domingo, 29 de enero de 2017

Incendios



        Lástima de aquellos que sólo saben provocar incendios, jugar con cerillas y reírse de las mujeres. Sean estos señoritos de pañuelo en la chaqueta y que se dicen periodistas, y que se ríen de las desgracias ajenas, o cultivados pijos y pedantes columnistas que no pueden ir al teatro porque les molesta tanto tanto la presencia femenina.

         Lástima digo por no decir otra cosa, y es que creo que los culpables no son sólo ellos sino los periódicos que los avalan, que avalan lo antiguo, lo soez y maleducado. Y es que se empieza con esas pequeñas fogatas que incendian las redes y no se sabe dónde acabaremos, atención por tanto ante tanto delirio machistilla que no encuentra el bien porque lo desprecia y que por hacer un chiste son capaces de matar a un amigo. Lástima me dan esos narcisistas que no tienen un director que les cante las cuarenta o que los guíe y les enseñe que no están bien las trabucadas y las blasfemias contra la democracia y sus derechos que, asustados, nos dimos todos. Lástima de esos egotistas que sólo ven como sagrado su pequeña parcelita donde les ríen las gracias y pueden ejercer de snobs.

         Y es que nosotras "debemos aprender a leer, aprender a escribir, aprender a contar" como dice el personaje que representa Nuria Espert en Incendios, la mejor obra teatral a la que he asistido en mi vida, la gran tragedia de estos años, tragedia de verdad, que narra el horror de las guerras que inventan los hombres, y sufren las mujeres, y los niños, y los hombres buenos.

         Sí, aprender a contar es uno de nuestros fundamentos porque si no nos vamos a encontrar con que las calles llevarán los nombres no de la gente llana y que ha hecho algo por todos, sino de los menos malos que hemos encumbrado porque aún estamos con eso que se llama síndrome de Estocolmo postfranquista.

         Hemos de aprender a contar y decir no a cualquier repartidor de terror, a quienes se aprovechan de las arquitecturas de la indefensión y salen, chulos y engreídos, a meter fajina y desestabilizar las luces del respeto. ¡Ay! ¡Cuánto descabezado que no aprecia los dones de la palabra, el silencio sin sobresalto de la paz! Y para eso, nosotras debemos "aprender a leer, aprender a escribir, aprender a contar" como dice Wajdi Mouawad en su excelente obra Incendios.

         Mala gente la que prende fuego y tiene alma de pirómano. Malas personas que quieren quemar lo que les estorba, y es que en el fondo son unos envidiosos y arrogantes, señores que nunca podrán escribir sin herir, escritores que no conocen la palabra concordia.



domingo, 22 de enero de 2017

Los principios



          En junio de 1980 salió a la calle Zyriab, mi primera publicación, todo fue gracias al atrevimiento y a la ayuda de Laurentino Heras, a quien conocí gracias a una psicóloga que se llamaba María Victoria que tenía su consulta en la calle Esperanto, en Málaga. Llegué allí gracias a que mi madre era una pionera en todo, y decidió que yo me explayara por algún lado y que rompiera esta costumbre mía de guardar silencio. En fin, el mundo estaba tan heterosexualizado que a mí me dio por callar.



         La consulta era preciosa, tenía el suelo de madera y un acuario grandísimo donde nadaban peces hermosamente anaranjados, en los estantes del despacho de la psicóloga estaban, completas, las obras de Bruguera Colección Historias Selección. Vaya, que no tuvo que esforzarse mucho la mujer para conquistar mi confianza. Me hizo un test al que tenía que responder Sí o No, eso me pareció absurdo, así que dibujé una tercera casilla a la que le puse ni sí ni no, y dibujé un cuadradito y escribí una equis dentro. Todo eso pasó cuando yo tenía trece años. Se ve que después fui a verla por gusto algún día, porque me agradaba el silencio de la consulta, y la amabilidad con que me trataba, y el respeto que le tenía a mi intimidad, eso último me encantó y me resultó sorprendente. Bueno, el caso es que fui a verla y me preguntó si seguía escribiendo, yo le dije que sí y ella me dio la dirección de Laurentino Heras que daba clases en la Escuela de Magisterio.


Libros de Laurentino Heras


         El Laurentino que yo conocí era hombre fuerte y decidido que leyó mis poemas y me puso en contacto con Aurora Ángeles Romero y nos hizo ver posible lo que tanto deseábamos las dos: publicar. Y así fue como salió Zyriab, con dibujos de Juan Luis Natoli Pinazo, en la imprenta Montes. Y por esta aventura me entrevistaron el 11 de Julio de 1980 en Radio Popular y nos fuimos Aurora, Laurentino y yo a recitar por algún que otro barrio obrero, e incluso fuimos a una especie de fiesta en el seminario donde apareció mi nombre en una hojilla de propaganda, que creo era de la HOAC. Y nos enseñó el escritor Laurentino Heras a mandar nuestro libretillo a las revistas poéticas y esperábamos ansiosas las cartas de respuesta.


