domingo, 1 de noviembre de 2015

El televisor



Amábamos los libros, amábamos el saber, respetábamos la palabra sobre todas las cosas. Algunas noches de invierno, mientras mi madre cosía y mi hermano comía castañas, nos sentábamos alrededor de la mesa redonda y leíamos poemas, leíamos por turnos y todos teníamos que participar. Utilizábamos para ello los manuales de literatura de la escuela y hacíamos, sin saberlo, nuestra propia antología.

Mi padre
Nos gustaban tanto los libros que mi padre tomó la costumbre de fotografiarse leyendo, y nos parecía que tener gafas de cerca era como conseguir una medalla por tanto trabajo cumplido y tantas páginas leídas. Así que empezamos a posar como si fuéramos monjes medievales concentrados en su pupitre u orgullosos universitarios licenciados en Cambridge o simplemente acariciábamos las portadas, rozábamos las hojas, con la reverencia cercana que se mira a un buen amigo.

Mi hermano recitaba Ya se murió el burro hasta que nos volvía locos de tanto repetirlo, a mi madre le gustaban los poemas de Bécquer, mi padre siempre quería saber cosas de la guerra y por eso se compró Los cipreses creen en Dios, conociendo a Gironella más de lo que yo imaginaba. Mi abuela se sabía de memoria algún romance y mi bisabuela nos ilustraba con chascarrillos diversos. Yo era la directora de orquesta, la que les decía cuando tenía que intervenir cada uno, la que amaba todas las palabras, incluso las feas.

Mi padre
Y estábamos tan felices con nuestras castañas cocidas, nuestras batatas asadas, nuestra compota de membrillo cuando llegó Andrés a nuestras vidas y nos vendió un televisor y nos contó todas sus hazañas pugilísticas, es que había sido boxeador y emigrante en la fría Alemania. Entonces se abrieron las noches al teatro, y teníamos profundas tertulias sobre lo que es ser bueno o malo, y muchas veces nos acostábamos con el corazón encogío por esas imágenes en blanco y negro que vinieron a sobresaltarnos tanto, como cuando pusieron El malentendido de Albert Camus, interpretada por Charo López y que nos impresionó tanto tanto.

Y la televisión trajo también el Gordo y el Menuillo que hacía  que a mi hermano se le saltaran las lágrimas de risa, y Manolo Escobar con esas canciones tan apreciadas por mi bisabuela, y películas como La calumnia  interpretada por Shirley MacLaine y Audrey Hepburn, escrita por la valiente Lilliam Hellman, que acrecentaba mi miedo al ser consciente yo de que algo raro me estaba pasando a lo que no sabía ponerle nombre, entre otras cosas porque no había ninguna imagen bella a la que acogerse y sólo sentía miedo, menos mal que el aparato era un cachivache hecho de piezas reutilizadas donde sólo se percibía la vida en gris, luego no podía ser muy de fiar. Menos mal que estaban los libros, que eran tiernos, y estaban llenos de matices, menos mal que estaba el laberinto de la literatura y esa costumbre mansa de hacernos fotos leyendo.

Mi padre posando con mi primera novela
Mi madre leyendo El rumor