domingo, 25 de diciembre de 2016

La caridad







         La caridad es una señora bullanguera que te quiere liar con su juego, te da lo que no pides y lo que pides se convierte en capricho de resentido. Es maledicente y voraz, va buscando por ahí pobres mutilados, ruinas de ciudades que un día fueron hermosas, mujeres desprovistas de armas para defenderse y les entrega, a todos ellos, el producto de lo que no se llama excelente sino una pseudocomida para aliviar el espíritu de quien da y soliviantar el corazón del que toma.

         Hay miles de recovecos, laberintos y senderos interminables por dónde camina la caridad con su cara de noble entrega antes de coger el camino cierto y despejado de la justicia. Y es que la justicia no interesa a los gobiernos de los enriquecidos. Y sobrevuelan sobre los barrios periféricos las escasas luces que se encienden y se apagan desabridas e incoherentes. Todo fluye para el centro, ese gran cementerio de elefantes donde va a revivirse el capital con su sin fin de compras.

         Gastar, gastar, gastar se ha convertido en el lema sagrado, la moderna voz de la esfinge que se encierra en cada cajero automático. Y  miran desde arriba los adinerados con la certeza absoluta de que la bolsa vence siempre. Por ahí pasea la sombra de Alepo con su blanquecino paisaje, la sombra de África, la sombra de la violencia doméstica y cercana, y la caridad se abastece de esa necesidad como si fuera un monstruo fraternal y falso, salvador de la Guerra de las Galaxias.

         Y la caridad lo inventa todo: la limosna, la compañía, el comedor solidario, las fotografías de la gente que dejamos en la miseria, los premios y los mercadillos. Inventa la hipocresía para estar satisfecha como los señores que juegan con las cartas marcadas.

         Y vence, vence sobre todas las leyes que deberían repartir justicia. Inventa la jerarquía y los gestos extra-educados para marcar distancias. Y lo inventa todo antes de dar su brazo a torcer y hablarnos de tú a tú porque no hay nadie más que nadie.

         Y fallecen, sobre todo fallecen las palabras. Esas historias que no podremos escuchar de los sin techos porque estaban muy atareados sobreviviendo. Esas historias de las niñas y niños de Alepo que nunca veremos llegar al gran recuento de la Literatura, porque la Literatura con mayúsculas no está hecha para quienes aparecen como una ráfaga en nuestro televisor y se van, raudos, hacia la muerte. Esos, esos son los mecanismos de la macrocaridad que tanto satisface a Occidente, como si fuera un multicines con cabida sólo para los finales edulcorados y felices. Y ellos, los otros, los que tanto nos extrañan, muerden sus versos, muerden sus hambres como único refugio.







domingo, 18 de diciembre de 2016

Christmas


Durante mucho tiempo no me ha gustado la palabra “cómplice”, pero he de reconocer que me he ido reconciliando con ella a raíz de la lectura de la novela Deseos de Marina Mayoral. Hoy en día “se usa también para decir que dos personas se entienden bien, participan en algo que puede ser bueno”, dice la autora gallega.

         Las personas somos ilimitadas en nuestras acciones, hasta podemos cambiar el significado de las palabras, eso me parece un milagro. Y cuando contemplo el mundo, obstinado en sus rotaciones, me digo: cómo tanta gente puede caber en un espacio finito; es decir, pienso en el número, en lo medible y comprendo que necesitaríamos una complicidad pacífica que nos liberara de tantas guerras.

         En esta cara del planeta en la que nos preparamos para las comidas de empresa y la purpurina, en la que respondemos rápidamente sin detenernos en la fase de escucha, en la que nos guía el material estresante y la poca devoción por el hablar sereno es maravilloso que podamos convertir palabras y llenarlas de lo bondadoso del idioma. Y si somos así de mágicos y desertamos así, de pronto, de las delincuencias y sus términos por qué no damos un paso más, un salto genético que diría un falso erudito, y construimos un ambiente donde el razonamiento del agua y sus movimientos, de sus corrientes y de su cordura nos lleve a ser aprendices, siempre, felices como aprendices que no cesan.

         Frente a la lógica del enfrentamiento propongo ese saber que no hiere sino que te ama gota a gota y que con ellas, con su constancia, disuelven el mal. Ya sé, son palabras de ilusa, pero en estos días que celebramos la llegada de la luz deberíamos pensar en cómo la dejadez de los estados pueden procurar que, de pronto, nos volquemos hacia la más inhóspita de las decadencias; así que los hablantes, que somos al final los que gobernamos el mundo, deberíamos afanarnos en escoger las palabras bellas para regalarlas, para construir la benevolencia.

