Para
que un hombre sano no mire a los ojos a una mujer tiene que
haberse producido, durante mucho tiempo, un proceso de cosificación. Ese hombre
no ha percibido a esa mujer como un ser humano sino como unos brazos, unas
piernas de gruesos muslos o no y un acento que, tal vez, le es molesto porque tiene otro tono distinto al suyo propio. Incluso puede que haya pensado que no es bello su rostro y que es un
estorbo para la sociedad. Es decir, se ha tenido que producir un conjunto de
percepciones ruines.
Para que una mujer se atreva a levantar
la voz al ruin se ha tenido que producir una cadena de valentías que se resume
en una meta incontestable: no querer ser víctima.
Las feministas se han alzado sobre la
descripción mansa que los crueles aman, se han rebelado sobre las palabras que no levantan la mirada y han puesto en cuestión esas palabras a la vez
que han demostrado que el papel de la resignación no va con ellas. Eso lo llevan
muy mal los villanos: ellos están acostumbrados a vencer y al sobrecogedor
silencio del daño, no están acostumbrados al enfado de quien ha sido herida.
Para que se produzca esa cosificación
de las mujeres que nos disecciona y nos reduce a cuello largo, ojos bizcos,
vientre abultado, nariz de loro o altura de tapón de alberca, por ejemplo, se ha invertido en una fuerza sobre el ser físico y espiritual de ellas, y esa cosificación la
produce con desparpajo el discurso machista que se ríe, en nuestra cara, de los
teléfonos de emergencia o de la necesidad de las casas de acogida, del lenguaje
inclusivo o de nuestra inteligencia.
Por eso ha sido tan importante la voz
que estalla, porque se levanta ante su propia desgracia y no se
rinde ni encoge el cuerpo sino que reclama dignidad frente a los que se quieren
hacer pasar, en el colmo de la ruindad, por víctimas; ellos que han probado
todos los privilegios de ser hombres como los blancos probaron los privilegios
de ser blancos sobre los negros.
Y es que el feminismo es una corriente filosófica
de reflexión sobre el estatus de las mujeres en este mundo y la necesidad que
tienen los hombres bellos de luchar junto a ellas, acompañándolas. Y ese
escenario que dibuja este pensar de todas no es rancio ni excluyente,
tergiversador ni fascista sino honesto como el agua que corre a través de la
noria. Por eso, desde aquí invito a los señoros a que se observen a sí mismos y
sepan deshacerse de las irritantes convicciones que conllevan sus privilegios
sustentado por siglo de desigualdad. Lean, señoros, lean. No teman, Simone de
Beauvoir no se ha comido a nadie, Amelia Valcárcel tampoco ni Octavio Salazar.
Lean y déjense de bajos argumentos para achicar a quienes, ya lo han visto, no
piensan achicarse más.