domingo, 25 de diciembre de 2016

La caridad







         La caridad es una señora bullanguera que te quiere liar con su juego, te da lo que no pides y lo que pides se convierte en capricho de resentido. Es maledicente y voraz, va buscando por ahí pobres mutilados, ruinas de ciudades que un día fueron hermosas, mujeres desprovistas de armas para defenderse y les entrega, a todos ellos, el producto de lo que no se llama excelente sino una pseudocomida para aliviar el espíritu de quien da y soliviantar el corazón del que toma.

         Hay miles de recovecos, laberintos y senderos interminables por dónde camina la caridad con su cara de noble entrega antes de coger el camino cierto y despejado de la justicia. Y es que la justicia no interesa a los gobiernos de los enriquecidos. Y sobrevuelan sobre los barrios periféricos las escasas luces que se encienden y se apagan desabridas e incoherentes. Todo fluye para el centro, ese gran cementerio de elefantes donde va a revivirse el capital con su sin fin de compras.

         Gastar, gastar, gastar se ha convertido en el lema sagrado, la moderna voz de la esfinge que se encierra en cada cajero automático. Y  miran desde arriba los adinerados con la certeza absoluta de que la bolsa vence siempre. Por ahí pasea la sombra de Alepo con su blanquecino paisaje, la sombra de África, la sombra de la violencia doméstica y cercana, y la caridad se abastece de esa necesidad como si fuera un monstruo fraternal y falso, salvador de la Guerra de las Galaxias.

         Y la caridad lo inventa todo: la limosna, la compañía, el comedor solidario, las fotografías de la gente que dejamos en la miseria, los premios y los mercadillos. Inventa la hipocresía para estar satisfecha como los señores que juegan con las cartas marcadas.

         Y vence, vence sobre todas las leyes que deberían repartir justicia. Inventa la jerarquía y los gestos extra-educados para marcar distancias. Y lo inventa todo antes de dar su brazo a torcer y hablarnos de tú a tú porque no hay nadie más que nadie.

         Y fallecen, sobre todo fallecen las palabras. Esas historias que no podremos escuchar de los sin techos porque estaban muy atareados sobreviviendo. Esas historias de las niñas y niños de Alepo que nunca veremos llegar al gran recuento de la Literatura, porque la Literatura con mayúsculas no está hecha para quienes aparecen como una ráfaga en nuestro televisor y se van, raudos, hacia la muerte. Esos, esos son los mecanismos de la macrocaridad que tanto satisface a Occidente, como si fuera un multicines con cabida sólo para los finales edulcorados y felices. Y ellos, los otros, los que tanto nos extrañan, muerden sus versos, muerden sus hambres como único refugio.