         El lenguaje es una cisterna, una de esas hermosas cisternas que recogían el agua llovediza, y en el lenguaje mismo nacen los indicios de violencia o de comprensión. Les pido desde aquí que seamos todos cómplices de paz incluso en nuestras más pequeñas manifestaciones y que desterremos el chiste zafio, la brutalidad verbal, la desconsideración lingüística, el menosprecio al decir con arrogancia para construir una nueva charla, un nuevo rumor de la esfera que habitamos, para que globalicemos de una vez las buenas maneras. Feliz Navidad, queridos y queridas, cómplices de la amabilidad.







domingo, 11 de diciembre de 2016

La sed




         He leído, he mirado, me he bebido La sed de Paula Bonet, y como ella misma confesaba en una entrevista de El País del 6 de noviembre de 2016 me ha parecido un libro pretencioso. ¿Pero acaso no es pretenciosa Rayuela con sus vaivenes deliciosos por un París de encuentros y desencuentros? Creo que ese es un pecado juvenil por más complejo que quisiera aparecer Cortázar o por mejor dibujante que se muestre la autora que ahora nos entretiene. Tal vez no deberíamos hablar de pretenciosidad sino de que las artistas honradas, que quieren decir sus fuentes y agradecer las aguas que las han regado, se ven inequívocamente impelidas a aparecer como culturetas en una sociedad nuestra donde no se lleva el reconocimiento.

         Creo que este álbum gráfico hay que leerlo con resaca, después de haber pasado una noche con las amigas y haber mirado a la infinita negrura del cielo, al recuerdo de los acantilados, a las luces que amarillean y que se empeñan en situarnos en nuestro lugar como si nosotras mismas fuéramos un punto ineludible que debemos analizar, como si nosotras debiéramos desplegar los mapas donde al Norte está María Teresa Wilms Montt, al Sur Virginia Woolf, al Este Sylvia Plath y al Oeste, con su mirada reconcentrada, Clarice Lispector, como si nosotras debiéramos coger la brújula y sentarnos en el diván del existir y ser, nosotras mismas, luminarias de nuestro trascurso.

         La sed habla del miedo, de las oleadas de la angustia, de Anne Sexton, del suicidio, de la mala costumbre de conocidos y otros allegados de desteñirte el origen, Paula Bonet habla de la capacidad para crecer desde él, la capacidad de no parecer mala cada vez que la culpa te sacuda con su martillo de certidumbres. Hay que tener agarraderos cuando viene la oleada del temblor y es entonces cuando nacen los nombres de las escritoras que tuvieron la valentía de mostrar esos sentimientos angustiantes para que nosotras, mujeres de hoy, no nos sintamos solas sin saber qué pasa dentro de nuestra mente, sin querer aliviarte a ti misma con paños de agua fresca porque lo que ansías es sólo rebeldía. De ahí lo pretencioso, de ahí la necesidad de reconocer a las que antes llegaron a los abismos y le pusieron palabras al vértigo.

         Esta es una lectura para que las madres les expliquen a sus hijas lo que es la falta de amor propio, para que las madres lleven a sus hijas de la mano y sepan las niñas los lugares no edulcorados, para que las niñas no sean modestas ni las poden, de vez en cuando, cualquier advenedizo o cualquier maestra de la corrección y la normalidad. Este es un libro que es mejor leerlo cuando sabes que al día siguiente vas a tener una cita con la creación y que la creación, llámese poesía, novela o ensalada para comer sano, llámese como se quiera: pintura o escultura... Y que la creación, digo, sea la ley suprema que nos gobierne porque esa sólo es la que salva de la obstinación de la invisibilidad.


         Frente a ese hacerte de menos constantemente, frente a esa costumbre de nacer y volver a nacer sin historia ha venido La sed a recordarnos que nuestro origen tiene señas de identidad y habitantes ilustres que existieron ciertamente, que no nos las hemos inventado y que nos podemos apoyar en ellas. Ellas, sin fajas que las constriñan como a la deslumbrante Elena Garro que tomaba el sol en las playas de Valencia junto a Cernuda :) mientras nuestros ilustres poetas hablaban y hablaban y hablaban. Ya se sabe: el mendigo se compadece del mendigo. Magnífica Elena Garro en sus Memorias de España 1937, divertidas memorias, porque hay que saber reponerse hasta en la más absurda de las situaciones y vivir sobre todas las cosas. Y sólo cuando la alegría de vivir es el hilo, como un rayo de sol que nos da sobre los párpados en una tarde junto al mar, sólo entonces es cuando estamos preparadas para construir una obra de madurez y echar risas, muchas risas, a nuestras letras y a nuestras vidas, y sólo entonces somos capaces de apagar la sed con la sencilla agua.







domingo, 4 de diciembre de 2016

Cuídate



           Ya lo dice el refrán: “Cuídate de las aguas mansas…” Y tendremos que estar pendientes, porque si el tema del cuidado va a entrar por la puerta grande de la política, las tertulias y los opinadores, es que estamos de enhorabuena, o ¿no?

