domingo, 29 de noviembre de 2015

Ejemplo



        Yo estoy muy tranquila cuando no escribo, sobre todo porque sé que la maquinaria de la escritura no se para nunca y hay mujeres como Nuria Amat que todos los días cumplen con su oficio, como Rosa Regàs que nos contó su Viaje a la luz del Cham cuando nadie hablaba de Siria, como Laura Freixas que exhaustivamente analiza la producción literaria de las creadoras, como Carmen Frías y su obra Ora pro nobis, como Elena Medel que tiene una editorial para seguir dando aliento, como Remedios Zafra y sus reflexiones filosóficas, como Marina Mayoral. Me voy muy tranquila a pasear por los alrededores de la Mezquita y ejercito mi conocimiento en idiomas guiando a extranjeros y extranjeras despistados. Sé que mientras yo descanso alguna otra me ha tomado el relevo y el gran libro de las que aman las letras, gracias a eso, es infinito.

            Dice Nuria Amat en su libro Escribir y callar que “La vanguardia no está en el contenido ni en la forma. Se ha situado en el gesto.” Estoy de acuerdo con ella, después de tantas corrientes e ismos, para mí, lo novedoso radica en el ejemplo, en la actitud moral de la escritora, en la página libre de faltas ortográficas, en la trama que acoge por igual a personajes masculinos y femeninos, en la ausencia de corruptelas y ansias de trepar como idea de triunfo. Se trata pues de una educación creativa que multiplica temas y se hace acogedora porque las palabras no son impositivas.

Dice Victoria Camps en su libro Creer en la educación que “los alumnos retienen más de la manera de ser y de hacer de los adultos que los contenidos que les hayamos querido transmitir”. De algo de eso hablaba también Fernando Fernán Gómez refiriéndose al mundo de los actores y cómo el teatro es antes que nada fuente de libertad.

Conocí en una ocasión a una mujer que la llamaban la Ejemplita porque su madre siempre que hablaba de ella decía: “Mi hija es un ejemplo en los estudios, mi hija es un ejemplo en la costura, mi hija es un ejemplo en la cocina”. Pues bien,  a este ejemplo de persona en una ocasión la dejaron a cargo de unos niños, y cuando llegó la hora de comer en vez de darle el puré de verdura que les tocaba se confundió y les endiñó un bote de mostaza, desde entonces le pusieron el mote por la que era conocida en todo el pueblo. Quiero decir con esto que todos somos humanos y nos equivocamos. La democracia es eso: corregirnos los unos a los otros con amabilidad.

Y la literatura, la pasión por la literatura, es una manera de crecer sin empujar a nadie, como si pasearas por un laberinto ameno que te lleva al reconocimiento de las buenas dimensiones, las que nos definen como personas. Así de grandes y pequeñas somos las escritoras. Y si hay algo que define a este siglo es la cantidad creciente de mujeres que escriben, por ejemplo.








domingo, 22 de noviembre de 2015

Capital



            Me estoy aprendiendo Madrid de memoria, amorosamente, lo mismo que me aprendí el Albaicín o el laberinto de la Judería de Córdoba, igual que me paseé en tranvía por las calles de la vieja Bruselas buscando la unidad de Europa. Ya sé ir a la Plaza de Santa Ana, al antiguo Matadero, ya sé pasear por el Retiro y coger atajos para llegar antes al Museo Lázaro Galdiano. Ya voy en metro sin mapa que me oriente o como en Lavapiés para que me salga más barato.

            Esa vieja dama que es la capital de España respira fatigada por la contaminación mientras el fantasma de los Pink Martini sigue tocando en la sala Riviera. Ese Madrid abrupto donde hay tantos locales con los servicios en el sótano y hay que bajar una estrecha escalera que desprecia a las personas con diversidad funcional. Ese sumidero resplandeciente adonde llegamos con tantas ilusiones las gentes de provincias.

