sábado, 28 de diciembre de 2019

Los Borrachuelos




Lo mejor, para gestionar las confusas emociones que se producen en Navidad, es ponerse a hacer roscos y empanadillas, en una palabra: Borrachuelos.

Fríase ajonjolí y matalauva con un trocito de cáscara de limón en medio litro de buen aceite, cuidadito con que no se te queme. Déjalo enfriar mientras el aroma se expande por toda la casa. Procura no meterle fuego a nada, esa es una ley de oro en la cocina.

Cójase el lebrillo familiar que yo creo que es del siglo XV, aunque mi sobrino Pablo asegura que, tras largos estudios, ha averiguado que se trata de una pieza del siglo XVI. Échese en él los ingredientes.

Añadir la raspadura de una naranja gigante y el zumo de dicha naranja y un vaso y medio de vino dulce mezcladito con un poquito de vino blanco, un chorreón de coñac y otro chorreón de anís, no vayas a dejarlo para el final.



Echar tres cucharaditas de canela molida y casi medio vaso de azúcar, no se puede echar mucha porque si no el rosco se  abre y la empanadilla no se cierra. Pon también un sobrecito de levadura.

Y ahora viene el momento más importante: Mezclar todo con harina. ¿Cuánta? Pues es muy fácil: La que admita. 


En nuestro caso aceptó medio kilo de harina de fuerza y un kilo y pico de harina de repostería.

Empezamos a amasar. Bueno, lo hizo mi sobrina Alba, que para la ocasión se puso un delantal de lunares. Hay que procurar no asustar la masa ni tirarla del cielo al suelo, es conveniente tratarla con amabilidad y no con violencia.

Dispóngase a hacer los dulces. Este es un trabajo comunitario: todas las manos son pocas. Después se fríen. ¡Ah! Las empanadilllas están rellenas de batatas, que se me olvidaba.

El aceite de freír no puede estar ni muy frío ni mú caliente y la alegría no debe decaer nunca.









sábado, 21 de diciembre de 2019

La Caracola


Todos deberíamos sentir la necesidad de escuchar sin tener la tentación de responder ávidamente como si estuviéramos con la escopeta cargada. Así, calmados, se escucha a los pájaros, el pisar de la zorra en la nieve o el rumor del aire entre las cañadulces, también las palabras que están dichas sin rencor ni soberbia.

         En este mundo, nada complaciente, estamos premiando el desorden y la mediocridad por miedo, tal vez, de ver un amanecer limpio al que no estamos acostumbradas. Tendríamos que estar contentas con lo que hemos conquistado y dejar que nuestra casa sea refugio hospitalario para quienes aman nuestra libertad.

         Vienen días de luminarias y estallidos emocionales, días en que la conversación debería estar aliñada con cuidados extremos, nuestras jóvenes nos están enseñando a hablar ecológicamente, nuestras mayores nos regalaron los utensilios de la escucha. Dejemos la puerta abierta y alejémonos de aquellos que no respetan el dialogo.

         En el Renacimiento surgió mucha literatura dialogada, desde Erasmus a Cristóbal de Villalón, bebían de costumbres clásicas como eran las formas de Platón o de Luciano de Samósata. Todos tenían en común el humor como Santa Teresa de Jesús tiene las verdades pequeñas para creer en las grandezas o Sor Juana Inés de la Cruz bebe rebeldía en su biblioteca llena de instrumentos científicos.

         Bajemos un poco a la tierra y descubramos que la luz la puede traer cualquiera en su zurrón, habilitemos espacios para la escucha, paseos para la charla, parques con abedules y que de ellos cuelguen libros de Clarice Lispector, que tan bien sabe escribir el silencio.

         No nos apresuremos ni alentemos las fierezas, por muy torpes que sean los líderes siempre tenemos la oportunidad de no faltarnos el respeto y dejar acorralados a los furibundos. Seamos como las caracolas que contienen el mar pero no los tsunamis. Feliz Navidad.






sábado, 14 de diciembre de 2019

Lady Betún


Durante todo este año de 2019 hemos venido,  la escritora Ana Ramos y yo, recitando en la cafetería LA VIAJERA. Allí nos hemos divertido mucho y reído muchísimo, también, de vez en cuando, nos hemos puesto trascendentes.
Aquí les muestro el poema-océano con el que abrí el último recital, espero que les guste y que se les ilumine la cara de gracia y alegría.