         De entre todos los capítulos que componen el libro de Katrine Marçal: ¿Quién le hacia la cena a Adam Smith? Una historia de las mujeres y la economía, el que más me ha gustado es el dedicado a la enfermera  Florence Nightingale, ese capítulo se titula: “Uno no es egoísta solo porque quiera más dinero” y en él narra como el trabajo de los cuidados merece ser bien pagado. Pero eso, ¡ay!, no nos entra en la cabeza y estamos en el individualismo distorsionador del tener más exclusivamente para sí mismo, para ser admirado o envidiado, ese individualismo feroz es el que rompe las coordenadas de todo lo que supone el trabajo en equipo, que es en lo que consiste este tránsito al que llamamos vida.

         Afanados en el dinero y sus mitologías, ya sean coches o casas, ya sea la bolsa o un anillo, sucede que el verbo comprar es, por lo tanto, el más conjugado de nuestro tiempo. Y esta ansiedad compulsiva por la abundancia, por tener más que el otro, se ha convertido en el deseo de los deseos, ya sea en forma de perfume anunciado sugerentemente, ya sea a costa de copiosas cenas donde mientras comemos hablamos de comida.

         Y en medio de este escenario ha surgido la redentora idea de la feminización de lo público y, espero, que también de lo privado; no vayamos a escondernos en las casas a practicar la desazón de la desigualdad. Pues bien, en estos momentos en que es tan difícil sostener el universo, pero en los que nunca debemos perder la esperanza del esfuerzo continuado para obtener mayores cuotas de bienestar, desde aquí pido que se pague al cuidador o cuidadora como a un congresista y ya veríamos cómo avanzábamos sin titubeos. Pero claro, hemos puesto en el pedestal el dichoso vocabulario de lo económico sin detenernos a pensar que la economía es un género literario llamado ciencia ficción y los economistas, todos estos años, se vestían por los pies.

         Firmemos un nuevo contrato en que el valor de los cuidos sea centro de nuestras vidas, porque no nos queda otra, y ya se sabe que envejecer es el argumento y nacer indefensa es el principio. Y tengamos cuidadito con los nuevos teólogos feministas que mezclan churras con merinas sin hacer sincero reconocimiento de todo lo que este movimiento ha significado para liberación de hombres y mujeres. Eso y que bajen el precio de las copas para cuando queramos brindar con las amigas, y echarnos unas risas, y ejercitar la suave sintaxis; esa que no nos lleva por embrollos y confusión, desórdenes varios por no leer un poco de teoría de género y no asumir que se ha construido una nueva filosofía que merece ser reconocida.







domingo, 27 de noviembre de 2016

La compasión




          Todos tenemos una silla esperándonos. El último lugar donde nos sentaremos con un cuerpo que no es cuerpo ya, que es inhóspito extranjero, alguien que deja de ser nosotros y que deja de ver el horizonte, los cercanos parlamentos o el aire dulzón que despide la fronda.

         La muerte no tiene fronteras y le importa poco los hermosos versos, las exclusivas habitaciones de los grandes hoteles o el lugar oculto del poder donde el poder se sigue ejerciendo. No somos nadie.

         Y lo peor es que llevamos mal las ceremonias, que suelen estar desligadas de lo cotidiano, aun siendo cosa tan próxima, y, cada vez más se asemejan a la burda representación de lo falso. Nuestra civilización no entiende del más allá y no hay gran hombre o gran mujer, pequeños emigrantes o poetas encarcelados que resistan el mal gusto de la imagen televisada. No sabemos digerir lo fúnebre y por eso somos excesivos y deambulamos sin saber qué decisión tomar, si medimos o no el silencio, que, por lo visto, parece tan apropiado para estas ocasiones. Estamos alejados de los ritos, no digerimos nuestra finitud. Por eso siempre nos sorprende la Parca.

         Yo, que no creo en la geopolítica sino en el buen corazón del que es bueno, que me cuesta trabajo imaginarme las macroestructuras y los superhéroes, sólo puedo acordarme ahora del dolor de los sin nombre, de los homosexuales que han sufrido y sufren desprecio y más que desprecio, de las lesbianas, de la infancia que se pierde en los bosques de la falta de respeto. Incluso me acuerdo de aquel o aquella que, como diría Ana María Matute, “agitara dentro de su pecho todo el marchito carnaval de su nacimiento.”

         Y, sin embargo, somos tan osados, que sabiendo que tenemos seguro fin andamos por la vida con compostura de dioses, buscando el monólogo como un perro buscara la trufa. Si la vida es algo, es dialogadora, borrachina, enamoradiza, y sexo; pero hay quien tiene tantos afanes en un solo día que se olvida de su carne terrestre y emprende tareas deslumbrantes, algunas, fieras. Pobre tiempo en que los hombres no han entendido aún la finitud de la existencia y en el que pretenden crear de sus obsesiones herencia.

         Pobre tiempo en que asesinan a tantas mujeres y después los verdugos actúan como si nada. Ellos, que son candil de calle y oscuridad de casa.








domingo, 20 de noviembre de 2016

La conquista del tiempo



         A veces pienso que nos han hecho leer demasiados libros inútiles, que se han apresurado mucho para domesticar nuestra mirada y que los museos guardan a buena temperatura las desigualdades del mundo.

