Cuando
llegaba la hora de la merienda a los niños y niñas de antes se les daba un
trozo de pan con aceite y azúcar y nos íbamos alegres a seguir jugando. No sé
cuándo llegó la hora de la sofisticación y se sustituyó la sencillez por la
bollería industrial. Es la época del inicio de las falsas necesidades, la hora
en que irrumpió la televisión y nos llenaron la cabeza de chaladuras y de
mentiras.
Nuestra televisión estaba siempre rota,
nos la hizo un boxeador que trabajaba en la electricidad y solamente veíamos
listas y listas. Se rompía cuando más la necesitamos, como aquel 30 de Abril de
1984 en que echaban el último capítulo de la serie Santa Teresa de Jesús
realizada por la directora Josefina Molina. Así que mi madre y yo nos tuvimos
que ir en medio de la oscuridad de la noche a casa de mi tía María López
Gallego a ver el final de la historia.
Para nosotras la monja escritora estaba
llena de poder y heroísmo, un heroísmo que, sospechábamos, estaba envuelto en
cierta inutilidad; como si nos hubieran creado la necesidad de la abnegación y
de hacer complicado lo que no lo es. Aquella noche rodeada de oscuridad y
silencio vimos el capítulo en que muere la Santa con una devoción forzada por
la incomprensión de muchas de sus palabras y sus actos. Y por la ilogicidad que
tuvieron los que decían quererla repartiéndola en trozos por Roma y Alba de
Tormes entre otros lugares. Cuando acabó el capítulo nos quedamos con un
silencio lúcido como si hubieran llenado nuestro corazón de cierto relativismo
que se agarra a la vida porque es hermosamente vida.
Desconfío del sentido de sacrificio, de
la humildad impuesta, de todo ese lenguaje de sometimiento con el que parecen
congraciarse los ejercientes del sadismo. “Hemos venido a este valle de
lágrimas a sufrir”, nos decían mientras cosíamos y nos podaban la rebeldía. Yo
creo que hemos venido a este mundo a jugar con la claridad de las aguas de las
fuentes. Esto no es óbice para que no me acerque, de vez en cuando, a los
textos de la religiosa y aprecie sus metáforas cocineras, metáforas de lo concreto.
Pero tengo que tragar saliva sabiendo que está esparcida en reliquias como una
muñeca a la que le descuajeringaran los brazos, las manos, los dedos, las
piernas, el ojo… Como si todos los que la rodeaban quisieran impedirle una
identidad completa. ¿Qué necesidad había?
Sí, ¿qué necesidad tenemos de los
relatos apremiantes y luctuosos, de la falsa épica, de la falsa conciencia?
¿Qué necesidad tenemos de seguir imitando las voces de la dictadura que como
vetas de autarquía se cuelan en el presente? ¿Qué necesidad de manchar la
bondad, la buenas palabras, con la trascendencia vana y sin frontera? ¿Qué
necesidad se otorga el hombre para hablar en nombre del martirio? ¿Por qué no
nos dejan en paz con este tránsito constante que va del recuerdo del miedo al
control moderno y vigilante? ¿Es que le vamos tener que dar la razón a Yuval Noah
Harari cuando habla de la posibilidad de que nos hackeen el cerebro?
No, y decir no se ha convertido en la
mayor traición, no quiero que me creen más falsas necesidades. Ni la espiritualidad
puede ser dolor ni sombra de dolor ni las meriendas pueden estar tan
contaminadas. Vuelvo al pan moreno con aceite y me acojo al silencio descreído
de aquella noche en que mi madre, mi tía y yo nos dimos cuenta de que para ser
mujer no hay que sufrir tanto.