domingo, 29 de mayo de 2016

Lágrimas




                Cuando mis primos Paquito Eduardo, Pepe Tony, Carlos Manuel y Ángelo Moisés venían a casa, mi hermano Antonio Miguel acababa llorando, era como ese personaje de Laura Esquivel en Como agua para chocolate que no diferenciaba las lágrimas de la risa de las del llanto.

         Los hijos de mi tío Día eran seres libres y originalísimos, yo los envidiaba secretamente porque iban solos al río, jugaban con los animales, tallaban pipas de caña y ejercían como pastores. A mí me parecía que esa era la mejor profesión del mundo: estar tendida en la yerba mientras veía  las cabras comer. Siempre me ha gustado la novela pastoril, las Églogas de Garcilaso y Heidi. Lo que no comprendía bien es eso de la oveja descarriada y que dejas al resto del rebaño para que no se despeñe la rebelde, la verdad es que hay muchas cosas de la Biblia que no comprendo, a veces me parece un libro altisonante, y tampoco me gustan las gentes que se empecinan en leer un solo libro en su vida, en la variedad está el gusto, ¿no?

         No hay que tomarse los libros demasiado en serio, por eso todo el mundo debería tener derecho a construirse su propia biblioteca, en muchos libros caben muchas ideas en un solo libro cabe la sinrazón. Dice Edward W. Said que un intelectual debe suscitar perplejidad, yo creo que, además, lo que debe es provocar la risa tierna. A los escritores no debería preocuparnos hacer monerías y cucamonas, y deberíamos olvidarnos de ser todo el rato como James Joyce por lo menos, formalmente autoritarios, como si estuviéramos entretenidos en escribir la Biblia.

         Recuerdo el día que llegó mi primo Paquito Eduardo y le pidió a mi madre que fuera con él a Málaga, a La casa de la música, porque se quería comprar una batería, mi madre hizo de avalista, yo fui con ella, aquella noche fue emocionantísima, después mi primo Ángelo Moisés se compró un saxofón. Ellos nos enseñaron lo que era la alegría de ser autodidactas. Nada resultaba una frontera en nuestras aspiraciones, todo el arte estaba allí para entretenerse, para tener la cabeza ocupada con la bondad del arte porque sí. Era el disfrute por el disfrute, el hacer por el gusto de hacer acompañados: Yo tocaba la flauta de mentirijilla, tenía tan mal oído que hice el primer play back que se recuerda en la historia de Campanillas, allá cuando se organizó la primera fiesta fin de curso en el colegio recién estrenado. Eso si que era una novedad: tener una fiesta fin de curso, ¡menos mal que llegaron los maestros nuevos!


         Para mí la compañía es la razón del arte, el disfrute de los titiriteros, de los payasos, el disfrute, como cuando te bañas en la playa y juegas con las olas y existe el acuerdo, tácito, de pasarlo bien entre todos y todas. Si no es así, el juego no tiene sentido y, entonces, entran ganas de llorar de verdad.





Aquí les dejo a





domingo, 22 de mayo de 2016

La feria



         Hay una idea de Simone Weil en sus Escritos de Londres que me encanta, y dice así: “Desde la más tierna infancia y hasta la tumba hay, en el fondo del corazón de todo ser humano, algo que, a pesar de toda la experiencia de los crímenes cometidos, sufridos y observados, espera invenciblemente que se le haga el bien y no el mal. Ante todo es eso lo que es sagrado en cualquier ser humano.”

         Cuando leo esto pienso en el peso de las palabras, en los significados secretos y sociales de las palabras, en que ninguna palabra está libre del dolor y de la fiesta, y pienso en la intención con la que pronunciamos esas palabras, en el motor del sentimiento. Y camino, entonces, por la ciudad, evitando las tiendas que quieren ser discotecas y ponen la música altísima mientras nos acaricia el aire acondicionado como si fuéramos animales instintivos.

