En mayo de 1994 llegué a Córdoba, no
conocía a nadie, aquella noche había un acto poético en la Posada del Potro, la
ciudad me pareció oscura, con demasiados límites y desaprovechada.
Me senté en un velador que vi vacío y
me dije para mí: “quien se atreva a sentarse a mi lado será mi amigo.” La
Posada estaba repleta, había bullicio, gentes que se saludaban entre ellas. En
fin, el mundo poético y sus protocolos.
Se acercaron dos hombres: Francisco Benítez, teatrero, y Carlos Clementson, poeta. Me pidieron permiso para sentarse a mi mesa y comenzamos a
hablar de libros. No recuerdo muy bien de qué iba el acto, sé que acabó y
desaparecieron todos, menos Carlos que se ofreció a acompañarme a casa; el
trayecto lo hicimos despacio, deteniéndonos sobre la literatura francesa: él me
habló de la conversión de Paul Claudel, yo de la tenacidad de Marguerite
Yourcenar.
También le confesé mis ambiciones,
atareada estaba con el libro de poemas Poesía
sociable, con las novelas El rumor
y Marcel y con la obra de teatro Por fin Antígona, también trabajaba en
el guion El tímido durmiente y en una
novela infantil titulada Landa y el País
de la Sencillez. Lo llevaba todo para adelante, a la vez. Me había
dispuesto ser una gran escritora y no podía perder tiempo. En mi barrio, en
Málaga, había algo más extraño que ser lesbiana y eso era querer dedicarse a la
literatura.
Yo tenía fuerzas, mucha fuerza y pocos
apoyos. Carlos Clementson me habló de Ronsard, de los miles de versos que
estaba traduciendo. De todos mis proyectos el que más le atrajo fue el de
Antígona, le pareció deslumbrante. Le quité importancia, le dije que era una
relectura del personaje a la manera en que las feministas estábamos deconstruyendo
el Olimpo y sus periferias.
Se paró bajo una farola y muy
seriamente me señaló las zonas de la ciudad que podrían ser peligrosas para una
extranjera. Recuerdo que sonreí tiernamente y tomé nota de sus consejos.
Hablamos de Dios y de toros. No le gustaba que mi novela Marcel tuviera un protagonista con nombre francés. Intenté
explicarle el motivo de mi elección, pero no lo convencí.
La ciudad tenía la oscuridad y el
silencio de alguien que no se exige existir.
Seguimos caminando, de nuevo se paró, y
apartando la mirada me dio las gracias por hablarle. Me sentí extrañada. Quiso
decir por hablarle de igual a igual.
Desde entonces soy amiga de Carlos, de
su mujer Maribel y de sus hijos Carlitos y Alonso, también de su primo Miguel
Carlos. Siempre me han tratado con amabilidad, yo me sentía cómoda con el
sentido estricto que ellos tienen de la discreción y con esa falta de vanidad
que los caracteriza.
Seguí con mi labor sobreponiéndome a
los malos oleajes que conlleva toda creación. Carlos me decía que es natural
que un torero quiera ser el primero en el escalafón; nunca criticó mis ambiciones.
Le hablé de Bajtin y Derrida y le gustaron como a los gatos les gusta jugar con
fruslerías.
Fue él el que me presentó a Ginés
Liébana y entonces llegó la risa absoluta. Ginés hablaba de Trascendencia
Sánchez, de esos poetas engolados que se toman demasiado en serio su quehacer
y, de vez en cuando, lanzaba una verdad jocosa: “El pensador es un fresco”, por
ejemplo.
Acabé mis obras y no se las enseñé,
nunca me ha gustado dar la lata con las palabras. Mientras tanto seguimos
hablando de Louise Labé, de Sophia de Mello o del Nihil Sibi de Miguel Torga. Pero nada tenía excesiva importancia,
me decía que no me convenía leer a Racine como el que te aconseja en un
restaurante que no te pidas la lubina. Yo le pedía a Ginés que pintara
angelitas y a Carlos no le solía llevar la contraria en sus convicciones, me
parecía de mal gusto, sobre todo porque ninguna de sus convicciones eran
absolutas.
