domingo, 27 de septiembre de 2015

La máquina de escribir



Para escribir una novela como Dios manda había que tener una máquina de escribir. La primera que conseguí era la de un chófer que trabajaba con mi padre, se llamaba Manolo, y tuvimos que ir por ella a su casa a las tantas de la noche debido a la perrera que me entró y el disco rayado en que me convertir volviendo loca a mi madre: “Mamá yo quiero una máquina de escribir, Mamá yo quiero una máquina de escribir, Mamá yo quiero una máquina de escribir.” Así hasta que mi madre, desesperada, dijo: “Paco, vamos a ir por la máquina de Manolo que la niña no nos va a dejar dormir esta noche.” Y fuimos. El caso es que tampoco durmieron mucho, pues me pase toda la noche tecleándola hasta que, hartos ya de escucharme, tuve que conformarme con abrazarla.

Pero Manolo se tuvo que llevar su máquina, menos mal que apareció mi tío Pedro con una Olivetti 90 que sació todos mis sueños y fantasías, para colmo, al pasar los años, le pudimos comprar un pie en una tienda que estaban quitando y por eso nos costó casi nada. Aquella máquina fue el mejor piano de mi vida. ¿Dónde estará ahora?

Cuando me fui a Granada a estudiar la especialidad de Filología Francesa necesitaba una máquina para entregar los trabajos que debíamos hacer en clase de literatura y crítica literaria. En los tres primeros años comunes, que estudié en Málaga, sólo me hablaron muy levemente de Santa Teresa de Jesús y de Rosalía de Castro, también de la pesada Cecilia Bölh de Faber. Afortunadamente con la especialización llegaron Marguerite Duras, la Yourcenar o Natalie Sarraute y mi propia máquina de escribir, mi portátil azul que desapareció en una mudanza.


Pero desde dónde escribir, ¿dónde situar aquella máquina?, ¿cuál sería mi perspectiva?, ¿la del gusano como la del limpiabotas de Gilda? Pensé mucho en ello tendida en mi cuarto de estudiante mientras fumaba cigarrillos para parecer más mayor. De pronto encontré el punto geográfico exacto desde donde debía narrar, debía luchar contra el androcentrismo existente y que la vida y la literatura fuera más plural, variada, con otros colores. Entonces me fui con una compañera de piso a la Plaza de los Lobos y le pedí que me tomara una fotografía sobre uno de los hitos que rodeaba la fuente. Decidí, en 1987, que escribiría por encima de los simbolismos fálicos, por lo alto de las historias machistas, que impondría mi versión con la decisión de una americana que se acabara de bajar de un avión y se dispusiera a narrar con la avidez de una reportera valiente. Después me fui a mi casa, me tendí sobre mi cama, me puse a fumar para hacerme la interesante y empecé a imaginar los libros que iba a escribir. Nunca he arrugado un folio, he hecho una pelota y la he tirado en la papelera, cuando comienzo algo sé adónde voy, soy muy ahorrativa, nunca he desperdiciado papel, los mundos que describo los tengo antes, perfectos y sosegados, en mi cabeza rebelde.



Plaza de los lobos. Granada 1987.





domingo, 20 de septiembre de 2015

Cine



            Una tarde, estábamos viendo la televisión en familia y mi padre, de pronto, se levantó y señalando la pantalla dijo enfadado a la vez que alzaba la voz: “Apaga esa mierda, se ve a la legua que esa película es mentira.” Nosotros nos quedamos extrañados, casi sobrecogidos. De nuevo, mirando la imagen que en ese momento se veía, una llanura amarilla, añadió: “Ese campo no está segao a mano, que lo han hecho con maquinaria”. Mi hermano y yo nos miramos sin saber aún qué pensar. “De sobra se sabe que en la época que cuentan esa historia no había segadoras. Todo es falso”. 

             Descubrimos entonces que mi padre había errado su profesión, que lo de ser camionero era una simple anécdota en su vida, que dónde verdaderamente hubiera roto la pana era como crítico cinematográfico. Hay que añadir que él estaba muy ligado al mundo del cine, siempre dijeron que se parecía a Marlon Brando, la verdad es que era más guapo que Marlon Brando, y no crean ustedes que me ciega el amor de hija. Cuento la realidad, él llevaba con mucha más elegancia que el divo americano las camisetas blancas de tirantas.

            El caso es que desde aquella tarde nos dio por fijarnos si a las chumberas de los westerns le habían quitado los higos con navaja o tijera, si los que cantaban en los musicales eran los actores u otros que por detrás les ponían sus voces (fue así como descubrimos el playback) y si los pozos de petróleo eran verdaderamente de petróleo o habían tintado el agua para que se pareciera al combustible. También creíamos que había truco en Cuando ruge la marabunta, que se habían pasado sacando tantas hormigas y que era excesivo el protagonismo de los blancos en Lo que el viento se llevó, incluso sopesamos la posibilidad de que los negros no fueran negros de verdad y se hubieran coloreado la piel con un corcho quemado. También, he de decirlo, nos parecieron superficiales las observaciones de los tertulianos del programa La clave frente a las sutiles apreciaciones de mi padre.  En fin, que empezamos a dudar del cine y su entorno, de hecho nadie de mi familia es cinéfilo.

            Hoy se lleva decir que para ser un hombre o una mujer de nuestro tiempo hay que saber mucho del séptimo arte, yo no estoy de acuerdo con eso. Mi padre, como diría León Tolstói, “conversaba sencillamente y bien, aborrecía la originalidad en todos sus aspectos y se hallaba instruido en cosas del gran mundo.” Así, así es como me gustan a mí los hombres y las mujeres, como Alfredo Landa, que para mi padre era un actorazo, superior incluso a Terence Hill y Bud Spencer; como Charo López que sabría darle la réplica al mismísimo Fidel Castro, que no era actor pero, que al fin y al cabo, hacía monólogos, que es la pobreza máxima que se puede dar en el cine, hablar y hablar uno solo, eso pensábamos en mi casa. Así de natural y tranquila me gustan a mí las personas, como un boxeador, como una taquillera que domestica su claustrofobia… que cuando se baja del ring, que cuando sale de su cuartito de las entradas es una más entre la gente. Vaya como un político que en horas de tajancia y raciocinio duro se pusiera a bailar con ganas sin importarle las risas ni tener miedo al ridículo. ¡Miedo! El miedo no existe. Todas las pistolas son de juguete en el cine.


Lo que pasa es que vivimos en una sociedad que no sabe diferenciar la ficción de la realidad debido a los análisis frívolos que se han hecho de las obras de arte: no hay un cuerpo crítico que nos haya guiado hacia la verdad. Vivimos en un mundo donde los niños tienen cincuenta y siete años como en la película Mi casa en París, que por cierto originariamente se titula My old Lady,  y es que en España no somos honestos con las traducciones, nadie sabe muy bien por qué. Tal vez sea porque nos gusta rizar el rizo para confundir aún más, y mira que el cine confunde ya de por sí, porque el cine, Señoras, está lleno de mentiras.