sábado, 26 de octubre de 2019

Requeteenterrao




Existe algo en nuestros modales que huele a pasado, algo que necesariamente nos debíamos haber quitado de encima hace tiempo. Esa herencia, esa forma de contar y de no meterse en líos, ese abstenerse preventivamente es lo que nos convierte en falsamente equidistantes, exasperados individualistas e ignorantes políticos, es decir, como se decía en la antigua Grecia: Idiotas.

         Franco supuso para España un proceso educacional que se reía de la espontaneidad de la Residencia de Estudiantes y del deleite de aprender, olvidó y nos hizo olvidar el Lyceum Club Femenino y se impuso la forma narrativa estructural y vociferante de la dictadura, el estilo Queipo de Llano. (Hay que nombrar a Jacques Prévert y su poema La Crossse en l´Air y su voz para los que no tenían voz en el 36). ¿Por qué somos un país que grita tanto como si quisiéramos aligerar el trabajo a los espías? ¿Por qué tenemos esa torpeza en el hablar que nos hace desabridos y cortantes? ¡Qué diferencia con el español de América!

         Somos como esa cantante que se perdiera en los pasillos del teatro porque estamos enamorados del fracaso, esa cantante disfrazada de Brunilda que aparece en la obra de Tomeo Los misterios de la Ópera. Somos una sociedad que no quiere llegar hasta las últimas consecuencias o ¿habremos roto, esta tarde de otoño, el maleficio? Espero que sí.

         La dulce lágrima de las radionovelas se coló en nuestro relato, los gestos histriónicos abundaban en el pseudointelectual, la mágica coincidencia era el lugar del suspiro y la copla, el servilismo la gimnasia.

         Y esta tarde de otoño hemos crecido alejando del honor al dictador, pero no estamos contentos. ¿Por qué no saltamos de alegría? Ha tardado mucho el beso de la justicia, ya nos ha pillado casi dormidos, ya han hecho efecto las pastillas del no recordarán. Pero no, tenemos que despertar: Ahora solo queda eliminar el tejido que nos ata con el aliento de la mentira, hay que coger el bisturí, dar la bienvenida a la salud y adoptar costumbres calmadas, entre ellas no gritar y hablar como la fuente que fluye en la naturaleza.

         Cuando pienso en la humildad veo a una vieja vestida de negro, con su delantal encima y cortando pan con una navajilla; esa es la imagen de lo digno, de la sencillez y el agua clara. Habla Daniele  Giglioli en Crítica de la víctima: “…la víctima es tal porque ante todo está obligada a callar, a no ser escuchada, a verse privada del poder del lenguaje. Hablar es la primera forma de agency. La víctima es un ´in-fante´. Los nazis lo sabían bien: si lo contáis, nadie os creerá.”





        

sábado, 19 de octubre de 2019

De cómo apostamos por las oraciones simples




Hubo un día en que apostamos por la frivolidad, no nos lo pensamos mucho, creíamos merecerlo todo, para eso habíamos sufrido, salíamos de una dictadura y ofrecíamos a nuestros mayores, en vez de la dignidad de la memoria, la posibilidad de volver a la infancia. No está mal que se recreen y disfruten en sus viajes y excursiones, lo que no es de recibo es que los convirtiéramos en olvidadizos antes de tiempo y, después, aprovechándonos de ellos, los convirtiéramos en padres de nuestro hijos. En fin, que nos saltamos el respeto a la vejez e impusimos una versión acallada y deportiva de lo que significa ser abuelas-cuidadoras, extranjeras en su propia tierra, desterradas del tiempo real que nos tocaba vivir. Afortunadamente y, a pesar de tantos tentadores obstáculos, la vejez comprometida ha llegado a Madrid a defender lo suyo y, generosamente, lo nuestro.

         Cuando hablo de extranjera siempre me viene a la cabeza el poema de Gabriela Mistral en el que se valora lo que no dice y el acento de lo que dice. Yo soy una coleccionista de poemas que hablan de extranjería: la poeta Rosario Castellanos también subraya esta cualidad silente en su poema Monólogo de la extranjera: “…He callado más de lo que he dicho.” Cristina Peri Rossi en su poema La extranjera habla de “la obstinación de su silencio”. Y Dulce María Loynaz habla en su poema titulado también La extranjera de cómo “sus palabras quietas / se caían sin ruido”.

         Ruido es lo que nos sobra hoy día, ruido que nos impide ver el cauce de ese río de lo profundo y su borboteo de paz. Ese río es, en estos momentos, una voz nerviosa que se sabe, con seguridad, pisada por el hermano, el marido o el padre; aquellos verdaderos y locuaces protagonistas de la Transición, los que tenían todas las palabras y en las verbenas cantaban desgañitados: “Ramona, te quiero”. Esa canción sobre la educación sentimental que heredamos del inigualable Fernando Esteso.

         Después vino el periodismo burdo y nocturno que tenía a los españoles despiertos con el gran griterío de la sinrazón, del tú más, y ahora tenemos todos unos expertos en semiótica que tiran de estímulos comunicacionales y que desprecian las oraciones subordinadas. Así que las grandes estrellas televisivas del contar no saben acunar a una niña, recitar pausadamente un verso.

         ¿Por qué no les preguntan a las abuelas que charlan con sus nietos camino del colegio? ¿Por qué no se leen Retahilas de Carmen Martín Gaite? ¿Por qué no les ponen sus micrófonos a esas extranjeras que vienen en pateras asustadas y hablándoles a sus niños para que ellos no se asusten? ¿Por qué les dan voz a la ultraderecha y nos la blanquean como si fuese normal el histerismo político y hacerse las víctima?