         Deseo muchas cosas que no están en esas tiendas, y lo que más deseo es no equivocarme mientras nombro el mundo, pero así y todo, teniendo un deseo tan grande de perfección, a veces me he equivocado;  y espero entonces que sean benevolentes conmigo y deseo ser benevolente con los otros. Y entre todos los deseo aparece el del sosiego, y huelo a sal atlántica y veo a Pessoa debatiéndose con la idea sinfónica de la personalidad, y escucho las palabras gruesas de los políticos, como si pintaran con brocha gorda, sin darse cuenta de que estamos preparadas para captar las sutiles obras hechas con pinceles finos.

         Pienso en la inmadurez, que es quizás, el mayor de los males en los que estamos envueltas, en esa ansia por hacernos no merecedoras del futuro, en la falta de respeto ante nuestras decisiones y esa necesidad de imposición de la que no se cansan los impositivos. Pienso en las noches de feria, cuando titilan las luces y las guirnaldas se mecen, cuando los farolillos bailan colgados en las casetas, cuando parece que todo está a punto de salir bien. Y recuerdo cómo bailaban mi padre y mi madre, juntos, sin pisarse. Pienso en todo el mundo que intenta hacer bien su trabajo, en toda la gente buena que nos rodea. En la necesidad de que se nombre a esa gente en vez de prestar tanto oído a la televisión vocinglera.


         Y huelo, huelo a ropa limpia, recién lavada, a las tardes en el valle, a las excursiones infantiles cuando aún creíamos en la pureza. Y deseo, con la mirada ebria, que todo el mundo sea feliz.








domingo, 15 de mayo de 2016

Mitos




         Pero, claro, algunas veces tiene una que dejar las minúsculas y ponerse en su sitio. Llegan días para posicionarse, llegará pronto a nuestras calles lo que Barthes, en su libro Mythologies, llama la “fotogenia electoral”.

         Y quieren decirnos estos, mayoritariamente señores, con pocas palabras, todo un mensaje de bienestar. Cambiamos por imágenes y eslóganes lo que se podría definir en una buena, pausada, veraz, tertulia; antes de que el significado de tertulia fuese prostituido.

         Eliminamos con un clic fotográfico aquello que podríamos comprender profundamente a través del diálogo, del lenguaje.

         Después vienen en su apoyo los ayudantes, esos que creen que su voto vale más que un voto y que son ejemplo de dónde hay que poner la equis, dónde debe una señalar, elegir. ¡Cuánta soberbia!

         Me imagino la cara de los parados de larga duración, esos que ya no se ven ni por la oficina de empleo porque todo lo han informatizado y se puede sellar desde casa; imagino las caras de esas paradas al enterarse de que los partidos políticos no han podido llegar a un acuerdo de austeridad para la campaña electoral. A esa mujer va a venir un intelectual a decirle, encima, lo que debe de votar. ¡Qué vergüenza!

         Este es un país que no ha aprendido lo que significa la palabra responsabilidad y nos echamos en brazos de los asesores financieros como si fueran niñeras, por lo visto pasa eso con frecuencia, y yo me lo creo, sinceramente, me lo creo, porque aquí sabemos lo que significa la palabra culpabilidad y dejamos entrar ese término falaz en nuestras vidas con tal de no crecer y en ese campo semántico nos movemos. Diego Gracia sabe mucho sobre ello.

         Pues bien, Señoras y Señores, no somos adolescentes, no podemos seguir siéndolo. Sí, ya hemos crecido, no esperemos que cualquier cantamañanas con el rostro lindo y las manos lavadas nos diga lo que tenemos que hacer, no esperemos que cualquier ocurrencia aparezca como el lema supremo digno de un anuncio publicitario, no dejemos que esas fotos melancólicas y ensoñadoras, esas fotos de las que no quiere prescindir nadie con su pose, por supuesto, erótica, nos lleven hasta las urnas como si fuéramos personas sin verbos, sin nombres, sin silencio.  No permitamos que reine la afasia y la falta de escucha, ya está bien de gestos, de teatralidad y postureo. Nos merecemos más.   







