sábado, 26 de febrero de 2022

El ansia de pensar

 


El otro día, navegando por internet, me encontré con una expresión que me llamó la atención: ”Gilipollas de Schrödinger”.  Y era definida así: “Según el Urban Dictionary, un «gilipollas de Schrödinger» (Schrödinger douchebag) es alguien que hace comentarios sexistas, racistas o intolerantes en general y solo decide si habla en serio o «está de broma» cuando ve la reacción de los demás.”

 

            Rápidamente busqué quién era ese Schrödinger: un físico austriaco-irlandés que imaginó una paradoja cuántica en la que un gato metido en una caja cerrada puede estar vivo y muerto a la vez al no saber si le ha afectado o no el veneno que contiene dicha caja.  Lo primero que vino a mi cabeza es cómo la humanidad siente el deseo de pensar y cómo, entorpecidos sus deseos por el trabajo explotador, fabrica un sinfín de proposiciones inadmisibles para un sistema que tenga como ejes principales la cordura y la honradez. Ideamos con sueño en nuestros párpados, agotados por las falsas noticias y la imposibilidad de profundidad de un mundo que se resuelve con eslóganes. No tenemos tiempo para más. Así se ha instaurado entre nosotros la sofisticación culinaria y el postureo, la frivolidad y la venta de nuestra intimidad.

 

            Después me vino la imagen de Helen Joanne, la política británica del partido laborista que fue asesinada por un gilipollas porque ella estaba en contra del Brexit. Aclaración: Todos los asesinos son gilipollas.

 

            La joven murió por algo tan concreto como la necesidad de que el Reino Unido siguiera perteneciendo a la Unión Europea, su asesino no fue sólo quien empuñó el arma, que hay que sumarle, además, todos aquellos que contribuyeron a la iniciación de una enajenación colectiva: el nacionalismo depredador, la soberbia de quien no quiere fusiones ni nadie que le haga sombra, aquellos que recurren a la melancolía, al enardecimiento de un pasado romántico y que se aprovechan del analfabetismo político que han propagado los malos políticos porque creen que así es más fácil gobernar.

 

            Necesitamos una pedagogía democrática en la que se dé cabida a la necesidad de pensar, y ponga límites entre lo que es pensar de verdad y sucumbir al desvarío de voy a decir esto por si cuela. Así dejaría de valer lo cierto y lo incierto. La primera asignatura de esa escuela democrática sería la bondad, porque sin bondad, sin apuesta por el vivir completo no hay pensamiento respetuoso que sobreviva.

 

            ¡Ah! Y una cosa: No hay que olvidar que a un gilipollas se le reconoce porque todos sus amigos son gilipollas. Y ofenden, con su psicopatía, la belleza plácida de la paz.

 

 

 

 







sábado, 19 de febrero de 2022

Patriotismo de cañita, bodega y botellón



He leído en estos meses dos libros dedicados a la adicción. Uno es severo, exhaustivo, abismal, bien documentado y femenino, quiero decir que se estudia el apego al alcohol de una forma que nunca se había hecho: analizando el sujeto como mujer que padece esa enfermedad. Se trata de La huella de los días. La adicción y sus repercusiones de Leslie Jamison, autora también del hermoso ensayo El anzuelo del diablo. Sobre la empatía y el dolor de los otros, una escritora que admiro porque es valiente narrativamente hablando y fresca y profunda. Y es que el alcoholismo, como todo, tiene impronta machista y han olvidado, los estudiosos del tema, las particularidades que sufre la mujer enganchada a esta sustancia siendo, por otra parte, doble o triple el estigma que ellas, las alcohólicas, padecen.

 

            El otro libro es Yo, adicto. Un relato personal de dependencia y reconciliación. Siendo este texto más ligero no deja por ello de ser interesante y nos muestra, con el respeto del que ha encontrado la salida, una confesión sobre el mundo de las adicciones y los centros de recuperación que ayudan y encauzan a los enfermos. Este libro es de Javier Giner.

 

            En un mundo, el nuestro, que se miente a sí mismo y que vive, gracias al estrés, como si estuviera en una permanente resaca, es de agradecer que haya escritores que se preocupen de este mal del siglo que son las adicciones a pantallas, drogas o lo que sea. Por otra parte, me parece una irresponsabilidad que nuestros políticos de patria chica y grande quieran pasar licores y vinos, cervezas y etc. como inofensivos líquidos dignos de defender a ultranza por encima de la verdad de sus consecuencias. Es el nacionalismo de la cañita, del erudito en caldos y grados, olores de barrica y desconocedor de los versos cristalinos de Machado: “Donde hay vino, beben vino;/donde no hay vino, agua fresca”.

 

            Y eso es esencialmente lo que se nos está olvidando: el agua fresca, la sencillez de estar despierta y descansada, creo que se debería escribir en pancartas nuestro derecho al reposo sobre la alfalfa o la necesidad de beber de buenas fuentes. No caigamos en los vicios que los hombres han promovido simplemente por una visión confusa de la igualdad. No hagamos que nuestros menores copien lo peor de nosotros y aprendan desde pronto el divertimento del botellón, que no es divertimiento sino una especie de antesala de la cobardía de ser uno mismo.

