sábado, 22 de octubre de 2022

La Sinfonía

 


El día 20 de octubre de 2022 viví una esperanzada escucha: asistí al concierto por el aniversario de la Orquesta de Córdoba que cumplía 30 años, nació en el excitante año 1992 cuando el país era todo optimismo. Para conmemorar dicho cumpleaños se organizó un programa idéntico al que aconteció en su nacimiento: Aaron Copland, Beethoven, Joaquín Rodrigo, Roberto Gerhard y Bejamin Britten.

 

            Comenzaron con la Fanfarria para un hombre común y terminamos con la Guía de Orquesta para jóvenes. Los colaboradores especiales fueron el joven pianista Emin Kiourkchian y la actriz-narradora Eva Ugarte. Me gusta la palabra “fanfarria”, también me gusta la palabra “zarabanda”. Y lamento no tener una buena educación musical para poder trasmitirles a ustedes el gozo que provocó en mí la serenidad de ese concierto que era, a la vez, un viaje en el tiempo.

 

            María Zambrano en su hermoso libro Persona y democracia compara la política con el arte sinfónico, ¡qué mujer más llena de razones poéticas era la filósofa malagueña! Hay que releerla. Recuerdo cuando saqué de la antigua biblioteca provincial su libro Filosofía y poesía y lo leí por las calles de la Judería entonces solitarias. ¡Qué bienestar me procuraba como esta música alejada de la locura de las discusiones y las guerras y, por qué no decirlo, del profundo ego de la gente que no se extasía con la bondad y la escucha!

 

            Apoyada en mi paraguas, mi cuerpo quería danzar, y comprendía mejor las palabras de otra escritora que admiro, Isabel Franc, que le gusta tanto la música sinfónica y el buen humor. Y es que a la alegría de la música vino a sumarse la alegría de la lluvia que nos esperaba como una amiga a las puertas del Gran Teatro. Entonces comprendí que debía tomarme unas vacaciones invernales y acabar la novela en la que llevo tiempo trabajando. Pues sí, voy a descansar un poco de estas crónicas y, como los buenos intérpretes de piano, atenderé los preludios de Bach y las composiciones de Hidegarda de Bingen mientras esté jugueteando con mi pluma e intentando escribir la hermosura de los hechos hermosos y generosos, lejos del ego del que les hablaba antes. Nos vemos en los bares y en estas calles de la ciudad que tiene el don de la música y de la amistad. Desde siempre me he sentido bien acogida aquí y aquí seguiré envuelta en mi capa de literatura. Abrazos. ¡Ah, y prometo crear una sencilla y perdurable Sinfonía!




 


sábado, 15 de octubre de 2022

La carta

 


Hoy sería impensable la existencia de un cantautor como Georges Moustaki que compusiera una canción como Le facteur (el cartero), narrando la historia de la muerte del joven mensajero con apenas 17 años, y como esta muerte impedirá a la amada recibir hermosas misivas, rompiéndose así el hilo de la comunicación entre los enamorados. El cantante sería tratado como un marginal y su melodía sería apenas escuchada por algunos frikis. Porque hoy lo que se lleva es la monotonía del perreo y la reiteración cercana a la obsesión, el ritmo alejado de cierta lógica en la letra que suele andar sola y sin argumento.

 

            Enviar cartas no está de moda, la caligrafía deja de ser una hermosura practicable, un pasatiempo inútil como el que ejercía el famoso mayordomo de la serie Arriba y abajo. Ya no se lleva escribir. También se pone en práctica métodos de lectura rápida con los que los intelectuales (pseudo-intelectuales) se vanaglorian de la cantidad de libros que conocen de forma frívola y banal, porque es imposible que se hayan adherido a sus vivencias ese saber rápido, ultrarrápido.

