domingo, 8 de noviembre de 2015

La France



Cruzamos la frontera de Francia, fuimos hasta Valence, paseamos por Montélimar, compramos turrón. Respiramos el aire de las montañas de Vercors, visitamos el castillo de Montboucher-sur-Jabron, buscamos a los amigos en Bour-de-Péage. Pero ya cansados de tanto reencuentro y tanta tierra que guardaba emociones tan vivas decidimos, ya que estábamos allí, coger un tren y subir hasta París.

            Dormimos en la misma habitación los cuatro, tenía enmoquetado todo el suelo y eso nos pareció delicioso a mi hermano y a mí, era como un mar doméstico. Mis padres se dejaban guiar por nosotros, yo ya tenía el Graduado Escolar, y ellos creían que lo sabía todo: las capitales de Europa, cómo tiene una que comportarse en la mesa y los ríos y sus afluentes, las estrellas del espacio inmenso, las leyes del bien y el mal, las distintas constelaciones que duermen en la negritud del cielo nocturno y fragmentos memorizados del Quijote, por poner un ejemplo, también la tabla periódica.

            Me encantaron los croissants de la estación de Austerliz, comentamos entre nosotros cómo la gente se relaciona en las noches de viaje, cómo nacen parejas espontáneas en las conversaciones de los wagones. Dijimos “ya estamos aquí, ahora qué”, entonces todos me miraron; fui a hablar con el recepcionista del hotel y le pregunté dónde estaba el Museo del Louvre, salió a la puerta y nos lo indicó con una postura elegante como si fuera bailarín. Mi hermano se hizo cargo del mapa del metro, para él se trataba de un jeroglífico, tenía cualidades de geógrafo. Ellos confiaban en lo que habíamos aprendido en la escuela, nosotros confiábamos en sus años. Juntos caminábamos los cuatro.

            Vimos cuadros, estatuas inacabadas, nos montamos en un barco que nos llevó por el Sena, comimos a las doce porque es la hora que comen los franceses y a las dos porque es la hora que se come en España, eso decía mi padre, que no quería saltarse ninguna costumbre. La ciudad era un inmenso merengue, Notre Dame la iglesia más bella del mundo, permanecimos boquiabiertos escuchando sus campanas.

            Vimos tantas cosas… Pero de pronto surgió la excelencia, la belleza sobre las bellezas, inesperadamente, en la rue de Rivoli, en una terraza, una mujer tomaba el sol mientras leía el periódico, sobre la mesa tenía una copa de pastís. Yo nunca había visto una mujer sola en una cafetería y además leyendo. Me pareció el no va más, frente a ella la Torre Eiffel era cuatro hierros mal ajustados, la luz de la sonrisa de la Gioconda por fin quedaba explicada. Sus piernas hermosas, su gesto desenfadado, el periódico inmenso. Quise ser ella.

            No conocía a Simone de Beauvoir, con el tiempo comprendí que esa mujer estaba allí gracias a ella. Desde entonces, cuando me siento activista a no poder más, me compro Le Monde y leo sola en una terraza mientras recuerdo el bien recibido gracias a aquella persona, saboreo cada sorbo que doy a mi copa como si fueran los artículos de un pacto que señalara la preocupación del Estado por las que sufren, y le agradezco a aquella figura que permanece en mí como una luminosidad incandescente lo que hizo aquel día: leer, simplemente leer, leer sola en un bar, saber estar sola en medio de todos, dueña de sí misma y su lectura, dueña de sí misma.

            Este sábado me voy a tomar un pastís en el Círculo de Bellas Artes, pero antes iré a la manifestación Contra las violencias machistas, porque desde que vi aquella mujer rodeada por el aura de su libertad soy exquisitamente feminista, como todas. Pero está vez compartiré mi experiencia con mis amigas… y con los amigos que me quieran acompañar.


Cuando ustedes lean este artículo el día 7 ya será Historia