 

            Bebamos con moderación, invoquemos que los lugares de socialización huelan a limpio, que no dejen atrás plásticos y litronas, salud y vasos. Bebamos con moderación en los lugares donde la edad madura se esconde a tomar sofisticados gin-tonics, carísimos güisquis y decisiones perturbadas por la combinación de los grados. Demostremos a nuestros hijos e hijas que hay una cosa que se llama serenidad y que es eso lo que merece nuestro cultivo.








sábado, 12 de febrero de 2022

Amarillo

 

Cuando llegué a esta ciudad de Córdoba en mayo de 1994 me sorprendió ver el color dorado en sus distintas gamas, más oscuro o más claro, disperso en sus lienzos de murallas, en la Mezquita-Catedral y en sus distintas iglesias, iglesias fernandinas que tanto me gustan. De hecho fueron esas iglesias lo que más llamó mi atención: La de san Nicolás y su torre, la de san Lorenzo y su rosetón, la de San Miguel y su arcángel sin espada durante mucho tiempo, la de San Rafael y su exquisita decoración, la del Carmen cerca de la facultad de Derecho, la de San Agustín recientemente restaurada, la de San Pablo frente al ayuntamiento, la de Santa Marina, la de San Andrés cerca del cine de verano… Me dejo alguna atrás, lo sé, lo que no dejo atrás es la admiración con que me he extasiado contemplando ese amarillo que tanto amo.

 

            El ocre se me metió en los sentidos cuando descubrí La vista de Delf del pintor holandés Vermeer. Una reproducción de dicho cuadro estuvo en mis manos gracias a que saqué de la Biblioteca de Filosofía y Letras de Granada, donde estaba estudiando, un libro de Lagarde e Michard dedicado a los grandes autores franceses. Y después busqué, seguí buscando, ese amarillo en otros libros, en otras reproducciones para saciar mi amor por un color. Recuerdo una tarde, con la lámina en mis manos, sentada en la escalera que llevaba al servicio de préstamos, respirando hondo, llena de felicidad. Era joven y el mundo del arte estaba a mis pies: todo era posible.

 

            En mi primera novela El rumor, en la portada, aparece esa obra exquisita, la elegí especialmente, y cuando llegó el libro a esta ciudad donde vivo más de uno me preguntó si esa no era una vista de Córdoba. Es cierto lo que digo. A mí me hacía sonreír la pregunta, sobre todo, teniendo en cuenta que me la hizo más de una persona que se tenía por ilustrada y experta. Y concluí pensando que el pequeño nacionalismo es devastador para las obras de arte.

 

            Pero el arte es generoso, el buen arte, con quien le presta atención y pone las cosas en su sitio tarde o temprano. Poco a poco Vermeer se hizo más conocido y el ocre de su muralla, que me enseñó a admirar Marcel Proust, incluso se vulgarizó. Pero al buen arte le importa poco los trasiegos del destino, puede con todo, incluso con los pedantes.

 

            Hoy camino por esta ciudad dorada como si fuera por el interior de un cuadro y yo fuera un personaje más, observado por la linterna mágica de los días que transcurren con la sencillez de quien busca cierta austeridad y cierto placer, es decir: el equilibrio. Y me doy cuenta de que aquellos confundidos tenían su poquita de razón: Córdoba se parece, cada día más, a Delft. Estoy donde quiero estar.


Muralla


 

sábado, 5 de febrero de 2022

La buena de Simone

 

Y de nuevo resuenan los tambores de la guerra. Cuando era joven me llegaba el rumor de la guerra civil española como una constante letanía susurrada. A todas las contiendas les gusta el susurro y el grito, a pocas el temple y la voz mediana. Las balas huelen a chulería y, ya de pequeños, nos asustaban con una bomba que sólo mataría seres humanos, los edificios quedarían intactos. No entendemos de bando, soy de la tradición de las mujeres que no acepta esos planes tan masculinos.

 

            Y es que la escritora de las escritoras dijo que no a través de la escritura, hablo de Virginia Woolf y sus Tres guineas.  Pero no fue por ella por la que fui a la biblioteca, fui a la biblioteca central municipal a sacar un libro de Maite Larrauri ilustrado por Max, de la colección “Filosofía para profanos”. Su título es La guerra según Simone Weil. Es una pensadora que se ha puesto de moda, su concepto de atención nos trae al presente y nos posibilita meditar mientras andamos, su sentido de lo sagrado como apuesta enteramente humana nos reconcilia con la generosidad. Este librito debería ser estudiado por la juventud en sus colegios, por los que quieren reconciliarse y formar parte del diálogo civilizador.

 

            Cerca de la Biblioteca hay un olmo y es hermoso hacer el trayecto acompañada por el color ocre y oro de la muralla del marrubial. Me encantan las bibliotecas de Córdoba, pronto abrirán una nueva, otra sede de la cultura, del aprendizaje diverso. Tal vez sea algo ingenua, pero soy de las que piensan que allí donde se empodera al libro, allí donde se da la espalda a la ignorancia desaparecen las posibilidades de la lucha.

 

            Y es que los guerreros son tan ignorantes… no conocen con quiénes guerrean, con quiénes se abrazan violentamente en el lodo. Si supieran de sus adversarios, de sus costumbres y alimentos, no habría necesidad de tanques ni de que las mujeres y los niños sean las principales víctimas de las batallas, y queden, después, marcados por el rumor de las ballestas y del viento atravesado por balas sin conciencias. Marcados durante años, siglos. Marcados a hierro y fuego en vez de estar poseídos por el perfume de las rosas.



Aquí comparto un poema de mi libro Poesía sociable