Mi bisabuela Josefa fue en una ocasión a Madrid cuando su hija Paquita se embarcó en la gran idea de meterse en la orden de las hermanas de San Vicente de Paul, y fue a la gran ciudad a despedirse de ella antes de que la joven se fuera de misión a México. No le sorprendieron los grandes angelotes de la Puerta de Alcalá ni el bullicio de las tiendas ni las puertas inmensas por donde pasan sólo humanos. Nada de eso la achicó. Lo que le contó a mi madre a su regreso fue aún más grande, le dijo: “Agustina, no te lo vas a creer, pero en el hotel me han puesto un huevo frito sin aceite.”

 En Madrid parece que nace todo, en Madrid decae la tarde manchada del humo excesivo de los coches. Esa es la hora en que añoro el océano y me escondo en el Museo Naval o camino despacio por Malasaña simplemente porque me gusta esa palabra.

            ¿Por qué no nos ha dicho ningún articulista que en la Gran Vía han abierto una tienda inmensa, la más grande de nuestro continente, y las familias hacen cola expectantes? ¿Por qué no nos han dicho que esa cola da la vuelta a toda la manzana como si fuera un cinturón de desasosiego, un cinturón de ansiedad por la compra? Melancólicamente me pregunto dónde está Larra. Ya no existe el sentido de la medida y la causa de la espera. Ese espectáculo me ha llamado la atención más que el 15M, tal vez porque es la evidencia carnal de que somos un país de consumidores. Tal vez esa sea la razón por la que, desvalidos y minimizados, esperamos que nos lluevan los candidatos desde el lugar lejano, y somos una masa gris que no tiene paciencia para construir despacio algo entre iguales, algo donde la voz de los cercanos sea escuchada porque va a tratar de lo que conocen. Pero no, ¿para qué vamos a hacernos ilusiones? Ya se sabe, las grandes campañas publicitarias crean su propaganda en la unidad central y son los que están próximos al núcleo los que eligen las figuras de la temporada.

            Tal vez nos iría mejor si en vez de leer Juego de tronos tuviéramos como libro de cabecera ¿Qué es la política? de Hannah Arendt, pero claro, la Arendt es menos comercial.

           
Exposición La ciudad en viñetas. Obra de las Hermanas Pacheco.


La exposición se puede ver en la 4ª Planta del Palacio de Cibeles.











domingo, 15 de noviembre de 2015

La vida




                     Siempre he admirado quien en medio del alboroto es capaz de seguir con su tarea, cumplir con su oficio artesanal, atender el proyecto en que se embarca sin alharacas ni efectismos. A la que no le tiembla el pulso en medio del revuelo, al que construye con idéntica energía desde el principio hasta el final,  siempre he admirado a los hombres y mujeres de paz y sosiego.

            Hay un artículo de Susana Reisz que me gusta releer, se titula “Estéticas complacientes y formas de desobediencia en la producción femenina actual: ¿es posible el diálogo?” Frente a cualquier dicotomía suelo coger el camino de en medio, me gusta lo entreverado, ni las voces ni el mutismo, la alegría de construir un yo civilizador, de una escritura suave y constante como la bella lluvia tras los cristales de un café de París.

            El París que llaman la ciudad de la luz, el París de la joie de vivre, de Victor Hugo y de Colette, de  las canciones que siguen conservando aún mensaje y no ruido, el Paris de los libros, el que lleva en su ánimo la fuerza de la libertad, la igualdad y la fraternidad y los paseos interminables que dio por sus calles Cortázar.

            Siempre ando por la vereda de en medio, por donde me enseñó a transitar Proust, quien me cobijó entre sus personajes y me hizo hermosa y digna. Siempre ando con libertinos como Rabelais o señoras que no dejan que las maneje nadie como la Duras, escuchando las palabras que no son ni demasiado altas ni demasiado bajas, que guardan la proporción de una caja fuerte escondida en el corazón de la que se decide a decir sin aspavientos. Me gustan las historias de François Bourgeon, los itinerarios de los jardines y bosques que frecuentan los enamorados y la melodía del acordeón sin amplificador.