         Conocí en una ocasión a una mujer que no podía visitar las altivas iglesias porque le entraban ganas de llorar al pensar en los pobrecitos que habían tenido que acarrear tanta piedra; para ella la historia de un monumento conllevaba la historia de la humillación de los porteadores y albañiles, también la de las aguadoras;  y por eso despreciaba castillos y grandes estatuas, suntuosas avenidas que no hallan el fin de la ambición sino que quieren llegar hasta el infinito.

         Esta mujer se perdió en una ocasión en el pasillo de su casa y la envolvió la arquitectura de la domesticidad sin saber qué dirección tomar, como si estuviese en una autopista. El arte ha sido con frecuencia olvidadizo con estas experiencias: las que están en torno al desánimo por la falta de reconocimiento.

         No hay que olvidar que para crear se necesitan días y días y días y es eso lo que hoy se roba a manos llenas. Vivimos en la sociedad del cansancio, ya lo dice Byung-Chul Han y, rendidos, nos negamos a reconocer que sólo una élite puede permitirse el lujo de perder el tiempo. Reivindico desde aquí la necesidad de la pereza, el bienestar de una contemplación sin apresuramiento, el saber respetar la creación apaciguada y humilde que no quiere construir catedrales sino tener la posibilidad, al menos, de tener descanso.


Hoy nos tienen ocupados para nada, dando vueltas en la rueda de la distracción absoluta donde es imposible que nazca el pensamiento. Necesitamos espacio para conciliar el horario del arte, para que todos experimentemos lo artístico. Necesitamos horas para contemplar, para dibujar y escribir. Y que lo sagrado sea vivir, no trabajar a destajo ni estar distraído a destajo. Hay que tenderle alfombras a la fantasía  y que éstas nos lleven a un futuro sin retorno, hay que salir de esa idea obsesiva de la ocupación por la ocupación, como si fuéramos muñequitos eléctricos, protagonistas de un cine mudo acelerado y reverencial con lo de siempre, con la historia entronizada como interpretación irremediable. Las escritoras necesitamos ese respiro. Hay que conquistar el tiempo para llenar las obras de matices y, después, ya hablaremos.







domingo, 13 de noviembre de 2016

Memento



         El 16 de Febrero de 1980 me regaló mi padre un libro de Ian Gibson: El asesinato de García Lorca. Nos entusiasmaba este historiador, lo veíamos siempre que salía por la tele y sus emociones intelectuales parecían las nuestras. Por otra parte amábamos las palabras del poeta, sus versos que estaban tan cerca de nosotros.

Mi padre me dedicó el libro con su linda caligrafía que se había construido poquito a poco, a solas, con  el afán de saber comunicarse por carta mejor con mi madre. Así fue como elaboró una letra elegante, clara y firme.

Leíamos los poemas de Lorca con pasión y nos preguntábamos cómo había podido elaborar tanta belleza y tanta cercanía. Si yo quería ser escritora tenía que ser como él: amante de los débiles, capaz de cantar a Harlem y a los gitanos, de destapar la sofocante represión que se daba en las casas donde habitaban mujeres vestidas de negro desde Dios sabe cuándo, encadenando lutos y envidias. Sin saberlo, todos los que me rodeaban actuaban como los útiles profesores de un taller literario: la gente te enseña.

No se me pasaba que esa plenitud del artista fue zanjada de pronto por la más abrupta de las violencias: una guerra. Y sufría pensando en lo que había sufrido Federico, él que amaba tanto la vida. Y en el verano caluroso, mientras nos echábamos la siesta, recorría sus versos que irremediablemente me hacían pensar en su asesinato.

Hay que recordar los pocos referentes que existían entonces para la homosexualidad y hay que recordar lo que  los españoles nos parecíamos a lo que describía nuestro poeta, que era tan amado, que parecía de mi familia. Pero ¿cómo llega una sociedad a ser tan salvaje?, ¿cuál es la deriva?, ¿dónde comienza el deseo de animalidad? Hoy me hago estas preguntas mientras escucho las noticias que vienen de América y supongo que todo empieza por un cambio de aires, por el abono de un clima que poco a poco logra ser asfixiante y que pretenden llenarlo de razones que son pesadillas, como el baile alocado de una vieja Miss que nos produce el vértigo en los laberintos del sueño.

Deberíamos ser precavidos y ser conscientes de a qué le estamos dando alas. No es lo mismo parecer que ser, aunque parecer no haya sido de nuestro entero gusto. Y ahora tendremos que soportar la esencia de lo soez empoderada por miles de insatisfechos que, seguramente, nunca han tarareado el Pequeño vals vienés.










domingo, 6 de noviembre de 2016

Operación Triunfo



         Había una sencilla forma de ser que procuraba la hospitalidad, y nuestras casas estaban llenas de macetas de albahaca como si fuéramos griegas e imitáramos sus mitologías, el color azul del Egeo o el silencio de la isla de Eubea, allí donde murió Aristóteles, o la palabra fragmentaria de Safo, la que hemos heredado después de tantos siglos.

