sábado, 27 de octubre de 2018

El habla inclusiva




Tal vez aprendíamos demasiadas cosas de memoria: los nombres de los ríos y sus cauces, el destino de los reyes y sus herederos, la geografía lejana de tribus innombrables o el lugar donde los chinitos esperaban nuestra generosidad. Y vestíamos con baberos blancos y andábamos en grupo como podíamos, a pesar de conocer cada una el rumor de los bandos.    

          Tal vez por ese ansia de retahíla, ese desdén hacia nuestras opiniones y esa costumbre de coser a todas horas, tal vez por todo eso me pareció un regalo que llegara la hora de la catequesis. Y es que el texto que debíamos aprendernos estaba formulado como pregunta-respuesta, como una especie de ejercicio teológico para nuestras mentes niñas. Y esa estructura propiciaba que la especulación fuera profunda y el recurrir a mi madre para aclarar dudas se convirtió en una cálida costumbre.

         Las dos nos habíamos metido sin darnos cuenta en una aventura formidable: yo intentando razonar la novela fantástica más grande de todos los tiempos, ella preocupada por hallar un vestido blanco y una limosnera, y un rosario y un librito nacarado que me fuera bien con el conjunto. Desde entonces me pruebo los libros y me miro en los escaparates de las librerías para ver cómo me quedan.

         Íbamos casi de noche a la Iglesia, todas las niñas como una bandada de palomas, a escuchar la palabra de Dios. Y fueron tantas las dudas que tuve que pedirle ayuda a mi madre,  y ella recurrió al carácter amable del sacerdote para que me aclarara cómo siendo Adán y Eva los únicos habitantes del paraíso habían conseguido llenar la Tierra de tanta gente. Como se ve me preocupaba el tema de la endogamia. Nada nos aclaró el cura aunque no le faltó buena voluntad.

          Lo del nuevo testamento era fácil, milagroso, una exploración por los caminos de la bondad; lo del antiguo testamento era harina de otro costal. Pero el nuevo… el nuevo era diferente, nos daba solución para vivir alegres amándonos los unos a los otros. Ahí es nada.       

          Aquellas palabras tan sencillas lo calmaban todo y hacía posible el milagro del pan y los peces porque Jesús no quería que nadie pasara hambre. La palabra “hambre” resonaba por entonces muy alejada de la bollería industrial y de los envoltorios de plásticos, también de los yogures o de las galletas con la cara de Mickey Mouse. Estaba más cercana a las anécdotas de nuestros abuelos y nuestros padres que no sabían lo que era la saciedad.

         Saciada de Dios me quedé yo con aquella experiencia que preparamos tanto y a la que acudieron los más dispersos familiares, vino a la ceremonia hasta mi primo Antonio que no salía de su habitación donde tenía una estación de radioaficionado con la que se comunicaba con gente de América o con marineros.




          Pero Dios se hizo mío discretamente, sin tener que entrar en mi cabeza para vigilarlo todo, sin que yo me viera obligada a confesarlo todo. Adapté a Dios a mi voluntad como empecé a adaptar todas las grandes palabras, y así fue cómo me hice arquitecta de una ciudad invisible o interlocutora de ballenas gigantes o, simplemente, le daba la corriente a la maestra cuando nos decía que si viéramos todos los bichos que contiene un vaso de agua no beberíamos nunca. Claro, después me hinchaba de agua mientras pensaba que la mujer era una melindrosa.



         Y así que me hice amante de los ritos y secretos. Y supuse que si yo tenía ese guardarropa de misterios cualquiera podía tenerlo. Y que mi análisis minucioso de las palabras y de las imágenes y esa capacidad de pensar constante serían mi más bello rezo y una forma inteligente de respetarme a mí misma. Después todos comieron chocolate y reímos y tuve que aceptar, aun detestando ser el centro de atención, aparecer en todas las fotos. Creo que fue por aquellos días que mi madre le dio por llamarme "rabina" y empezamos a fundar una lengua distinta para comprendernos.


                            
                            

sábado, 20 de octubre de 2018

La mar




Cuando voy a Madrid, siempre que puedo, le dedico un ratito a un cuadro que me emociona especialmente: Cristo en la tempestad del mar de Galilea de Jan Brueghel el Viejo, también conocido como Brueghel de Terciopelo, hijo del magnífico Peter Brueghel.