Conferencia de Diego Gracia sobre RESPONSABILIDAD, TÉRMINO MODERNO





domingo, 8 de mayo de 2016

Mi patio





         Recuerdo sobre todo una tarde en el patio, éramos pequeños, mi primo Paquito Eduardo, mi hermano y yo nos pusimos a componer una canción, era la hora de la siesta y nos habíamos refugiado allí, debajo de la escalera para dar rienda suelta a lo que nosotros considerábamos creatividad. Toda palabra era nueva, casi no sabíamos escribirla, la guitarra era más grande que nosotros.

         Teníamos un melocotonero y un ciruelo y un limonero, y una vez le dio a mi abuela por plantar rosas de terciopelo. Veía desde la ventana a mi padre y a mi madre hablando de poda y esquejes y parecían los personajes de un paraíso entre las cuatro tapias que delimitaban lo nuestro. Junto a mi ventana se recostaba el jazmín y por la tarde hacíamos las biznagas.

         En el patio jugaba a ser pintora mientras encalaba con mi madre, y nos bañábamos en los bidones que mi padre trajo de no sé dónde, y crecía la imaginación y soñaba con tener alas para salir del patio. Y plantamos berenjenas y sembramos zanahorias y los conejos crecían, innumerables, mientras nosotros nos creíamos campeones de tenis con nuestra primera raqueta.

         Creíamos merecer ese patio inmenso después de venir de la estrechez del sitio donde vivíamos antes. ¡Qué hermoso es construirse una familia su propia casa! Y hablábamos con mi tía María de la antigüedad de las flores, de la necesidad de trasplantar las macetas.

         Estábamos entretenidos en el patio, con nuestras importantes tareas, cuando le dije a mi primo Paquito Eduardo que iba a dejar la carrera de patinadora artística porque no le veía futuro, porque no creía que nevara en Málaga y además las calles eran todavía de barro. Él me miró muy serio y me preguntó que entonces qué iba a ser, mi hermano contuvo la respiración expectante, le dije que sería escritora y que iba a escribir una novela sobre las suegras, que me daba a mí que estaban muy mal vistas y que no sabía yo por qué. Mi primo dijo que él me la ilustraría y mi hermano le dijo a todo el mundo mi nueva profesión. Así que para Navidad me echaron los Reyes una mesa pequeña en la que instalamos nuestra oficina y allí descubrimos, mientras ahondábamos en la ficción, por qué esas mujeres estaban tan mal vistas, sobre todo en la época de Franco.

         Y de pronto limpiábamos las hojas del otoño, abríamos el sumidero para que el agua de la lluvia tormentosa no se estancase, o simplemente nos quedábamos como bobos mirando una esparraguera o el tono subido de la yedra como si le diera vergüenza que sus hojas atravesaran el más allá. Y a mi primo se le ocurría hacernos una visita guiada por aquel universo que a la vez nos parecía tan grande y tan pequeño, y nos explicaba el origen de nuestra geografía como si supiera inglés, un inglés inventado que a mi hermano le disparaba la risa y ya no podíamos parar de reír en el patio.



Mi primo se inspiró en esta ilustración de Láiz de la edición escolar de las Novelas ejemplares preparada por José María Osorio Rodríguez para iluminar mi obra sobre las suegras en general.










Si les apetece pueden leer el capítulo titulado En el patio de mi novela La reina de la morralla que aquí les enlazo.

                                           En el patio










domingo, 1 de mayo de 2016

La amistad



         En mayo de 1994 llegué a Córdoba, no conocía a nadie, aquella noche había un acto poético en la Posada del Potro, la ciudad me pareció oscura, con demasiados límites y desaprovechada.