 

            Recuerdo la película 84, Charing Cross Road titulada en español La carta final en la que se narra la relación epistolar entre los responsables de una librería inglesa y una clienta estadounidense, este film está basado en la obra de Helene Hanff. ¡Qué delicadeza!, ¡qué humanismo!, ¡qué elogio de lo concreto!, ¡qué sabiduría de la lentitud y el tacto! En esta narración se vive el entusiasmo por la amistad, la amistad que conlleva hondura, profundidad. En este presente apostamos por la superficialidad, por lo resbaladizo, por aquello que se olvida, por la brevedad y el descuido.

 

            Antes se reconocía a un buen viajero en que solía enviar postales. Reservaba un tiempo de su viaje para sentarse en una terraza y, mientras consumía un thé o un café, escribía a sus allegados contándole qué había encontrado de nuevo y haciéndole saber que los tenía en su mente. Pero antes viajar era una aventura, ahora es un acto de confirmación de lo existente: voy al otro extremo del mundo para ver lo que ya he visto por televisión o en fotos. No está de más dar Una vuelta por mi cárcel como diría Marguerite Yourcenar, pero si un viajero quiere disfrutar de sus trayectos tiene que dedicar un tiempo a la reflexión, reflexión que proporciona la escritura, que nos hace comprender por qué este mundo se ha convertido en algo tan hostil con lo no Occidental.

 

            Lo mismo que si una madre o un padre quieren dar una crianza de calidad a sus hijos e hijas deberían escribirles cartas como hizo Madame de Sévingé con su hija. En el papel se expresan realidades más conmovedoras que las que podemos percibir en una imagen fugaz del teléfono móvil, en unas letras, muy pocas, en las que se resuelve el contacto con una simple exclamación de vocales alargadas o un emoticono.

 

            Escribamos, escribamos cartas, como mero ejercicio de localización, ejercicio que nos sitúa, que nos enraíza. No hay nada que el viajero necesite más que una raíz suculenta a la que mirar para orientarse. Y viajero o viajera es cualquiera que anda por este mundo que no para, de infinitas rotaciones y acumulador de historias, historias que se repiten como las guerras o historias que hay que crear como la paz. “Yo estuve allí -puede ser la primera frase-, y mi carta es testigo de ello y del cariño que te tengo". Esperemos que el servicio de correos siga existiendo.








sábado, 8 de octubre de 2022

La sustancia

 


Siempre me han gustado los libros aunque eso no quiere decir que algunas veces no haya sentido su presión ahogadora debido a cómo toman posesión de los espacios abarcándolo todo, especialmente cuando he tenido que mudarme de casa y los volúmenes me abrazan con cierta agonía. Pero a mí los libros me han salvado de muchos naufragios y me he abrazado a ellos con deleite, además procura una clase de concentración desconocida en otros artilugios.

 

            Recuerdo como en momentos de tristeza absoluta leía Rayuela porque me hacía ejercer una atención absorbente sobre el inmenso galimatías que es la obra, hasta que un día me cansé de mi tristeza y mi lectura y me deshice del ejemplar que tan subrayado tenía, y consideré que me había entretenido con una propuesta que hoy considero sobrevalorada.

 

            Siempre están los libros ahí para recordarnos que los seres humanos no somos generalidades sino carne, herida fácilmente, que se forja con matices. Hay quienes no dejan pasar esos matices, quienes quieren ser, obcecadamente, personajes planos: esos son aquellos que tienen un número reducido de amigos, todos de la misma casta; deberían “revisárselo” y analizar por qué están atraídos por la uniformidad, eso deberían hacer si siguen el consejo de la ministra Calviño, tan aplaudida esta semana.

 

            La palabra escrita conlleva un trabajo fuera de las vociferaciones y de la barbarie, eso es lo que logra un buen clásico, un trabajo que respeta la multiplicidad y las interrelaciones. Pero eso no es fácil de conseguir: hay que contarse una misma muchas veces la historia para que la historia cuaje con su diversidad y riqueza en el papel en blanco.