Lady Betún

¡Oh, gentes de los bajos fondos! Usureros de la fantasía, bebedores de cervezas, mujeres que se atreven a llevar navajas en el liguero, oidores que escucháis a Bill Evans o a Diana Krall. Gentes de mal vivir, estudiantes que sólo aman los poemas de Louise Labé y juráis que Sor Juana Inés de la Cruz es superior a Góngora, y que cantáis al mar que surca Greta Thunberg. Gentes a las que les encanta el bocadillo de salmón y la rebeldía de la Ballena Blanca. ¡Oh, vosotros y vosotras, hoy vais a conocer la historia de Lady Betún!

Lady Betún nació en un establecimiento que vendía bacalao de la Península del Labrador, arroz con aroma a jazmín y curry de Madrás, también estaban llenas sus estanterías de canela y nuez moscada, de anís estrellado y de jamones de Serón, de azafrán de la Vera y de latas de atún rojo, de queso azul y de castañas pilongas, también había en el ultramarino cajones llenos de palabrotas y rabos de conejo que atraían la buena suerte, y un tambor.

Lady Betún nació al amanecer mientras sonaba un disco de Billie Holiday lleno de miel y de sabiduría y sus padres quedaron asombrados al ver que era albina. Sí, señoras y señores, Lady Betún era blanquísima, casi traslucida, sus venas azules tenía el color de la mañana en Nueva Orleans. Su claridad era tanta como la de un botón de nácar o la de una pieza de blanco alabastro, así que, no confíen ustedes en las palabras; la llamaron Lady Betún y creció en un barrio de casas pareadas donde los tejados estaban llenos de antenas parabólicas porque la mitad de la población estaba suscrita al porno.

Mi amiga, porque es amiga mía, se recorrió la Quinta Avenida de Nueva York en compañía de su madre buscando unos zapatos bajos color coñac. Finalmente los encontraron en Elche donde decidieron establecer su residencia ya que en América les costaba mucho trabajo hablar irónicamente, así que se vinieron a España y en cuanto la vieron los españoles la llamaron La Negra, y le dijeron que se tenía que comprar un piano para cantar canciones de amor con la hondura del cante de las minas.

Lady Betún fue a un colegio concertado y una maestra animista que daba clases de religión le dijo que la Diosa Naturaleza era como el tono de voz de Jolie Holland, y que había que dejar que los narcisistas se devoren entre ellos. Y eso sí: había que romper con vibraciones sonoras las antenas que transmitían porno porque era una barbaridad que todo el mundo se convirtiera en cómodos coitocéntricos. Entonces fue cuando creció de verdad Lady Betún y se volvió exigente y se graduó en marketing y gestión de empresas y se compró un satisfayer y se acabaron las súplicas a los amantes por eso de tócame aquí, tócame allá. Pero viendo que podía llegar a convertirse en una narcisista también se fue a pasear por el parque de los robles y los castaños dorados y encontró una novia que le regaló un bollo de leche. ¡Esto sí que es amor! Exclamó Lady Betún que le compró una bolsa de terrones de hielo a su novia para aliviarla del calor que sentía en las inconsolables noches de la Tierras Húmedas.

Lady Betún y su compañera que se llamaba Harina de Otro Costal volaron por los cielos de este globo que es nuestra casa y decidieron dar clases de educación sexual. Y entre otras cosas dijeron que el cuerpo, todo el cuerpo, es una resonancia del espíritu.

Se hicieron abolicionistas y consideraron que los misterios del empoderamiento femenino se debían aprender en las escuelas, puesto que todo empieza con la buena educación. ¡Oh Lady Betún y Harina de Otro Costal cabalgaron por las afueras de todas las ciudades visitando los Clubs Nocturnos e identificando a los puteros! Aquello sí que fue una Odisea y no la del maldito Ulises cuando volvía de la cercada Troya. Ni la del otro Ulises, el de James Joyce, comiendo riñones asados en su torre. Porque esto está bien saberlo: Lady Betún y Harina de Otro Costal se hicieron también veganas y tomaban lentejas y berenjenas con cebolla, y ensalada de tomate y aguacate, y tofu y algas, y se inclinaban ante las gatas y las vacas que empezaron a ser sagradas.

Entonces y solo entonces, mientras estaban almorzando habichuelas con garbanzos y puré de patatas, Harina de Otro Costal se quitó la máscara que le oprimía y le confesó a Lady Betún que la amaría eternamente porque le gustaba más que comer con los deos. Lady Betún se puso muy contenta y dijo que la correspondía y que ambas se fugarían al Paraíso.