         Me senté en un velador que vi vacío y me dije para mí: “quien se atreva a sentarse a mi lado será mi amigo.” La Posada estaba repleta, había bullicio, gentes que se saludaban entre ellas. En fin, el mundo poético y sus protocolos.

         Se acercaron dos hombres: Francisco Benítez, teatrero, y Carlos Clementson, poeta. Me pidieron permiso para sentarse a mi mesa y comenzamos a hablar de libros. No recuerdo muy bien de qué iba el acto, sé que acabó y desaparecieron todos, menos Carlos que se ofreció a acompañarme a casa; el trayecto lo hicimos despacio, deteniéndonos sobre la literatura francesa: él me habló de la conversión de Paul Claudel, yo de la tenacidad de Marguerite Yourcenar.

         También le confesé mis ambiciones, atareada estaba con el libro de poemas Poesía sociable, con las novelas El rumor y Marcel y con la obra de teatro Por fin Antígona, también trabajaba en el guion El tímido durmiente y en una novela infantil titulada Landa y el País de la Sencillez. Lo llevaba todo para adelante, a la vez. Me había dispuesto ser una gran escritora y no podía perder tiempo. En mi barrio, en Málaga, había algo más extraño que ser lesbiana y eso era querer dedicarse a la literatura.

         Yo tenía fuerzas, mucha fuerza y pocos apoyos. Carlos Clementson me habló de Ronsard, de los miles de versos que estaba traduciendo. De todos mis proyectos el que más le atrajo fue el de Antígona, le pareció deslumbrante. Le quité importancia, le dije que era una relectura del personaje a la manera en que las feministas estábamos deconstruyendo el Olimpo y sus periferias.

         Se paró bajo una farola y muy seriamente me señaló las zonas de la ciudad que podrían ser peligrosas para una extranjera. Recuerdo que sonreí tiernamente y tomé nota de sus consejos. Hablamos de Dios y de toros. No le gustaba que mi novela Marcel tuviera un protagonista con nombre francés. Intenté explicarle el motivo de mi elección, pero no lo convencí.

         La ciudad tenía la oscuridad y el silencio de alguien que no se exige existir.

         Seguimos caminando, de nuevo se paró, y apartando la mirada me dio las gracias por hablarle. Me sentí extrañada. Quiso decir por hablarle de igual a igual.

         Desde entonces soy amiga de Carlos, de su mujer Maribel y de sus hijos Carlitos y Alonso, también de su primo Miguel Carlos. Siempre me han tratado con amabilidad, yo me sentía cómoda con el sentido estricto que ellos tienen de la discreción y con esa falta de vanidad que los caracteriza.

         Seguí con mi labor sobreponiéndome a los malos oleajes que conlleva toda creación. Carlos me decía que es natural que un torero quiera ser el primero en el escalafón; nunca criticó mis ambiciones. Le hablé de Bajtin y Derrida y le gustaron como a los gatos les gusta jugar con fruslerías.

         Fue él el que me presentó a Ginés Liébana y entonces llegó la risa absoluta. Ginés hablaba de Trascendencia Sánchez, de esos poetas engolados que se toman demasiado en serio su quehacer y, de vez en cuando, lanzaba una verdad jocosa: “El pensador es un fresco”, por ejemplo.

         Acabé mis obras y no se las enseñé, nunca me ha gustado dar la lata con las palabras. Mientras tanto seguimos hablando de Louise Labé, de Sophia de Mello o del Nihil Sibi de Miguel Torga. Pero nada tenía excesiva importancia, me decía que no me convenía leer a Racine como el que te aconseja en un restaurante que no te pidas la lubina. Yo le pedía a Ginés que pintara angelitas y a Carlos no le solía llevar la contraria en sus convicciones, me parecía de mal gusto, sobre todo porque ninguna de sus convicciones eran absolutas.

         Al llegar a mi portal, aquella noche, me dijo algo que sí mostraba cierta seguridad balbuciente como está bien visto decir la seguridad en Inglaterra: “Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya/ porque la vida es larga y el arte es un juguete./ Y si la vida es corta/ y no llega el mar a tu galera,/ aguarda sin partir y siempre espera,/ que el arte es largo y, además, no importa.

