos y colorantes.


            A ese viaje le llamé Eviterna y sigue constante como un oleaje. De vez en cuando, mientras me tomo un thé en una terraza y mi cabeza está llena de rumores, escucho esa música del mundo que climáticamente nos pide que seamos fraternales, y me es fácil entre esas voces oír el decir de los fanáticos: es simple: no se ríen de ellos mismos.

               Entonces saco mi libro, y leo a Amos Oz