         Había cierto placer en comer el guiso de la abuela, escuchar sus historias, con las que crecíamos cada día un poquito más sin violencia. Pero, de pronto, empezaron a surgir las necesidades apremiantes: tener un coche de alta gama, un piso, un nombre que sobresaliera, incluso un caballo como los que usaban los de siempre. Y ahí nos perdimos: Para que no nos humillaran imitábamos al humillador, y acabamos, nosotros también, humillando.

         No me extraña que algunos jóvenes actúen como pequeños emperadores y se sientan fatigados por el ser y el tener y por la radical manía de no mancharse jugando con la vida y querer ser ejemplarmente ejemplares cuando todos sabemos que la vida es barro, humano barro y, de vez en cuando, error.  No me extrañan la respiración alterada, la prisa y esas ansias de másteres y esa condena de tener que emigrar porque aquí se ha pinchado la burbuja del poseer a toda costa.

         Y mientras tanto vamos acostumbrándonos a cerrar las puertas, a no tomar el fresco con las vecinas y a creer que la individualidad extrema nos llevará al éxito, un éxito americanizado, de segunda vivienda y apartamento mirando al agua salina y descontenta donde se hunden refugiados sin cesar. Un éxito de abrazos estudiados, que nos enseñaron en cualquier curso de lenguaje gestual y comunicación no verbal.

         Pues bien tendremos que volver de nuevo a nuestras viejas puertas donde recibíamos al invitado con la cordialidad y la cortesía que espera cualquier recién llegado, y dejar ese ceño fruncido, ese enrocarse en la mala educación, ese hacer de menos a quien llega, ofreciéndole nuestro silencio altivo: tendremos que dejar todo eso si no queremos perder nuestras raíces mediterráneas y el olor fresco de los pinos de una isla que no quiere ser isla, que no quiere estar aislada. Tendremos que volver a poner oído a la voz de las abuelas, esa voz que usaban mientras regaban las macetas y te explicaban cada brote, cada esqueje, cada trasplante de sus lindas plantas y sus pequeñas historias. Porque ese es el verdadero éxito: saber escuchar y responder con tino. Algo aparentemente fácil, pero que ahora duerme entre los múltiples ecos de nuestras apariencias, de nuestra falsa amabilidad, de nuestra tosca coreografía de recienpudientes. En fin, toca abrir las puertas y dar la bienvenida a los que llegan si queremos conocer de verdad el triunfo de no haber perdido el sabor de la acogida.









domingo, 30 de octubre de 2016

La ballena



          Hay un ensayo de George Orwell, escrito en 1940, titulado Dentro de la ballena, en el que analiza la obra de Henry Miller, Trópico de Cáncer; más bien analiza la actitud vital del escritor durante aquellos años de entreguerras que se olía el belicismo y se respiraba la agresividad por venir. Fue en aquel tiempo en que apareció la novela sin miedo de Miller.

         En este ensayo de Orwel también habla del poeta Auden y de un verso de su poema Spain, el verso al que alude es este:
“La aceptación consciente de la culpa en el asesinato necesario.”
Y habla de la liviandad con la que trata la palabra “asesinato” dejando en evidencia su condición de ser amoral y de hombre poco tratado con las heridas reales.

         Es lo que mi abuela llamaba “gente que habla al peso”, sin medir el daño que pueden causar sus palabras. El lenguaje es un campo muy amplio donde se pueden escoger los mejores vocablos cuando se quiere construir con esperanza, y es un artilugio que solivianta cuando la lengua no se modera. Parece ser que estamos perdiendo la capacidad de hablar, que nos adherimos a las paredes del cinismo con una deportividad alucinante y que malgastamos nuestras fuerzas en asegurar discusiones alteradas.

         ¿Qué podemos conseguir con esto sino que los niños se echen a llorar y a los abuelos se les acelere el pulso y a nosotras, las personas de a pie, se nos rompa el corazón? Estamos en la duradera estación de la adolescencia permanente. Estoy segura de que así la llamaría Orwell mientras, entristecido, escribía su 1984 con esa imaginación portentosa que ve lo posible y lo imposible con la agudeza de quien reflexiona con valor, con el mismo valor que debe practicar todo novelista. Y no tener miedo a nada, ni tan siquiera al éxito.






domingo, 23 de octubre de 2016

Otoño



      
             Como una ciudad desdeñosa que despreciara su propia belleza se comportan muchas veces las personas y no quieren ser para lo que han nacido: para jugar. Así nos lo tienen demostrado los gatos y sus curiosidades o el andar recibidor de los perros.  