 

            El otro día mientras paseaba por la Alameda de Apodaca en Cádiz y percibía con alegría la brisa marina, el azul del mar, la emoción de una regata que estaba a punto de comenzar, la celebración de una boda y la música de una comparsa me encontré con la exposición de Rosa Muñoz, El enigma de la realidad, que estaba en el Espacio de Cultura Contemporánea (ECCO), y me llenó de felicidad descubrir sus bellas creaciones que producían la alegría que se obtiene cuando el mapa de una ciudad se convierte, por fin, en algo propio y ya vas por las calles con la agilidad de llevar los itinerarios en tu mente.

 

            Hay que fijarse mucho en todo lo que sucede a nuestro alrededor para poder celebrar la vida y sus facetas. La mirada de la artista, voluptuosamente detenida sobre lo real, hacía de dicha materia la sustancia primordial del arte. No hay nada más abstracto que acercarse mucho a la realidad, no hay nada más positivo que ejercitar nuestros sentidos y oír, ver, tocar, oler, saborear lo que el día, un día cualquiera nos ofrece; en eso cosiste la verdadera creación: en escuchar la vida. En eso debería consistir la buena política.










sábado, 1 de octubre de 2022

Serrat

 


Recuerdo aquella noche como algo fulgurante, hasta la oscuridad brillaba. El mundo estaba repleto de ilusiones, corría el año 1982 y cantaba Serrat en la plaza de toros de Málaga, también Paco Ibáñez, y hablaría un hombre que mi padre adoraba, era uno de los nuestros, de eso estaba convencido, se llamaba Felipe González y desde su atril ya nos avisó de que lo que se veía desde el escenario era distinto de lo que se veía desde el albero. Estábamos emocionados, así que no reparamos mucho en esas palabras.

 

            Joan Manuel cantó en castellano hasta que acometió la hermosa melodía y letra ecologista de “Pare”, la gente le silbó, todavía no teníamos asumido el respeto a otras lenguas. Él siguió a lo suyo, antes la tradujo y la recitó para que nos enteráramos todos de lo que quería decir. Después apareció Paco Ibáñez que a mí me pareció muy viejo. Entonces los partidos políticos sabían lo que se hacían: llevaban diversión asegurada y compromiso a la vez.

 

            Después volví a escuchar a Serrat en Fuentevaqueros, (Granada), siempre fue generoso en sus bises, siempre deja al público satisfecho y le va explicando en qué consiste su actuación como cuando musicó los poemas de Miguel Hernández en su álbum Hijo de la luz y de la sombra de 2010, y dejaba claro que en esa ocasión no iba a cantar Mediterráneo. Ahora lo he visto en el teatro al aire libre de la Axerquía (Córdoba) en una noche de acariciador vientecillo. No hay duda: es un buen contador de historias, sabe medir los tiempos, hace filigranas con las pausas. Eso fue el 25 de septiembre de 2022, ha llovido desde que lo escuché por primera vez, acompañada de mi padre ilusionado. Hoy ya sabemos que quizás fue Felipe González el mayor artífice de la extracción de la piedra de la conciencia de clase de nuestras cabezas ingenuas, que milagrosamente nos hizo clase media por un instante y que, olvidadizos y embrollados en eso que llaman sistema, ahora parece que perdemos pie.

 

            De eso sabe Pedro Sánchez que nos ha dado bonos de viaje en los trenes de cercanías y media distancia para que nos conozcamos entre vecinos. Sabe que en esos trenes no hay vagón de silencio y la gente se recrea en el ocio de la gratuidad para contarse sus historias. No es tonto el hombre, así fortalecemos esta tierra de las autonomías y charlamos entre viajeros mientras pasa el paisaje nuestro. Recuperamos el lenguaje, las pequeñas historias y la convicción, por lo menos aquí abajo, de que Andalucía es un estado de habla, de algarabía sintáctica, un emocional diccionario de infinitas sugerencias.

