sábado, 26 de enero de 2019

La necesidad




Cuando llegaba la hora de la merienda a los niños y niñas de antes se les daba un trozo de pan con aceite y azúcar y nos íbamos alegres a seguir jugando. No sé cuándo llegó la hora de la sofisticación y se sustituyó la sencillez por la bollería industrial. Es la época del inicio de las falsas necesidades, la hora en que irrumpió la televisión y nos llenaron la cabeza de chaladuras y de mentiras.

         Nuestra televisión estaba siempre rota, nos la hizo un boxeador que trabajaba en la electricidad y solamente veíamos listas y listas. Se rompía cuando más la necesitamos, como aquel 30 de Abril de 1984 en que echaban el último capítulo de la serie Santa Teresa de Jesús realizada por la directora Josefina Molina. Así que mi madre y yo nos tuvimos que ir en medio de la oscuridad de la noche a casa de mi tía María López Gallego a ver el final de la historia.

         Para nosotras la monja escritora estaba llena de poder y heroísmo, un heroísmo que, sospechábamos, estaba envuelto en cierta inutilidad; como si nos hubieran creado la necesidad de la abnegación y de hacer complicado lo que no lo es. Aquella noche rodeada de oscuridad y silencio vimos el capítulo en que muere la Santa con una devoción forzada por la incomprensión de muchas de sus palabras y sus actos. Y por la ilogicidad que tuvieron los que decían quererla repartiéndola en trozos por Roma y Alba de Tormes entre otros lugares. Cuando acabó el capítulo nos quedamos con un silencio lúcido como si hubieran llenado nuestro corazón de cierto relativismo que se agarra a la vida porque es hermosamente vida.

         Desconfío del sentido de sacrificio, de la humildad impuesta, de todo ese lenguaje de sometimiento con el que parecen congraciarse los ejercientes del sadismo. “Hemos venido a este valle de lágrimas a sufrir”, nos decían mientras cosíamos y nos podaban la rebeldía. Yo creo que hemos venido a este mundo a jugar con la claridad de las aguas de las fuentes. Esto no es óbice para que no me acerque, de vez en cuando, a los textos de la religiosa y aprecie sus metáforas cocineras, metáforas de lo concreto. Pero tengo que tragar saliva sabiendo que está esparcida en reliquias como una muñeca a la que le descuajeringaran los brazos, las manos, los dedos, las piernas, el ojo… Como si todos los que la rodeaban quisieran impedirle una identidad completa. ¿Qué necesidad había?

         Sí, ¿qué necesidad tenemos de los relatos apremiantes y luctuosos, de la falsa épica, de la falsa conciencia? ¿Qué necesidad tenemos de seguir imitando las voces de la dictadura que como vetas de autarquía se cuelan en el presente? ¿Qué necesidad de manchar la bondad, la buenas palabras, con la trascendencia vana y sin frontera? ¿Qué necesidad se otorga el hombre para hablar en nombre del martirio? ¿Por qué no nos dejan en paz con este tránsito constante que va del recuerdo del miedo al control moderno y vigilante? ¿Es que le vamos tener que dar la razón a Yuval Noah Harari cuando habla de la posibilidad de que nos hackeen el cerebro?

         No, y decir no se ha convertido en la mayor traición, no quiero que me creen más falsas necesidades. Ni la espiritualidad puede ser dolor ni sombra de dolor ni las meriendas pueden estar tan contaminadas. Vuelvo al pan moreno con aceite y me acojo al silencio descreído de aquella noche en que mi madre, mi tía y yo nos dimos cuenta de que para ser mujer no hay que sufrir tanto.








sábado, 19 de enero de 2019

Las peligrosas




Nunca se escribe linealmente, eso es un cuento chino de los reyes del descuido. Lo mismo que se relee un libro se reescribe un texto hasta que todo encaja, y el ritmo y la letra se aúnan con el sentido de la frase, y forman la imagen como si fuese un retrato que hay que desenmascarar. La hoja, toda hoja escrita, es un palimpsesto.

         Al principio tienes todas las palabras: todas las palabras que están en el diccionario y las que no se encuentran en él. (Las que viven en los campos de  la exclusión suelen ser las  más vivas y las más interesantes). Usted sólo tiene que escogerlas para su relato, para iluminar su idea, es fácil, lo difícil es crear un idioma, que es una obra de la ciudadanía no de un solo hombre llamado Adán. Pero escribir es fácil. Sin darte cuenta, ante el cuaderno, te llega la luz de los matices infinitos como si la escritura fuese un ejercicio caleidoscópico, como si usted fuera una inconsolable huérfana que no se cansara de decir “mamá”. Si usted es un hombre, gracias a la imaginación, también puede transmutarse en una inconsolable huérfana y ser lo que han llamado, con mala intención, el sexo débil; ser el sexo vituperado. Esa es una de las ventajas de la escritura, la mayor ventaja: experimentar la libertad absoluta.