         Es entonces cuando otoñea el árbol de la palabra y de él caen los verbos no dichos, es entonces cuando nos acercamos a los límites espinosos de la inhumanidad. El poder del silencio es inmenso, ya lo describen Elias Canetti en La lengua absuelta o Dulce Chacón en La voz dormida. El silencio que mana de la fuente de cualquier opresión desdibuja al que quiere ser hablante configurándolo incluso con dolores físicos.

         Acojamos el juego de la democracia como una continua ola que habla al alma, que nos rinda en la orilla de la mudez únicamente cuando queramos descansar y, entonces, el silencio sea bienvenido como escenario para contemplar los rugosos troncos, las nubes algodonadas, porque ese sí es el silencio bello donde nos unimos con las raíces húmedas de la Tierra.

No seamos tan efectistas, que el peso del decir nos dibuje a cada una y que la mar, rotunda y azul, con su movimiento incansable, sirva de ejemplo de en qué debe consistir la conversa. No huyamos de ofrecer a nuestros conciudadanos lo mejor de nosotras mismas.

         Y es entonces cuando apetece pasear, descubrir pequeños tesoros, callejones de bienvenidas, fuentes a donde siempre se regresa, plazas donde aún juegan los niños,  estaciones de ferrocarriles donde los viejos ven partir los trenes con ilusión. Es decir, el sosiego. La mansa actividad que propicia la música y la lírica, el chascarrillo, el chiste, la pequeña reflexión con alguien que nos encontramos en la calle, el discurso político y su atril o la narración inmensa y aventurera de la que dice lo que quiere. Y entonces es cuando el otoño estalla con su luz menguada, pero tan querida.

         Y en esos paseos por la ciudad tranquila, llena de pronósticos de lluvia y de nuestras ropas variopintas porque no hallamos la temperatura idónea, alguna vez, yo lo he visto, ha pasado un ángel con su silencio sin ofensa.





domingo, 16 de octubre de 2016

Contemplación





       Siempre he admirado a la gente contemplativa, a aquellas personas que observan el casi invisible crecimiento de todo lo que nos rodea, ya sean animales, ya sean plantas, ya sea la marejada en un mar, el viento entre las cañadulces o el silencio en las áridas estepas. Hoy día, en esta cara del mundo, menospreciamos al que no va raudo al trabajo, a quien no se apura a media mañana, así que, por imitación, andamos deprisa buscando no se sabe bien qué.

         Habla Ramón Andrés en su libro Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente de cómo hemos ensalzado a Homero frente a Hesíodo; como hemos valorado más, según dice este autor, la espada que la espiga.

         Las políticas del cuidado siempre las hacemos de menos, siendo estas, sin embargo, las que sustentan nuestro mundo cotidiano. ¿Qué haríamos sin las personas que preparan la comida, las que limpian, las que ordenan el caos, las que evitan las guerras? Pero nada, no las mesuramos con la generosidad de la valentía diaria, una valentía sin grandes gestos, eso parece, pero constante en sus tareas. Unas funciones que no emergen en la pantalla del televisor, que no son noticias, pero que mantienen el vivir, el vivir estando presente cada momento para no dejar nunca de cuidar.

         Esas tareas, generalmente, son tareas calladas, diseminadas en nuestra cabeza llena de telediarios que nos regalan balances, Ibex 35 y estrategias de partidos. Esas tareas son un trabajo que no lo hacemos valer y que, muchas veces, queda oculto entre el sin fin de titulares, que nos arroban como a los niños de la censura les arrobaba el beso cortado en la película supuestamente espectacular.

         Sí, he unido el trabajo de la contemplación con las tareas de la casa porque en ambos hay un denominador común: apreciar las pequeñeces como si fueran obras de artes. Las miradas de las personas que limpian son matizadas, abarcan lo minúsculo y lo grande, teniendo una concepción de conjunto mucho más rica que aquel que va, cogido a su maletín, dispuesto a dejar su opinión de experto, en cualquier reunión apresurada, donde se decide sobre lo importante. No alcanzaremos nunca el detalle ni el valor de la vida si no le damos el lugar que merece a quienes hacen el desayuno, arreglan las habitaciones, cocinan el almuerzo y ya, cansadas, tiran la basura. Creo que deberíamos sentir curiosidad por sus formas de moverse, aprenderíamos mucho de ellas y desharíamos ya ese nudo de menosprecio hacia lo que, en el fondo, es un verdadero aprendizaje sobre la espera y sus filosofías.





domingo, 9 de octubre de 2016

Detalles y complementos









Las buenas intenciones
inundadas de rojo
y de belleza.
El día
y sus tinieblas
se llevan esa voz.
Al fin caen los instintos
y se refleja lo no dicho.
Llegamos a otra época
donde el sentido se afana
por la precisión:
El hombre no sabe qué hacer
con la paz y sus letargos.
Las almas huelen el delirio de la tierra,
a invierno.
La comodidad no está hecha
para la edad del hombre,
para sus fructíferas cóleras.
Y pensamos: Ahí vienen los amantes
con su fulgor.
Estamos en el lado de la luna
aterciopelada por pequeños terrores
e irresponsabilidad.
Y mientras,
en peligro,
las amas de casa
tapan el fuego,
la necesidad de existir,
de llevar,
de ir.
Limaduras cálidas como las propiedades
autónomas
que piden el sacrificio
a la sombra,
abanicándose,
desconsoladas
porque no tienen todas las presencias
siempre.
Y entonces, desde lo más alto,
cae un mendrugo,
y el hombre, genérico, dicen, y asustado
no sabe qué hacer con la paz.



domingo, 2 de octubre de 2016

Pudor



¡Uf!