            En estos tiempos que tanto se vocifera, tal vez deberíamos todos rendirnos a la evidencia de que somos personas verbales o no somos, y deberíamos escoger entre las palabras aquellas que, como agua clara, nos enseñaran la paz, eso sólo pueden hacerlo los humanos, no los dioses. Deberíamos empeñarnos, con la mano calma, y escribir nuestros deseos de serenidad para siempre, y un futuro para los niños y las niñas, y, ya de camino, que el hogar sea propicio y acogedor con nuestros mayores. Deberíamos empeñarnos más que nunca en ser una Europa unida. Y amar París como se ama a las amantes que han sido ultrajadas, con mimo consolarla para que pronto se muestre como es.





            

domingo, 8 de noviembre de 2015

La France



Cruzamos la frontera de Francia, fuimos hasta Valence, paseamos por Montélimar, compramos turrón. Respiramos el aire de las montañas de Vercors, visitamos el castillo de Montboucher-sur-Jabron, buscamos a los amigos en Bour-de-Péage. Pero ya cansados de tanto reencuentro y tanta tierra que guardaba emociones tan vivas decidimos, ya que estábamos allí, coger un tren y subir hasta París.

            Dormimos en la misma habitación los cuatro, tenía enmoquetado todo el suelo y eso nos pareció delicioso a mi hermano y a mí, era como un mar doméstico. Mis padres se dejaban guiar por nosotros, yo ya tenía el Graduado Escolar, y ellos creían que lo sabía todo: las capitales de Europa, cómo tiene una que comportarse en la mesa y los ríos y sus afluentes, las estrellas del espacio inmenso, las leyes del bien y el mal, las distintas constelaciones que duermen en la negritud del cielo nocturno y fragmentos memorizados del Quijote, por poner un ejemplo, también la tabla periódica.

            Me encantaron los croissants de la estación de Austerliz, comentamos entre nosotros cómo la gente se relaciona en las noches de viaje, cómo nacen parejas espontáneas en las conversaciones de los wagones. Dijimos “ya estamos aquí, ahora qué”, entonces todos me miraron; fui a hablar con el recepcionista del hotel y le pregunté dónde estaba el Museo del Louvre, salió a la puerta y nos lo indicó con una postura elegante como si fuera bailarín. Mi hermano se hizo cargo del mapa del metro, para él se trataba de un jeroglífico, tenía cualidades de geógrafo. Ellos confiaban en lo que habíamos aprendido en la escuela, nosotros confiábamos en sus años. Juntos caminábamos los cuatro.

            Vimos cuadros, estatuas inacabadas, nos montamos en un barco que nos llevó por el Sena, comimos a las doce porque es la hora que comen los franceses y a las dos porque es la hora que se come en España, eso decía mi padre, que no quería saltarse ninguna costumbre. La ciudad era un inmenso merengue, Notre Dame la iglesia más bella del mundo, permanecimos boquiabiertos escuchando sus campanas.

            Vimos tantas cosas… Pero de pronto surgió la excelencia, la belleza sobre las bellezas, inesperadamente, en la rue de Rivoli, en una terraza, una mujer tomaba el sol mientras leía el periódico, sobre la mesa tenía una copa de pastís. Yo nunca había visto una mujer sola en una cafetería y además leyendo. Me pareció el no va más, frente a ella la Torre Eiffel era cuatro hierros mal ajustados, la luz de la sonrisa de la Gioconda por fin quedaba explicada. Sus piernas hermosas, su gesto desenfadado, el periódico inmenso. Quise ser ella.