         Han pasado muchas cosas desde aquella noche: he visto la ciudad cada día hacerse más bella, he trabajado en todos los distritos como animadora sociocultural. He visto mi obra publicada y hoy me conozco Córdoba como la palma de mi mano; puedo decir que ya estoy preparada para recibir las buenas visitas.

         En fin, quiero dedicarle este poema a mi amigo Carlos Clementson, que hace unos meses lo tengo dejado. Y aprovecho para decir que la poesía será dialógica o no será, será humilde o no será. Y es que ya lo apuntaba Barthes, llega una edad en que una no teme al ridículo ni a la ternura. Si no lo dijo así, debería haberlo dicho.

         Este poema lo escribí mientras estábamos tomando una copa mi mujer y yo en el Reina Cristina de Algeciras, hotel sabroso, lleno de historias y de visitantes ilustres. Mi mujer, que ya ha dejado de decirme aquello que me ha hecho tanto bien en mi vida literaria: “Salvi, por favor, no hables con mayúsculas.”

Este poema fue publicado en la revista Cuadernos de Matemático nª 47 en Diciembre de 2011. El poema se llama:

                            ENTRE FANTASMILLAS


Ava Gardner pasea por los jardines del Reina Cristina,
se apoya en la balaustrada,
contempla las adelfas que pespuntean el puerto.
De Gaulle la mira de reojo,
Juan Belmonte imagina capotes leves,
Orson Welles piensa que ese torero es un mamarracho
y a Don Juan Carlos, rey de España, le gustaría darle un pellizco a la dama.
Un pellizco, señores, algo tan español, un pellizco de nada.
Y Doña Sofia, sonriente, lo permite.

Rock Hudson, que conoce a la diva,
que reconoce el trabajo entre compañeros de oficio,
le da un cigarrillo de colores de esos que inventó Onassis
y le ofrece su protectorado.

Algeciras, Algeciras.
¡Oh, vestida de verde y templanza!
¡Oh, Algeciras!
¡Oh, Algeciras!

Ava y Rock van a la Biblioteca,
se cruzan con un joven periodista
escondido entre las hortensias,
se llama Wiston Curchill y tartamudea.

Raudo se acerca un camarero.
-Señores, ¿no saben que aquí está prohibido fumar?
Rock Hudson le mete un billete limpio en el chaleco
y siguen su camino cadencioso como cisnes blancos,
como cisnes negros.
Churchill se conforma con haber visto la belleza,
es demasiado tímido para tratar con gigantes.
Prefiere, excitado por el encuentro, nadar en la piscina
donde antes ha nadado Ava.

En la Biblioteca, mientras tanto, se escucha la voz
de la actriz que no quería ser actriz
recitando El color y la forma del poeta Carlos Clementson
en una edición de papel tibio como los consejos de la “Iniciación a la vida”,
una edición que mandó hacer Sir Alexander Henderson
cuando se enteró de que el profesor
era de ascendencia inglesa
y de que algunas veces firmaba con el sobrenombre de Beck,
con casi un monosílabo
porque Carlos es así: hombre de muchas letras y pocas florituras.

Algeciras, Algeciras.
¡Oh, Algeciras!
Repleta de fantasmillas,
cosmopolita Algeciras
donde los toros verdes
están cercados por las cuerdas
de Paco de Lucía.

Algeciras. ¡Qué luz! ¡Qué luz!

En los pasadizos de almas expectantes
vienen las almas de la gente alegre
a buscar la vida para amar a mansalva
y mientras Lorca toca el piano
Conan Doyle musita verso por verso
El color y la forma de Sir Charles Clementson,
inglés y protestante,
protestante e inglés
aunque viva en perpetuo socorro.


Escaleras del Hotel Reina Cristina. Algeciras