 

            Fui a Cádiz y escuché la historia de un militar desertor, de un nazareno herido por la flor del azahar, de una mujer que hacía cálculos para averiguar su pensión de viudedad entre risas propias y las de su marido. Escuché a unas jóvenes soliviantadas porque iban de excursión a Sevilla y actuaban con desparpajo y alegría. Escuché como se iniciaba un amor casi en voz baja y como todos, felices, echaban de menos los trenes de antes porque en ellos sí que se podía charlar a gusto.

 

            Se equivocan los que dicen que la vida es un viaje. La vida es una excursión con el dinero contado moneda a moneda, minuto a minuto. Ayer escuchaba a Serrat en el lejano 1982 y hoy, 40 años después lo vuelvo a escuchar mientras pienso en el IPC, la crisis y esta Europa desvalida. Y me pregunto: ¿Qué vería Felipe González en aquella noche acharolada en la que todos le mirábamos a él? ¿Qué vería que nosotros no vimos venir?

 

            Solo Serrat permanece igual, parece que no le han pasado los años. Solo Serrat sigue cantando sus versos ecológicos de “Pare”, esta vez traducidos en una pantalla gigante para que todos, todas y todes los comprendamos respetuosamente en silencio. Algo sí que hemos cambiado para bien. ¡Qué bonito es el Catalán!








sábado, 24 de septiembre de 2022

Dulcenombre Rodríguez

 


Este verano, en una tarde que parecía un horno abierto al cielo, me fui hasta la Librería Metáfora de Roquetas de Mar y me compré un librito de Michel Montaigne titulado De La Amistad, está publicado en Taurus y tiene una portada y una textura deliciosas. Camino de vuelta de mi aventura, de mi paseo hasta el lugar que me sosiega y me orienta, iba pensando en la suerte que tengo por tener tantas amigas. Ya me lo dijo una vez Olga Iglesias y fue entonces cuando empecé a contarlas. Son muchas y buenas, mujeres que me ayudan a situarme, a no perder pie, son también como cometas que vuelan sin perder su liaison con la Tierra.

 

            En ese libro del que os hablo de Montaigne hay una cita de Cicerón: “La amistad no puede ser sólida sino en la madurez de la edad y en la del espíritu.” Y la tengo por cierta como por cierta tengo las palabras de Cristina de Pizán que evalúa en su Ciudad de las Damas el peso que tienen las mujeres a lo largo de la historia y cómo éstas construyen ese conjunto de sororidad a través de los siglos para vencer la injusticia.

 

            Pues bien, Dulce es para mí un ejemplo de “Derechura” por parte de madre, es decir Cristina de Pizán y una muestra de madurez por parte de Cicerón, Montaigne y todos los que se han dignado a escribir sobre este tema. Ella, mi amiga Dulce, envuelve su compromiso y su lucha en unas hermosas hojas verdes de ternura y alegría, es como un río que llevara agua a raudales, que parece desbordarse de un momento a otro, que bulle como los latidos sorpresivos de un corazón que se acelera.


            Pero hay más: Dulce rompe la barrera del espacio y del sonido; se come cualquier apreciación intelectual y la convierte en acción pura, es activista de las buenas causas. Cuídate Dulce, pues cuidándote tú nos cuidas a todas nosotras.