Mi primer recital. En el Perchel, Málaga. Se nos rompió el micrófono. Laurentino es el de las barbas. Aurora la que espera su turno junto al escenario, yo soy esa chica tan delgada que está leyendo.


         Y un día guardé la publicación porque me puse hipercrítica conmigo misma y decidí esconder mi obra porque me dio un ataque de timidez. Hoy eso me hace reír.

         Gracias a Laurentino he recuperado las fotos de aquellos años y he tenido la suerte de poder leer su último libro publicado: Mariposas azules y cenizales que me ha llenado de alegría y ternura, y es que hay dos clases de poetas: los que se entienden y los que no se entienden. Pues bien a Laurentino se le sabe lo que dice y mezcla lo concreto de los materiales y las plantas, de los árboles y el amor con la justicia verdadera que se puede tocar. Es poeta del pan y del vuelo, hombre de palabra, y festejo desde aquí que siga tan activo como siempre. Les enlazo su último título por si les apetece hacerse con él, se lo pasarán bien.



         Pues nada, que esos fueron mis principios, y esta historia no estaría completa si no le diera las gracias a mi hermano, que actuó de mecenas y rompió su cerdito de barro para darme sus ahorros e invertirlos en mi pequeña odisea. Y es que éramos unos emprendedores.

Mi hermano, Antonio Miguel, y yo este 25 de Diciembre posando en el puente del río Campanillas, que nunca lleva agua, pero que cuando la lleva, la lleva. El chaleco largo con flecos que visto es obra de la diseñadora Tatiana Petrova.




domingo, 15 de enero de 2017

El frío



       Siempre he amado la inutilidad: las escaleras que no llevan a ninguna parte, las calles de saco que suponen un desafío  a la lógica, las sombrillitas que ponen sobre las bolas de helado, los confetis en el aire volando-volando, la música callejera que se pierde en un momento en cuanto doblas una esquina, el título de ese libro de Grace Paley: La importancia de no entenderlo todo.

         Yo soy especialista en hacer cosas inútiles: cadeneta verde que no lleva a la construcción de ningún jersey ni bufanda ni calcetines, dibujos que no tienen título porque seguramente no son dibujos sino estados de ánimo, mantelitos de té inacabados por lo siglos de los siglos, palmeras de cartulina para oasis que imagino frondosos y amables.

         Y la palabra, sigo amando la palabra aunque algunos cínicos se empeñen en mancharla diciendo que es inútil la poesía, eso no es cierto, pero al cínico le gusta propagarlo. El cinismo es el gran aliado de las políticas gélidas que hacen que miles de personas se mueran de frío. Para reconocer a un cínico sólo hay que dejarle hablar, seguro que cuando menos te lo esperas lanza un chiste que no viene a cuento, un chiste cruel acompañado de su desvergonzada sonrisa. Los cínicos tienen la voz fría de la falsedad y se relamen cuando piensan en la violencia. Son muy peligrosos. Esto quiero que lo sepan sobre todo las personas jóvenes: Son muy peligrosos porque algunos son inconscientes de sus actos, no se conocen a ellos mismos y son verdaderos productores de grandes naufragios, como por ejemplo las guerras.

         Creo que todos los amantes de la inutilidad nos deberíamos unir y no reírles ni una gracia a aquellos señoritingos que intentan hacer triunfar sus burlas, y creo que deberían saber que sus bromas dan frío y que sus decisiones desde allá lo alto, desde donde han decidido mandar, nos producen temblor. Bueno, mejor que no se enteren de que temblamos porque a los cínicos les da la risa sardónica cuando comprenden que los otros sufren, ese es su placer, ese y el frío con el que te pasan el pan.







domingo, 8 de enero de 2017

La calma



        Ya se van los pastores, los reyes y demás patulea, eso sí, las tiendas no descansan: ahora vienen la requetecompra, el descambiar y la rebaja. Y tras todo este trasiego la ciudad acaricia un invierno que muestra una cara sin personalidad por eso del cambio climático.

         La ciudad, ese invento donde nos corregimos mutuamente y donde ahora le crece la luz por las tardes; ese aire que por fin está alejado de los villancicos y otros envoltorios. Llega la hora de caminar, de alargar los paseos, de buscar los encuentros como los personajes del Cuarteto de Alejandría.