            No conocía a Simone de Beauvoir, con el tiempo comprendí que esa mujer estaba allí gracias a ella. Desde entonces, cuando me siento activista a no poder más, me compro Le Monde y leo sola en una terraza mientras recuerdo el bien recibido gracias a aquella persona, saboreo cada sorbo que doy a mi copa como si fueran los artículos de un pacto que señalara la preocupación del Estado por las que sufren, y le agradezco a aquella figura que permanece en mí como una luminosidad incandescente lo que hizo aquel día: leer, simplemente leer, leer sola en un bar, saber estar sola en medio de todos, dueña de sí misma y su lectura, dueña de sí misma.

            Este sábado me voy a tomar un pastís en el Círculo de Bellas Artes, pero antes iré a la manifestación Contra las violencias machistas, porque desde que vi aquella mujer rodeada por el aura de su libertad soy exquisitamente feminista, como todas. Pero está vez compartiré mi experiencia con mis amigas… y con los amigos que me quieran acompañar.


Cuando ustedes lean este artículo el día 7 ya será Historia



domingo, 1 de noviembre de 2015

El televisor



Amábamos los libros, amábamos el saber, respetábamos la palabra sobre todas las cosas. Algunas noches de invierno, mientras mi madre cosía y mi hermano comía castañas, nos sentábamos alrededor de la mesa redonda y leíamos poemas, leíamos por turnos y todos teníamos que participar. Utilizábamos para ello los manuales de literatura de la escuela y hacíamos, sin saberlo, nuestra propia antología.

Mi padre
Nos gustaban tanto los libros que mi padre tomó la costumbre de fotografiarse leyendo, y nos parecía que tener gafas de cerca era como conseguir una medalla por tanto trabajo cumplido y tantas páginas leídas. Así que empezamos a posar como si fuéramos monjes medievales concentrados en su pupitre u orgullosos universitarios licenciados en Cambridge o simplemente acariciábamos las portadas, rozábamos las hojas, con la reverencia cercana que se mira a un buen amigo.

Mi hermano recitaba Ya se murió el burro hasta que nos volvía locos de tanto repetirlo, a mi madre le gustaban los poemas de Bécquer, mi padre siempre quería saber cosas de la guerra y por eso se compró Los cipreses creen en Dios, conociendo a Gironella más de lo que yo imaginaba. Mi abuela se sabía de memoria algún romance y mi bisabuela nos ilustraba con chascarrillos diversos. Yo era la directora de orquesta, la que les decía cuando tenía que intervenir cada uno, la que amaba todas las palabras, incluso las feas.

Mi padre
Y estábamos tan felices con nuestras castañas cocidas, nuestras batatas asadas, nuestra compota de membrillo cuando llegó Andrés a nuestras vidas y nos vendió un televisor y nos contó todas sus hazañas pugilísticas, es que había sido boxeador y emigrante en la fría Alemania. Entonces se abrieron las noches al teatro, y teníamos profundas tertulias sobre lo que es ser bueno o malo, y muchas veces nos acostábamos con el corazón encogío por esas imágenes en blanco y negro que vinieron a sobresaltarnos tanto, como cuando pusieron El malentendido de Albert Camus, interpretada por Charo López y que nos impresionó tanto tanto.

Y la televisión trajo también el Gordo y el Menuillo que hacía  que a mi hermano se le saltaran las lágrimas de risa, y Manolo Escobar con esas canciones tan apreciadas por mi bisabuela, y películas como La calumnia  interpretada por Shirley MacLaine y Audrey Hepburn, escrita por la valiente Lilliam Hellman, que acrecentaba mi miedo al ser consciente yo de que algo raro me estaba pasando a lo que no sabía ponerle nombre, entre otras cosas porque no había ninguna imagen bella a la que acogerse y sólo sentía miedo, menos mal que el aparato era un cachivache hecho de piezas reutilizadas donde sólo se percibía la vida en gris, luego no podía ser muy de fiar. Menos mal que estaban los libros, que eran tiernos, y estaban llenos de matices, menos mal que estaba el laberinto de la literatura y esa costumbre mansa de hacernos fotos leyendo.

Mi padre posando con mi primera novela
Mi madre leyendo El rumor