 

            Y va por la calle con su despampanante frescura y alegría, con su ser coordinado con una serie de casi espontáneos gestos que marcan un baile constante, una coreografía a la que te invita resuelta y, a veces, incomprendida. “Si bailases desde la medianoche/ hasta las seis de la mañana, ¿quién lo entendería?”, dice Anne Sexton en el poema Las doce princesas bailarinas. Dulce es así: conscientemente divertida, seriamente abierta, acogedora y por eso ofrece sus raíces a cualquiera que las necesite. Cuando te ve y te abraza y te achucha y te besa… no se ha ido aún y ya te está emplazando para un nuevo encuentro. Cuando la ves por esta ciudad de tantas casualidades ciertas te desbarata el tiempo y el espacio, te habla de corazón; es un remolino, debería ser el nombre de un viento como lo es el mistral o el terral, pues bien ella debería ser el viento Dulce que te coge por las terrazas, de improviso, y te atrae hacia su aura para convertirte en la fiel y eterna y madura amistad que acabas de conocer y que conoces desde toda la vida.









sábado, 17 de septiembre de 2022

La lluvia

 


El 13 de septiembre de 2022 ha llegado la lluvia a Córdoba y con ella esa palabra que describe a la tierra mojada: petricor. Me parece una palabra insuficiente que no abarca el milagro del olor que denota. Y recuerdo, de nuevo a Borges: “La lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado.” Cuando ustedes lean este artículo ya habré escuchado la musicalización de ese poema en la voz de El Cabrero, cantaor que tanto gustaba a mi padre, esto ya lo he confesado en otra crónica. Cantaor que tan bien señala los procesos de la malísima ambición por el dinero, las frivolidades de las comidas de empresa y las injusticias con el pobre, que siempre está alerta por si se le humilla, por si a alguien se le ocurre darle dolor y desprecio.

 

            Hemos pasado un verano tremendo, lleno de aspiraciones y calor, de múltiples festivales con altavoces inmensos cuando se sabe que el buen cantar está reñido con la amplificación. Estamos en la sociedad del aspaviento, de la lujuria y el efectismo, de la historia repetitiva para convencernos de que las herencias es el método fiable para pasar los siglos. Pero también estamos en el tiempo en que, cada vez más, se le hace caso a la respiración; queda, por tanto, esperanza de que vuelva el pan crujiente y el agradecimiento a los oficios sin jerarquías.

 

            Y ahora emerge con la lluvia la ilusión de, por lo menos, poder salir a pasear sin asfixiarte. Hay que limpiar la ciudad de aspiraciones vanas, del manchado de las aceras, hacernos cargo de la hospitalidad del invierno, esa hospitalidad húmeda que no busca los alardes del verano, sino el recogimiento en el hogar. Y pensamos entonces por qué cuesta tanto la edificación de una casa, por qué no tenemos derecho claro a una vivienda. No creo que sea tan caros los materiales de construcción, los buenos materiales, simplemente que han escogido tenernos en el ascua del desarraigo. Ellos, los avarientos, no se desarraigan ni tan siquiera después de muertos, van de propiedad en propiedad hasta llegar a la más acogedora para reposar in aeternum. Para los pobres se hicieron, entre otras cosas, las fosas comunes y la desmemoria. Así que necesitamos una nueva ambición, ambición sana, que nos involucre a todos y disfrutemos también de las raíces, de una casa en la que vivir sencillamente.

 

            Ahora que se abraza cada vez más el nomadismo, que se llevan los archivos guardados en la nube y los sueldos que no abarcan las necesidades del mes; ahora que se comparte piso, que nos quieren convencer de lo bueno que es flotar y fluir, ahora que hemos pasado de lo sólido a lo etéreo y a la defensa a ultranza de la provisionalidad cabe preguntarse si tanto destrozo de vínculo respetuoso con la tierra no será una estratagema para que, exiliados de nuestro propio mundo, seamos más manejables. Y es que ya no se puede leer ni el periódico con sus poquísimas páginas, delgadez en los expositores de los quioscos que ya piensan reconvertirse en cajeros, en servidores de agua mineral o en depositarios de la cuna del papel cuché que nos ha traído hasta aquí: hasta el momento en que todo es analizado con el corazón romántico y lastimero, lejos de la reflexión que se da en una buena habitación abrigada con una buena chimenea. Y es que, Señoras y señores, todos tenemos derecho a ser Descartes. ¡Cuántos originales pensamientos se están perdiendo entre las gentes que no tienen casa sino que duermen en las puertas de los comercios, desorientados y empapados por la lluvia! ¡Cuánto filosofar desperdiciado! ¡Cuánto desoír de versos que provienen de la boca de aquellos y aquellas que cantan a sus propias y cada vez más débiles raíces! Raíces singulares que nos orientan como las veletas nos muestran los vientos. Cantares de humildes que, suavemente, quieren convertir en marginados.