         Creo que no debemos engañarnos. No. Otra vez no, como cuando nos engatusaban con la idea de prosperar y las ambiciones sólo generaban nuevas ambiciones. No, que nadie se equivoque, esto no provocará una catarsis, simplemente porque no se ha cosechado en los campos de la verdad de las tragedias sino en las eras de la picaresca.

         Y nos llevan y nos traen, y nos llevan y nos traen por las trochas difíciles del caos y la mala educación. Llevan años de espaldas a la realidad porque nunca han querido escuchar nada fuera de su prepotencia; sí, esa palabra se hizo célebre para referirse a ellos que buscaban lo universal y complacer a la mayoría mientras bajábamos el listón de todo: de las artes y de las casas de comida, de la política y de las estadísticas que podían medir sinceramente cuáles son los padeceres de la ciudadanía.

         El lenguaje de lo belicoso se está usando con profusión y se habla de puñaladas traperas, de guerra entre hermanos, de golpe de estado. Se consideran demasiado grandes para utilizar palabras humildes. Y desde aquí leo La Grecia antigua contra la violencia de Jacqueline de Romilly donde describe cómo los hombres “desgarrados por las discrepancias” recibieron de Zeus algo que constituyó su “salvación y su fuerza”, es decir: el pudor y la justicia. Pues bien, estos socialdemócratas han perdido el anhelo por estos instrumentos y han ganado la incapacidad absoluta de hacer cualquier autocrítica. Así, que no nos extrañe que salgan de su sede abrazados y heridos, resacosos y con la mirada perdida, cobijados en la capa del cinismo y el humor soez, una capa heredada  de un abuelo cascarrabias que no se cansa de chinchar ni de mirarnos por encima del hombro, un humor que no provoca risa.  Pero ya no, ya nada será lo mismo, todos sabemos que la confianza es una flor que requiere tiempo para madurar. Y la suavidad de la sintaxis, para que se reponga, requiere menos celeridad, mucha menos celeridad.





domingo, 25 de septiembre de 2016

Varar



         No es lo mismo ser tocaor que guitarrista. El guitarrista conlleva en sus ejercicios un área de vanidad que se derrama en sus conciertos con la natural osadía de los protagonistas. En cambio el tocaor, y no digamos ya la tocaora, tiene que jugar dialécticamente con la voz a la que acompaña, ahí su arte busca la sincronía, la creación de la belleza plural.

         En literatura, la modernidad se ha caracterizado por un decir tajante que lleva hasta posiciones, llamémoslas, de crueldad. El discurso supremo fue el Ulises de James Joyce y de ahí se ha pasado a las paridas del ego que nos han dado la gana. No se ha construido con otros, se ha construido para dejar una unicidad en primer plano, una individualidad exigente y que subyuga. De ahí que los jóvenes hayan querido, por imitación, dejar su parrafada gloriosa e inentendible.

         Hoy lo hermoso sería crear con la intención de que la calidad vaya unida a la falta de egocentrismo. Eso es difícil, supone bucear en la historia y convencerse, también, de que nuestra civilización es una de tantas y de que Bruselas sólo es una región nebulosa desde donde surgen directivas que no quieren enraizarse con lo humano.

         He contemplado mucho el existir de los habitantes de esa ciudad, recuerdo a una mujer, mi vecina de enfrente, que me saludaba cada vez que me veía en la cocina. Nunca llegamos a hablarnos, era ya muy mayor, no salía, sólo recuerdo su gesto, su sonrisa y su pelo gris. Era como una sirena anclada ya en los recuerdos para siempre, una sirena que no tenía a quién contarle sus hazañas. Era un verso suelto que se negaba a permanecer varada y desde su ventana me avisaba del oleaje que hace sucumbir a las mujeres en la travesía de la vida. Yo sabía que un día llegaría a ser como ella, ella sabía que ya nunca llegaría a ser como yo.