Lady Betún se puso a describirle los ríos de leche y miel que había en el Edén y a Harina de Otro Costal le dieron arcadas porque era intolerante a la lactosa y alérgica a las abejas. Por su parte Lady Betún le dijo que no soportaba el gluten y que había tirado a escondidas aquel bollo de leche que le regaló. Pero ellas persistieron, así que cada vez que hacían el amor se llenaban de ronchas, salpullidos y mareos; pero eso no les importaba. “En el exceso está la curación”, se decían.

Y vaya si se curaron y la metamorfosis fue tan brutal que estudiaron para psiquiatras y pusieron una consulta donde atendían las alergias alimentarias y psicoanalizaron a la gente que bebe cerveza sin alcohol. Así ganaron dinerito y no tuvieron que contratar ningún plan de pensiones porque tenían hasta lista de espera.

Cuando llegó la vejez, que siempre llega cautelosa, se fueron a una ciudad de la costa de la que no me han querido dar el nombre y pusieron un salón de juegos. Sí, señoras y señores, Lady Betún y Harina de Otro costal se hicieron crupiers, y es que tenían mucha habilidad para transformarse. Y en los ratos libres escribieron un tratado sobre el capitalismo y el blues, y explicaron cómo las monedas de cobre hieren a las mujeres jóvenes, además, en una adenda de doscientas páginas, describían por qué no se debe imprimir rostros en los billetes.

Pasaron los años hasta que llegó la resurrección de ambas, porque desde que apareció Google no existe la muerte y, de nuevo, comenzaron la ruleta de la vida; esta vez ejercieron de taquígrafas para enterarse bien de lo que dicen los políticos mientras beben agua y se suben, soberbios, dos escalones más por encima de las personas corrientes, que no saben de falsa oratoria pero sí de fantasía de la buena como la de las trovadoras buenas.


 
Ana Ramos y Salvadora Drôme, escritoras viajeras. Ambas forman el Colectivo Poético Jamón y Gambas





sábado, 7 de diciembre de 2019

Beatriz Pantaleón Ortega, novelista


         Creo que fue en el libro Interpretación y análisis de la obra literaria de Wolfgang Kayser que leí, hace más de treinta años, aquello de que la estructura de El Lazarillo de Tormes venía dada por su personaje principal, y que es el propio Lazarillo, gracias a su recorrido, quien nos lleva a visitar distintos espacios sociales, desde el del hidalgo hasta el del ciego, convirtiendo la obra en un mosaico. Pues bien, gracias a las aventuras de Beatriz Pantaleón tenemos constancias de sus propias observaciones en cada uno de los escenarios en que se mueve. Su obra goza de cierta picardía y rezuma la naturalidad de quien describe lo que ve sin preguntarse otra cosa que la certeza de sus propios análisis, que es la forma más honesta de ser testiga de la realidad. De ahí manan sus travesuras.

         Su libro La Exposición está dividido en tres partes: “Retratos, Autorretratos y Bodegones o Naturaleza Muerta” y, aunque le debe al mundo de la pintura esta división, el texto no se muestra como una serie de escenas inconexas sino que la autora nos lleva del hilo de su yo para pasearnos por las estancias de las vivencias aceptadas.

         Beatriz Pantaleón Ortega es una joven escritora que elige la valentía y se desenvuelve por el camino del conocimiento de sí misma buscándose constantemente el respeto. Esa es su verdadera aventura, su verdadero viaje iniciático: el encuentro con ella misma. Y no le importa lo que encontrará, se siente preparada para cualquier cita con su ser, lo que importa es esa voluntad con la que vive, ese momento en medio del campo de batalla que es el hoy de una chica insumisa con la rutina.

         La historia se despliega por tanto entre las inseguridades del mundo moderno y la sensibilidad para hacer bella esa “exposición” que visitamos a  través de sus ojos. Esa “exposición” cuidada de sí misma, de ahí que haya dicho anteriormente que se guarda respeto, y añado que su propuesta literaria lleva añadida la lucha por la dignidad. Eso lo hace con un lenguaje claro, límpido, que llena de una sonrisa la historia: sus vivencias en el Madrid de hoy, su carrera de actriz, sus análisis optimistas y conjugados con lo natural, su empecinamiento en sembrar bonanza.


         Considero que este libro es un buen regalo para aquellas que quieren descubrir los chispeantes razonamientos de una joven que, como la comiquera Gabrielle Bell, nos hace sentir que no estamos castigados a leer esforzadamente sino que el lenguaje ha nacido para saborearlo como una limonada. Feliz lectura y buena manera de permanecer despierta ante la felicidad que, desenvuelta, proclama.