Ha
venido la juventud a decirnos que respetemos a la Madre Naturaleza, que no
violentemos más su corazón verde, su savia y el curso de los ríos, ya sean
grandes o pequeños. Y ha sido la voz burbujeante de la primera vida la que nos
recuerda, en estos tiempos irresponsables, lo que es la responsabilidad. Nos
han dicho que cuidemos el aire, la selva y las llanuras, que no nos riamos de
la nobleza de los animales. Nos han regañado con el entusiasmo de quienes miran
por una valiosa herencia.
Yo añadiría otra petición: la necesidad
de silencio. Del silencio que se da en los actos contemplativos, en las
visiones inesperadas, en el paseo por el campo húmedo, el silencio que se
cuaja en el cielo, que se puede respirar y tocar como si fuese el más bello
instrumento.
Un silencio que no se conoce en la
ciudad llena de cláxones y motores, el silencio casi místico que acaricia las
hojas de los árboles sin moverlas, la inesperada lucidez del silencio interior
que nos reclama descanso: descansar de la turba, de las emocionales e iracundas
respuestas, de las vertiginosas ironías que nos alejan de nuestro interlocutor.
“Ironía: no se deje dominar por ella, especialmente en los momentos no
creativos.” Eso decía Rainer Maria Rilke en
Cartas a un joven poeta.
Y pienso que no se debe perder nunca la
cortesía porque si no nos embarullamos y desorientamos, fracasamos antes de empezar a
jugar. Y veo a los animales con sus hermosos pelajes, con sus rituales, con su
educación. Y miro nuestras formas de dar las noticias y siento vergüenza del
tono apocalíptico y del afán de público y aplausos, de negocios. Y me digo,
¿quiénes serán más correctos: los gatos o nosotros? Y sé que esta pregunta es
simple, pero quiero reflexionar sobre un mundo donde la sencillez sea posible.
Y recuerdo los balcones que dan al
bosque, los senderos que he recorrido en mi vida, la lluvia sobre mi cara, la
delicadeza de la Tierra, el sobrecogimiento que produce sentirse arropada por
bóvedas arbóreas, la vecindad del desierto y la temperatura que va subiendo
como las aguas. Y me digo: hemos olvidado lo que significa la palabra “sagrado”.
Vamos a tener que leer todos a Simone Weil.
Y veo la luz del medio día caer en el
valle y encuentro, de pronto, la sorpresa del color de las hortensias como cuando,
de pequeña, iba con mi padre con el camión y atravesábamos la Ruta del Toro y él
me sorprendía señalando las yeguas y sus hijas mientras me decía, viendo que yo
no salía de mi silencio: “Zarbi dime algo aunque sea pa ofenderme”.
Y ahora, ya de grande, adulta, les digo
a ustedes: Hablen entre ustedes respetándose los silencios, o como si hubieran
leído La persona y lo sagrado de
Simone Weil. A ver si van a procurar tirar el globo terráqueo a la basura sin
darse cuenta, sin ser conscientes de lo que tienen entre manos.