Amábamos
los libros, amábamos el saber, respetábamos la palabra sobre todas las cosas. Algunas
noches de invierno, mientras mi madre cosía y mi hermano comía castañas, nos
sentábamos alrededor de la mesa redonda y leíamos poemas, leíamos por turnos y
todos teníamos que participar. Utilizábamos para ello los manuales de
literatura de la escuela y hacíamos, sin saberlo, nuestra propia antología.
Mi padre |
Nos
gustaban tanto los libros que mi padre tomó la costumbre de fotografiarse
leyendo, y nos parecía que tener gafas de cerca era como conseguir una medalla
por tanto trabajo cumplido y tantas páginas leídas. Así que empezamos a posar
como si fuéramos monjes medievales concentrados en su pupitre u orgullosos
universitarios licenciados en Cambridge o simplemente acariciábamos las
portadas, rozábamos las hojas, con la reverencia cercana que se mira a un buen
amigo.
Mi
hermano recitaba Ya se murió el burro
hasta que nos volvía locos de tanto repetirlo, a mi madre le gustaban los
poemas de Bécquer, mi padre siempre quería saber cosas de la guerra y por eso
se compró Los cipreses creen en Dios, conociendo
a Gironella más de lo que yo imaginaba. Mi abuela se sabía de memoria algún
romance y mi bisabuela nos ilustraba con chascarrillos diversos. Yo era la
directora de orquesta, la que les decía cuando tenía que intervenir cada uno,
la que amaba todas las palabras, incluso las feas.
Mi padre |
Y
estábamos tan felices con nuestras castañas cocidas, nuestras batatas asadas,
nuestra compota de membrillo cuando llegó Andrés a nuestras vidas y nos vendió
un televisor y nos contó todas sus hazañas pugilísticas, es que había sido
boxeador y emigrante en la fría Alemania. Entonces se abrieron las noches al
teatro, y teníamos profundas tertulias sobre lo que es ser bueno o malo, y
muchas veces nos acostábamos con el corazón encogío por esas imágenes en blanco
y negro que vinieron a sobresaltarnos tanto, como cuando pusieron El malentendido de Albert Camus,
interpretada por Charo López y que nos impresionó tanto tanto.
Y
la televisión trajo también el Gordo y el
Menuillo que hacía que a mi hermano se le saltaran las lágrimas de risa,
y Manolo Escobar con esas canciones tan apreciadas por mi bisabuela, y películas
como La calumnia interpretada por Shirley MacLaine y Audrey
Hepburn, escrita por la valiente Lilliam Hellman, que acrecentaba mi miedo al
ser consciente yo de que algo raro me estaba pasando a lo que no sabía ponerle
nombre, entre otras cosas porque no había ninguna imagen bella a la que
acogerse y sólo sentía miedo, menos mal que el aparato era un cachivache hecho
de piezas reutilizadas donde sólo se percibía la vida en gris, luego no podía
ser muy de fiar. Menos mal que estaban los libros, que eran tiernos, y estaban
llenos de matices, menos mal que estaba el laberinto de la literatura y esa
costumbre mansa de hacernos fotos leyendo.
Mi padre posando con mi primera novela |
Mi madre leyendo El rumor |