         Lo mejor del arte es compartir el gusto por cantar, eso lo saben bien los flamencos y la gente que compone poemas de amor a esta altura de siglo. Lo peor del arte es atrincherarse en el solipsismo. Se dispone en Europa de un arte que se figura a sí mismo como el centro natural de la vida y se dispone fuera de la cosa pública y de una reflexión sobre las leyes que nos afecta, por ejemplo la Ley de Procedimiento Administrativo. Creo que si conociéramos ese decir jurídico por el que nos relacionamos con lo institucional nuestra literatura dejaría de ser una instancia sublime hacia los campos del egotismo y podría enorgullecerse de tocar otros palos fuera del mí, me, conmigo. También escucharíamos otras voces, como las de aquellas, decían, pérfidas sirenas, que un día u otro se hacen viejas y nadie ha tenido en cuenta su canto.

         Lo que se dice para el arte, puede extrapolarse a la política. Hay que dejar que surja la sinfonía de lo decible. Pero hay gentes que no sirven ni para tomar cervezas, y puede que actúen como aguerridos marineros que no se quieren exponer a la seducción de las palabras, mientras el desencanto nos acoge como una cuna donde guardamos la pereza del adulto que no quiere ser adulto y comprometerse. En fin, que estamos rodeadas de solistas que esperan un sonoro aplauso y nada más, solistas que desprecian las voces de las sirenas, su cantar acompañado por el rumor de las ondas y el fluir del agua que apacigua.







         

domingo, 18 de septiembre de 2016

La armadura



         Y piensa una: ya que todos los días no pueden ser distintos, al menos que sean iguales. Que no haya sobresaltos, que el fresco y el olor a tierra mojada se apoderen de los deseos de diversidad, que la música sin palabras nos regale la paz cotidiana y que el descanso sea efectivo.

         Iguales para todas, sin importar nuestro sitio en el mapa. Iguales en respeto. Pero, ¡ay!, siempre viene alguien a desordenar la estancia y nos tenemos que enfrentar a algún energúmeno de salón, que se ha apropiado de lo que le interesaba del feminismo para su propio provecho y sigue, sin embargo, alimentando las formas desagradables de la vida.

         Las costumbres se han hecho más llevaderas y hoy en día los seres podemos andar con más libertad en nuestras vestimentas, hasta los hombres visten camisas rosa, eso en mi infancia no era posible.

         Pues bien, ya que han adquirido nuevas elegancias y cremas por qué no asumir de una vez nuevas delicadezas, así seríamos todos más felices. Pero los prejuicios y la comodidad, el ansia de posesión y el estar todo el día compitiendo los envara en trajes de hierro que a todos nos perjudica. Son los luchadores  aprovechados de la contra-equidad.

         Después están los chistes, esas bromas sin gracia que perpetúan la risa cruel: los homófobos finos, los patriotas esenciales, los machistillas hirientes como la esgrima. Sujetos que propician la risa contra lo distinto, la risa para humillar.

         Y si nos sentamos todos en corro, como cuando éramos chicos, no podemos jugar con alegría porque las desigualdades son tantas que es difícil defenderse del habla brutal. Y de esta cosecha surgen las espigas de lo político y es por eso que necesitamos que la falsedad deje de alimentar lo cotidiano, que no sea la danza o el agua donde nadamos después de regresar de la inmensa feria del consumo, el pelotazo y el blanqueo de dinero.

         Yo así no me subo en los cacharritos, no distraigo mis horas en esa solemnidad vacua, mientras en los barrios periféricos de nuestras macrociudades unifamiliares se recoge la basura con desgana porque hasta allí no llegan los turistas.

Me gustaría que apostáramos por la tranquilidad en la mirada, por eliminar gestos agraviantes, por civilizar nuestra habla, si no lo hacemos seguiremos viviendo, incómodos, en los huracanes de una existencia que lleva consigo la opacidad del morbo y la saliva de lo salvaje que se apodera de nuestros decires.

         Hay que buscar las cintas de la claridad y, con esas cintas, hacer cestos donde guardemos, ardientes, la vida y la dignidad para nuestra democracia. La coraza de los malos modales hay que desterrarla ya, busquemos unos planes de amabilidad que nos lleven a lo que verdaderamente necesitamos: una revolución lingüística. Que la palabra sea la máxima acción de respeto, eso deberíamos cultivar. No es mucho decir, sólo otro estilo en el trato, y si alguna función tiene hoy en día lo intelectual es dibujar esas geografías para que no erremos, para no crecer sin rumbo por los lugares de la no-comodidad. De algo nos tiene que servir la dichosa zona de confort, al menos para tener tiempo para reflexionar, o ¿es que los eminentes economistas y los super-psicólogos pretenden que todos los habitantes de la Tierra vivamos en el alambre mientras ellos visitan palacios?

         Esta lucha dialéctica a la que llamamos diálogo debe ser de una vez despreciada, esa sería nuestra aportación, nuestra herencia a los que están por venir o a los adolescentes que imitan en sus juegos el tener siempre más.


         Hay que hablar más despacio y arrinconar las ocurrencias hirientes con nuestra no-sonrisa. Sólo si se produce un cambio lingüístico habremos llegado con éxito a una verdadera evolución moral. Y los días podrán ser todos iguales en calidad y respeto y, por fin, aprenderemos a escuchar.