         Me pongo frente al cuadro y, silenciosamente, miro el mar y la barquichuela que lleva a Jesucristo dormido junto a sus discípulos nerviosos por la fuerza del viento y del agua. Y lo miro con tanta atención que mi mirada se difumina e inventa, así que al principio no veía a Jesús dormido sino a Jesús caminando sobre las aguas, erguido, alegre porque ha desterrado la filosofía del ojo por ojo y ha instaurado otra forma más cívica de justicia.

         Y esa mirada me nace de tan profundo que, a veces, contaminada por el cuadro, tengo la dicha de soñar que yo, pobre mujer, puedo andar sobre las aguas. Y me lo paso bien corriendo sobre las estelas de los barcos y dando saltos y brincos como si fuera una niña, y soy feliz, libre, y soy capaz entonces de comprender lo que significa hablar en parábolas y jugar como un ser inocente.

         ¿Será eso orar o será, como dice el poeta de Persia Yalal Ad-Din Ar-Rumí, “que aparte de mi borrachera no tengo nada que contar”? No sé, no me importa, estoy contenta por la contemplación del cuadro, me despido de él y vuelvo a mis oficios sin olvidar el olor a sal del mar de Galilea. El olor a sal y los azules que con tanta ternura pintó Jan Brueghel, también conocido como Brueghel de Terciopelo. Y veo ese mar en todos los mares y considero que ese es el mar deleitoso de las experiencias buenas, las que te hacen crecer sin violencia.

         Y pienso en todos los niños y las niñas que deben ser respetados y en los animales sintientes, y en el sol de la justicia terrena, de acuerdo a Derecho, imparcial para quienes ofenden a la inocencia. Porque la justicia siempre nos debe acompañar para que no crezcan los despiadados.








sábado, 13 de octubre de 2018

En medio de la estela


En mi libro de séptimo de Educación General Básica venía la foto de una joven poetisa china llamada Huang Chien Chu y debajo, tras una breve reseña biográfica, aparecía un poema dedicado a una vaca; una vaca que iba a ser sacrificada y que le recordaba a su amo los beneficios que había obtenido de ella. Esa vaca quería, en su próxima vida, reencarnarse en un animal que tuviera caparazón y escamas, no para hacer daño sino para protegerse.

         Mi vestido protector ha sido siempre la literatura y he pensado, con demasiada frecuencia, que la gente que lee tiende hacia la bondad. Puede parecer un pensamiento simple, lo reconozco, pero me ha servido de gran defensa y he caminado desinhibida, libre, por los senderos literarios bordeados de flores diversas.

         He leído a Al-Ghazali y también los Nuevos Testamentos, los bélicos versos de la épica y las lamiosas servidumbres del amor romántico, he entrado a castillos encantados y a países exóticos sin necesidad de pasaporte, he vivido cien vidas y miles de experiencias, han pasado por mí novelas memorables como las de Dostoievski  o mi querida Virginia Woolf, la del mismísimo Cervantes. He visitado teatros cuando leía obras dramáticas y he elegido a mis amores por sus preferencias literarias. Pero nunca he olvidado a esa joven poetisa china que leí cuando tenía el alma llena de ilusiones como si fuese la vela de un barco que regresa. Un barco de hermosa estela azul turquesa.

         Yo me encuentro en medio de esa estela, siempre me han gustado las metáforas acuáticas, y desde aquí le hago burlas a Dante y a su oscura senda en medio del camino, entre cielo e infierno. Y desde esa estela, como si fuese una sirena, quiero cantarles y darles mi bienvenida porque en este otoño, de nuevo, comienzo a escribir de libros, de bellas canciones, de mujeres filósofas, de hombres buenos y de la mirada esperanzada de aquellos que tocan la puerta del Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes, que traspasan las barreras, con ese alma generosa y emocionada de los jóvenes que vienen a nuestra abundancia. Y seré una entre tantas escritoras, no una sola como mi pobre poetisa china que estaba apenas acompañada por alguna otra mística. Y es que, afortunadamente, somos muchas las que nos dedicamos a este oficio generoso, para mí el oficio más bonito de la redonda y azul y verde Tierra.