         La libertad de ir por el campo como una pastorcica y no tener miedo, la libertad de entrar o no a un fumadero de opio lleno de extravagantes poetas románticos, la libertad de andar desnuda y bañarte en las aguas de un río poético, la libertad de apreciar, sobre todas las cosas, la amistad clara, la libertad de dar un grito, de bailar, de enamorarte de alguien y abrazarlo como si fuera tu tierno y lindo muñeco de trapo.

         La libertad para encontrar tu palabra libre, no la que quieren que digas unos u otros, sino que vas buscando, capa a capa, del mármol del lenguaje, aquella expresión que te hace respirar mejor. Es una danza entre el silencio y el decir, entre el silencio puro, a veces, o el silencio turbulento. Pero usted siempre es quien elige lo que más cómodo le sienta. Un buen relato te hace querer salirte de ti, por eso todas las escritoras vamos rodeadas de un aura de silencio, es nuestra forma de protegernos frente a aquellos que les gustan romper los mecanismos para ver donde se esconde la divina inspiración, esa dama hecha, sobre todo, de experiencia: cuanto más se escribe, mejor se escribe.

         Las buenas escritoras sonríen mientras ajustan cuentas y después firman Patricia Highsmit con naturalidad, o hablan de mundos fantásticos sin tener que pasar por friki como Ursula K. Le Guin, o friegan los platos mientras lloran o meten, de pronto, la cabeza en el horno como Sylvia Plath, o simplemente son geniales y tuercen el idioma para que parezca primigenio y las olas del mar te bañen con su libertad como Virginia Woolf te baña con su prosa, o simplemente se irritan o simplemente viven por encima de sus posibilidades y beben licores carísimos y no ahorran en palabras, pero tampoco las desperdician. O beben agua cristalina acariciada por el viento gris. Las escritoras, más que nunca, somos peligrosas y hablamos de lo innombrable y  derrochamos libertad.

         Por eso las escritoras somos tan felices, porque hacemos en cada momento lo que nos da la gana, porque sabemos estar calladas todo el tiempo que haga falta hasta que captamos ese detalle necesario y valiosísimo que nadie sabe que estamos buscando, porque es inconfesable nuestra aventura y somos capaces de subirnos a los árboles para liberar globos enredados. Para dar la libertad, porque eso es escribir: regalar generosamente la osadía de ser cada vez más libres, como una pastorcica sola y sin miedo por el bosque de los melocotoneros. Porque hacemos lo que tenemos que hacer sin dar ruido. Y eso, queridos míos, le pese a quien le pese, será el próximo gran capítulo en la historia de la literatura.









sábado, 12 de enero de 2019

Leer



En una ocasión leí un cuento que me llenó de un recóndito placer poco valorado hoy en día: la sensatez. Se trataba de la historia de un hombre que vivía apartado de todos y cuya única riqueza era una maleta con unos poco libros. Llegó hasta su casa otro hombre, seguramente un turista buscando nuevas experiencias, y le asombró que ese hombre que conocía sus límites poseyera solamente una treintena de ejemplares. El hombre sensato le contestó que para qué quería más, que nadie en su sano juicio puede leer mucho más de treinta libros a lo largo de su vida, y comprenderlos. Seguramente se trataba de un cuento de Borges que me complació y agradó, pero ahora no recuerdo el título y no puedo buscarlo. Si alguien sabe algo de él que se ponga en contacto conmigo, por favor. Quisiera volver a leerlo por lo menos veinticinco veces más. Es que a mí no me gusta leer sino releer. Y hay noches que ese cuento me viene a la cabeza y lucha por subsistir una vez más, pero la memoria me juega una mala pasada y amanezco con el título en mis labios sin poder pronunciarlo. ¿A que parece una maldición borgiana?

         A principios de año todo el mundo elabora listas de los libros que quiere leerse y algunos llegan a la centena, yo, incrédula, lo pongo en duda. ¿De verdad leen tan rápido? Y sobre todo: ¿para qué leen tan rápido? ¿Para ser turistas de la literatura, tal vez? ¿Para no enamorarse de los personajes y no imitarlos en sus acciones y en sus omisiones?, ¿para no ser valientes sino seres repetitivos de algoritmo descifrable con facilidad?

         No sé. Yo amo acariciar los libros, tenerlo en mi regazo, transmitirles mi olor y que ellos me transmitan el suyo. Mi objetivo es que los libros sean más preciados que los anuncios de perfumes, que las leyes injustas, que los que quieren imponernos el alcoholismo de fin de semana y un juego que se llamaba futbol, y que ahora es el mayor entretenimiento y el más caro de los éxtasis.