         Yo creo que todo viene de esa manía de utilizar oraciones simples que no edifican el cerebro para la empatía sino que convierten nuestras neuronas en meros interruptores competitivos. Eso y que nos hemos olvidado de escuchar las maravillosas canciones de Raimon. Después las raras somos nosotras.






sábado, 12 de octubre de 2019

Como de la familia




Por la tarde, en mi casa, siempre tomamos thé. Adornamos el agua con canela y yerbabuena, también le ponemos matalahúva. Y disertamos sobre lo divino y lo humano, lo salvaje y lo civilizado, el querer y no poder o la excepcionalidad del arte.

         Esto lo heredé de mi bisabuela, de mi abuela, de mi madre, de mi padre, de mi abuelo, de mi tío Día y, por supuesto, de Marcel Proust; ese ser que pasó a formar parte de la familia el día en que descubrí que su obra estaba escrita para mí aunque él no me conociera.

         Mi patria son los libros y de ellos soy ciudadana. Mi bandera es la hermosa caligrafía, mi himno los decires que me enamoran, no importa en qué lengua con tal de que me acaricie con su fonética. Puede parecer simple, pero es la verdad, la verdad con minúsculas, sin voces.

         A mí Marcel me salvó la vida y le dio belleza a mis amoríos lésbicos donde, los que no eran de papel, veían fealdad. Hacía mucho tiempo que no decía que soy lesbiana y no quiero que se les olvide. Y es que en esta España estamos de memoria medio regular.

         Pero por si algo es grande En busca del tiempo perdido no es por el atrevimiento de haberse inventado una hostia consagrada a la libertad llamada magdalena, tampoco es por las hermosas descripciones de los vestidos de las damas, ni por el olor de las catleyas ni por la radiografía sutilísima de las emociones, ni por la existencia, para todo, de al menos, dos caminos. Se trata de algo más. Es decir, se trata de eso y de algo más. La novela nos sirve una raíz concretísima, una tangible idea de justicia: la descripción del caso Dreyfus, el caso del militar judío que fue acusado de espionaje en la Francia de finales del XIX y principio del XX. El caso que dividió a los franceses en favor y en contra, en el que se descubrió la gran grieta del antisemitismo en el seno de la sociedad.

         Toda obra que se precie propone a los lectores el cuestionamiento de un paradigma, el desmenuzamiento de la realidad para hacerla más real que la vida misma, que con su velocidad no deja tiempo para reflexionar en torno a los prejuicios políticos. Proust nos enseña que las liaison con la historia no hace de la novela algo con fecha de caducidad sino, al revés, la ancla en la Tierra. Y el análisis de las opiniones dadas con tranquilidad, sin sentirse observados por el narrador, que sin embargo observa, es una de las riquezas más desbordantes de la obra como la descripción de una personalidad celosa o la admiración por los recitados, la pose y la voz de la Bernhardt.








sábado, 5 de octubre de 2019

La Cortesía




Andamos en tiempos en que se imita lo que sale por la televisión: se cree que conversar es tertuliar a voces y que los hombres deben llevar los pantalones ajustados, también se cree que no deben ponerse calcetines y que lleva la razón quien más grita. Opinamos sobre lo no opinable y ponemos en duda los métodos científicos, se piensa que comunicar es seducir así que vivimos en un siglo supersexualizado y narcisista.

         A pesar de todo estamos bien, sobre todo nosotras, las gentes del desarrollado Occidente. Así que sólo bastaría un poco de autocrítica para dar un salto que nos llevara a conciliarnos con nuestro espíritu y con una cortesía teñida de verdadera honestidad. Pero, ¡ay!, el cinismo es el refugio de esos tertulianos que imitamos.

         Que nos libren los Dioses y los manuales de gramática de caer en las trampas de los discursos publicitarios. Y ya se ha convertido en publicidad todo, así que producimos sin cesar gestos para la galería y una grave falta del reconocimiento de los errores cometidos.

         Yo siempre me he guiado por Proust cuando quiero saber lo que es la delicadeza, la complejidad del ser humano, la soledad que destila en todas sus apreciaciones. Y creo que si consideráramos nuestras acciones bajo un prisma de autoevaluación novelesca seríamos más felices. Sabemos que lo político es un condimento grueso, ya se ha demostrado. ¿Qué tal si probáramos la sal de la literatura?

         Pienso que si aceptáramos la intimidad de los personajes novelescos como reflejo de nuestro ser complicado tal vez seríamos más tolerantes. Así que declaro la utilidad de la creación y la lectura repensada como arroyo que nos lleva a la catarata de lo sensible sin sensiblería. Aconsejo leer para quitarnos la mancha hortera y desbocada con la que nos ha señalado la telerrealidad, la era del Gran Hermano y sus comentarios sobre lo que antes era privado.

         “Aprender a ser”, que decía el Informe a la UNESCO de la Comisión Internacional sobre la educación para el siglo XXI presidida por Jacques Delors, aprender a ser porque se teme la deshumanización que va unida a los avances tecnológicos.

         Les propongo que empecemos por un pequeño acto humanitario: enviemos una postal a un amigo o amiga, enviemos una postal escrita morosamente como cuando solíamos concentrarnos y escribir a mano. Recuperemos la humilde caligrafía que entrelaza una letra a otra para formar palabras hiladas, oraciones encadenadas, largos párrafos llenos de cortesía y tiempo.