 

 

 


sábado, 10 de septiembre de 2022

La innombrable

 


Todos pensamos lo mismo al mismo tiempo: en la muerte. Nos vimos, obligados por la pandemia de Covid, a rumiar sobre el mismo tema al unísono. Nuestras cabezas no nos pertenecían, se había colado, en el azar de los días y en las agujas del tiempo, la obsesión por la canina, el miedo a desaparecer. Desvalidos, ante la inmensidad de las coincidencias que ahora albergábamos tras la frente, desinfectábamos los objetos, las manos, los pequeños accesorios cotidianos con la voluntad imperativa de quien quiere salvarse a toda costa. Por una vez todos éramos iguales: receptores de miedo y desazón.

 

            Esa fue la primera prueba de la globalización: enseñarnos a jerarquizar familia, amigos y conocidos, aprendimos a ahorrar en besos, nos acostumbramos a eliminar los contactos, a contar cuántos podíamos estar en una terraza sentados, mirándonos a los ojos, desconcertados por los números, la cifra que podíamos permitirnos, iniciábamos la nueva geometría, los mapas de estos sí, estos no pertenecen a mi tribu. Nuestra cabeza estaba siendo moldeada por un miedo que aún hoy muchos cultivan encerrados en sus casas o parapetados en mascarillas. Llegó el tiempo de la poda y de cortar los abrazos. En eso consistía el nacimiento de la modernidad.

 

            Hoy respiramos ya aires mansos, se desvanecen las ideas de peligro, pero hay que recordar que por un instante todos y todas pensábamos los mismo, teníamos como sujeto de nuestras elucubraciones a la parca, el ritmo de nuestros pasos era el protagonista principal del baile medieval de la muerte; nos habíamos vuelto medievales. Cuando pudimos salir a la calle ya no andaríamos con el mismo descuido que antes de la enfermedad, la primera enfermedad de la globalización. Cuando salimos a la calle el mundo, siendo idéntico a como lo dejamos, se había convertido en otra fuente distinta de referencias e interpretaciones. ¿Cómo podía suceder eso?, cómo se obraba el milagro?

 

            Afortunadamente llegaron las vacunas y con ellas el inicio del olvido: se olvidaron los homenajes a quienes más habían trabajado, en Madrid se olvidaron de los abuelos. Hubo quien se creyó invencible, quien poseía un ego descomunal y se creía el protagonista de una conspiración. Los niños y las niñas aprendieron a jugar de otra manera. Todo esto, quieras que no, ha influido en nuestra forma de movernos. Por un momento desechamos las ambiciones que tanto habíamos alimentado para satisfacer a los grandes ambiciosos, (estos necesitan siempre súbditos que son humus de su dañino desear: el ambicioso necesita al ambicioso, por eso hoy somos capaces de llorar excesivamente hasta una reina que no es nuestra).

 

            Y finalmente olvidamos a los cómicos que tanto nos aliñaron la vida en los días enrejados. Parece que todo ha acabado, pero no es cierto. Se han quedado, adheridos a nuestra piel, una serie de mecánicos gestos que siempre seguirán perteneciendo a la pandemia. Al final todo se reduce a un juego de costumbres que dejan surcos, que dejan huellas. Y esas marcas tendrán que ser catalogadas si queremos cerrar con objetividad este acontecimiento, si queremos que las ciencias sociales sigan teniendo un puesto en nuestra cultura.