         Quiero ser esa lectora que se ha leído a lo largo de su vida una treintena de libros bien leídos, y que ha crecido con las historias que transmiten y las formas que han elegido para transmitirlas. Y entre ellos está La Odisea y Mujercitas, y me pierdo en el viaje inagotable y en la inagotable fuente de quien quiere ser, por siempre, escritora, porque este es mi oficio, el que amo tanto, tanto como el teatro de Shakespeare o los poemas de Sofía de Melho. Si me quieres, regálame un libro y un silencio para disfrutarlo.

         Pero hay algo deleitoso en la lectura que abordamos poco: poder charlas después con los amigos sobre lo leído. Yo he leído muchos libros de los que gustan a mis amigos para así estimarlos más y mejor, creo que ellos no han leído tantos libros de los que me gustan a mí. Esa desigualdad… la llevo con cierta frustración apenas apreciada por algún gesto o alguna queja repentina y sin aparente raíz. Y, entonces, hoy me atrevo a pedir un deseo a las Magas de Oriente antes de que se vayan diluidas en el azul empíreo: que mis amigos lean también los libros que a mí me gustan, que aprendan a estimarme.

         Y a mis amigas les pido que sigan las voces de las sagaresas que tienen cerca antes de que se pierda esa realidad curtida y leve a la vez, depositada en el campo frágil de lo oral. Esas voces que se las tragará la prisa de los tiempos, un invento, por otra parte, muy Occidental. Anotad lo que dicen nuestras abuelas, no tendremos otra oportunidad como esta… Y les pido perdón por haber utilizado el imperativo.






sábado, 5 de enero de 2019

El momento justo en que se acaba el habla




Todas las personas llevamos el nacer y el morir dentro y poco importa las formas que queramos darles a nuestras vidas, el destino se encarga del principio y del final sin excusa posible. Por eso me extrañan los radicales que no son capaces de entender la existencia de los otros y piensan que todas las ciudades deben parecerse a la individualista Nueva York. Nosotras no somos de allí, pero tampoco somos del vocerío y la copla sobreactuada. Me entristece el reduccionismo como me entristecen las gentes que quieren simplificar el  diccionario y quieren hacer sinónimas palabras que a todas luces no significan lo mismo. No, no es lo mismo violencia de género que violencia doméstica.

         Si las feministas se han encargado de algo es de luchar contra el destino impuesto por los que no quieren limpiar su propia basura. Claro, si no friegas los platos tienes más tiempo para cultivarte e introducirte en la alta cultura, esa refinada pertenencia a lo extra-brillante.

         Los ricos se molestan cuando ven a los que fueron pobres entrar en sus restaurantes caros, los blancos miran de soslayo a los negros y hay quienes no soportan que las mujeres respiren en libertad: esto último se llama misoginia. Así atardece cada día, bañando el rosado del cielo los barrios marginales donde las cuentas se ajustan severamente. ¿Quién piensa en las niñas del extrarradio?, ¿qué partido político ha escuchado las voces de lo que se llama bolsas de pobreza?, ¿han pensado con seriedad lo que estamos haciendo con ese capital humano?

         Amanece lentamente y una legión de mujeres sube hacia los barrios altos a limpiar, “¡Cuántas artistas se está perdiendo el mundo del espectáculo por culpa del trabajo!”, diría mi amiga Carmela López Román. Y así y todo cantan, con unas voces deliciosas, sin pegar gritos ni ser transmitidos sus cantos por televisión. Si no tuviéramos la idea de jerarquía como modelo a seguir, si de verdad actuáramos en red nos ahorraríamos muchos fármacos que no son más que venenos para adormecer cualquier sed de placer y dignidad.

         Y ahora para colmo llegan los que quieren ser medida de todas las cosas, los que desean acabar con la palabra razonada, ese incipiente brote que había surgido entre la hora del deber ser y la feria continua. Y quieren que sus significados imperen manchando la sosegada luz que administran las garzas.

       Son épicos y huraños, desconocedores de la paz del alma y provocadores sin límites éticos. Ha llegado la burda mano llena de la ponzoña de la mentira. Debemos estar preparadas. Han llegado, y se han colado por la rendija producida en el momento justo en que se acaba el habla. Así que hablemos nosotras, las personas de bien. Hablemos de la miseria y de la posibilidad de contener los plásticos, hablemos de las luces extravagantes y del dinero veloz y derrochón. Hablemos de nuestros cascos antiguos que no se parecen a Nueva York y sus costumbres. Hablemos de la posibilidad de que todas seamos artistas. Hablemos de cómo nos emborrachan con la sub-cultura del alcohol y las pantallas refulgentes. Hablemos de las bellas hojas de los magnolios, casi enceradas, que parecen esculpidas y son tan resistentes como la rebeldía que no debemos abandonar ni un instante, porque si no, en ese momento, penetra el discurso del insolente y atrabiliario señorito a caballo.