Al llegar a mi portal, aquella noche,
me dijo algo que sí mostraba cierta seguridad balbuciente como está bien visto
decir la seguridad en Inglaterra: “Todo el que aguarda sabe que la victoria es
suya/ porque la vida es larga y el arte es un juguete./ Y si la vida es corta/
y no llega el mar a tu galera,/ aguarda sin partir y siempre espera,/ que el
arte es largo y, además, no importa.
Han pasado muchas cosas desde aquella
noche: he visto la ciudad cada día hacerse más bella, he trabajado en todos los
distritos como animadora sociocultural. He visto mi obra publicada y hoy me conozco Córdoba como la palma de
mi mano; puedo decir que ya estoy preparada para recibir las buenas visitas.
En fin, quiero dedicarle este poema a
mi amigo Carlos Clementson, que hace unos meses lo tengo dejado. Y aprovecho
para decir que la poesía será dialógica o no será, será humilde o no será. Y es
que ya lo apuntaba Barthes, llega una edad en que una no teme al ridículo ni a
la ternura. Si no lo dijo así, debería haberlo dicho.
Este poema lo escribí mientras
estábamos tomando una copa mi mujer y yo en el Reina Cristina de Algeciras,
hotel sabroso, lleno de historias y de visitantes ilustres. Mi mujer, que ya ha
dejado de decirme aquello que me ha hecho tanto bien en mi vida literaria:
“Salvi, por favor, no hables con mayúsculas.”
Este poema fue publicado en la revista Cuadernos de Matemático nª 47 en Diciembre de 2011. El
poema se llama:
ENTRE FANTASMILLAS
Ava
Gardner pasea por los jardines del Reina Cristina,
se
apoya en la balaustrada,
contempla
las adelfas que pespuntean el puerto.
De
Gaulle la mira de reojo,
Juan
Belmonte imagina capotes leves,
Orson
Welles piensa que ese torero es un mamarracho
y
a Don Juan Carlos, rey de España, le gustaría darle un pellizco a la dama.
Un
pellizco, señores, algo tan español, un pellizco de nada.
Y
Doña Sofia, sonriente, lo permite.
Rock
Hudson, que conoce a la diva,
que
reconoce el trabajo entre compañeros de oficio,
le
da un cigarrillo de colores de esos que inventó Onassis
y
le ofrece su protectorado.
Algeciras,
Algeciras.
¡Oh,
vestida de verde y templanza!
¡Oh,
Algeciras!
¡Oh,
Algeciras!
Ava
y Rock van a la Biblioteca,
se
cruzan con un joven periodista
escondido
entre las hortensias,
se
llama Wiston Curchill y tartamudea.
Raudo
se acerca un camarero.
-Señores,
¿no saben que aquí está prohibido fumar?
Rock
Hudson le mete un billete limpio en el chaleco
y
siguen su camino cadencioso como cisnes blancos,
como
cisnes negros.
Churchill
se conforma con haber visto la belleza,
es
demasiado tímido para tratar con gigantes.
Prefiere,
excitado por el encuentro, nadar en la piscina
donde
antes ha nadado Ava.
En
la Biblioteca, mientras tanto, se escucha la voz
de
la actriz que no quería ser actriz
recitando
El color y la forma del poeta Carlos
Clementson
en
una edición de papel tibio como los consejos de la “Iniciación a la vida”,
una
edición que mandó hacer Sir Alexander Henderson
cuando
se enteró de que el profesor
era
de ascendencia inglesa
y
de que algunas veces firmaba con el sobrenombre de Beck,
con
casi un monosílabo
porque
Carlos es así: hombre de muchas letras y pocas florituras.
Algeciras,
Algeciras.
¡Oh,
Algeciras!
Repleta
de fantasmillas,
cosmopolita
Algeciras
donde
los toros verdes
están
cercados por las cuerdas
de
Paco de Lucía.
Algeciras.
¡Qué luz! ¡Qué luz!
En
los pasadizos de almas expectantes
vienen
las almas de la gente alegre
a
buscar la vida para amar a mansalva
y
mientras Lorca toca el piano
Conan
Doyle musita verso por verso
El color y la forma
de Sir Charles Clementson,
inglés
y protestante,
protestante
e inglés
aunque
viva en perpetuo socorro.
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Escaleras del Hotel Reina Cristina. Algeciras
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