         Y gusta nombrar las calles, tomar un té en la Ribera y ver despedirse a los turistas que nos han situado con sus preguntas en la estricta realidad geográfica de la urbe. Complace la deriva, el andar sin norte, cruzar el río o buscar alguna de las excelentes bibliotecas que posee cualquier distrito. Somos afortunadas y, además, podemos beber algún licor que apacigüe aún más la tarde y nos haga charlar suavemente como los rosáceos colores que se pierden por Vallehermoso.

      Y gusta ir no como pesimistas u optimistas sino, como diría Marguerite Yourcenar, gusta ir “con los ojos abiertos”, porque queda mucho trecho y es conveniente que estemos despiertas. Y por eso pienso que el acto más revolucionario que podemos llevar a cabo es cuidarnos, cuidarnos a nosotras mismas, tomar un buen desayuno, no tener prisa, despreciar los congelados y otros excipientes, saber buscar los sabores sinceros de la tierra y conversar con la conciencia de quien paladea la palabra.

         Sí, ya se van las luces de artificio, el espumoso sabor de los vinos, las visitas al lugar donde no dejas de ser niña, y vienen las horas con su capital de instantes, que tendremos que domeñar si no queremos ser esclavas de los otros y del comercio y su lenguaje interesado y numérico.

         Así que cada vez que coincidamos por las calles tenemos la oportunidad de establecer el relato, el fresco relato, de quienes queremos apreciar los infinitos saberes de la literatura y no optamos con quedarnos con una sola historia. “Yo soy una mujer de religiones”, creo que decía también la Yourcenar, que amaba tanto el sentido de lo sagrado, sentido que hoy hemos perdido y confundido con lo dogmático. Pero, en fin, en nuestras manos está saborear cada gesto que nos regalamos al saludarnos por la ciudad y cuidarnos como si, desdobladas y responsables, fuéramos la mejor amiga de nosotras mismas.  









domingo, 1 de enero de 2017

Carmela López Román, La Carmelilla



         Cuando me encontraba a Carmen López Román, la Carmelilla, en alguna manifestación y empezaba a caer la noche con su primer frío, la miraba de reojo y le decía guiñándole con picardía: “¡Hay que ver Carmen el éxito que tienes con las mujeres!” Ella me respondía ajustándose la gorra y sonriéndome con pudor.

         Ella era una persona tímida, nadie sabe exactamente la magnitud de sus sentimientos que a la vez eran sus ideas, nadie podía abarcarla y, rebeldemente, se defendía de cualquier lazo y paseaba por la ciudad con su andar socrático y sus enfados y su valor, y nos la podíamos encontrar en cualquier calle con sus maneras apasionadas y su valentía a cuestas.

         A las dos nos gustaba el lujo y por eso quedábamos en algún hotel caro a tomar una copa y a hacer como que escuchábamos el piano mientras hablábamos despacio o, simplemente, guardábamos silencio. Y las dos estábamos de acuerdo en que el lujo hay que repartirlo.

         Se nos ha ido un día de los Santos Inocentes, nos ha gastado una broma enorme para que todas nos hablemos y seamos más sororas.  Ha sido en un atardecer dorado como su pelo, como su rostro iluminado por la pantalla de su ordenador cuando Lola Cano se la ha encontrado, rodeada de sus cosas, sus libros, trabajando sin darse cuenta de que se había muerto. Y siguió allí, en la misma postura con su brasero puesto, dale que dale vueltas a la escritura. Porque ella era una mujer de matices y espero que todas comprendamos que siempre construía desde tu acera sin enfrentarse y cuando decidía enfrentarse lo hacía como las buenas actrices: escandalosamente.  Era más exagerada que Chabela Vargas y sabía llorar mejor que ella y de pronto era feliz, plenamente feliz, porque se le ocurría la idea de que teníamos que montar una chirigota.

         Tenía la esmerada educación de la antigua gente de campo y la creatividad  popular y desbordante de una juglaresa. Imaginativa, nunca se detenía, sobre su mesa estaba El manual de las mujeres de la limpieza de Lucia Berlín, ningún texto feminista se le resistía. Un poco más alejado, en el centro de la mesa El cuento de nunca acabar de Carmen Martín Gaite como si adivinara que la llevaremos siempre en nuestras conversaciones y que brindaremos con ella sin parar. Y el tercer libro que acababa de hojear era otro ensayo: Los países invisibles de Eduardo Lalo.
        
Y ella se ha ido dejándonos a todas con las palabras en la boca, con la necesidad de hablarnos para poder reconstruir el puzzle de su personalidad. Y en este duelo hemos charlado y averiguado aún más sus vivas costumbres. Y todas les estamos agradecidas porque nos ha dejado una gran herencia:  que seamos todavía más amigas entre nosotras. Ese es su legado.
Ese y su escritura. Brindaremos por ella.