Durante todo este año de 2019 hemos venido, la escritora Ana Ramos y yo, recitando en la cafetería LA VIAJERA. Allí nos hemos divertido mucho y reído muchísimo, también, de vez en cuando, nos hemos puesto trascendentes.
Aquí les muestro el poema-océano con el que abrí el último recital, espero que les guste y que se les ilumine la cara de gracia y alegría.
Lady Betún
¡Oh,
gentes de los bajos fondos! Usureros de la fantasía, bebedores de cervezas,
mujeres que se atreven a llevar navajas en el liguero, oidores que escucháis a
Bill Evans o a Diana Krall. Gentes de mal vivir, estudiantes que sólo aman los
poemas de Louise Labé y juráis que Sor Juana Inés de la Cruz es superior a
Góngora, y que cantáis al mar que surca Greta Thunberg. Gentes a las que les
encanta el bocadillo de salmón y la rebeldía de la Ballena Blanca. ¡Oh,
vosotros y vosotras, hoy vais a conocer la historia de Lady Betún!
Lady
Betún nació en un establecimiento que vendía bacalao de la Península del
Labrador, arroz con aroma a jazmín y curry de Madrás, también estaban llenas
sus estanterías de canela y nuez moscada, de anís estrellado y de jamones de
Serón, de azafrán de la Vera y de latas de atún rojo, de queso azul y de
castañas pilongas, también había en el ultramarino cajones llenos de palabrotas
y rabos de conejo que atraían la buena suerte, y un tambor.
Lady
Betún nació al amanecer mientras sonaba un disco de Billie Holiday lleno de
miel y de sabiduría y sus padres quedaron asombrados al ver que era albina. Sí,
señoras y señores, Lady Betún era blanquísima, casi traslucida, sus venas azules
tenía el color de la mañana en Nueva Orleans. Su claridad era tanta como la de
un botón de nácar o la de una pieza de blanco alabastro, así que, no confíen ustedes
en las palabras; la llamaron Lady Betún y creció en un barrio de casas pareadas
donde los tejados estaban llenos de antenas parabólicas porque la mitad de la
población estaba suscrita al porno.
Mi
amiga, porque es amiga mía, se recorrió la Quinta Avenida de Nueva York en
compañía de su madre buscando unos zapatos bajos color coñac. Finalmente los
encontraron en Elche donde decidieron establecer su residencia ya que en
América les costaba mucho trabajo hablar irónicamente, así que se vinieron a
España y en cuanto la vieron los españoles la llamaron La Negra, y le dijeron
que se tenía que comprar un piano para cantar canciones de amor con la hondura
del cante de las minas.
Lady
Betún fue a un colegio concertado y una maestra animista que daba clases de
religión le dijo que la Diosa Naturaleza era como el tono de voz de Jolie
Holland, y que había que dejar que los narcisistas se devoren entre ellos. Y
eso sí: había que romper con vibraciones sonoras las antenas que transmitían
porno porque era una barbaridad que todo el mundo se convirtiera en cómodos
coitocéntricos. Entonces fue cuando creció de verdad Lady Betún y se volvió
exigente y se graduó en marketing y gestión de empresas y se compró un
satisfayer y se acabaron las súplicas a los amantes por eso de tócame aquí,
tócame allá. Pero viendo que podía llegar a convertirse en una narcisista
también se fue a pasear por el parque de los robles y los castaños dorados y
encontró una novia que le regaló un bollo de leche. ¡Esto sí que es amor!
Exclamó Lady Betún que le compró una bolsa de terrones de hielo a su novia para
aliviarla del calor que sentía en las inconsolables noches de la Tierras
Húmedas.
Lady
Betún y su compañera que se llamaba Harina de Otro Costal volaron por los
cielos de este globo que es nuestra casa y decidieron dar clases de educación
sexual. Y entre otras cosas dijeron que el cuerpo, todo el cuerpo, es una
resonancia del espíritu.
Se
hicieron abolicionistas y consideraron que los misterios del empoderamiento
femenino se debían aprender en las escuelas, puesto que todo empieza con la
buena educación. ¡Oh Lady Betún y Harina de Otro Costal cabalgaron por las
afueras de todas las ciudades visitando los Clubs Nocturnos e identificando a
los puteros! Aquello sí que fue una Odisea y no la del maldito Ulises cuando
volvía de la cercada Troya. Ni la del otro Ulises, el de James Joyce, comiendo
riñones asados en su torre. Porque esto está bien saberlo: Lady Betún y Harina
de Otro Costal se hicieron también veganas y tomaban lentejas y berenjenas con
cebolla, y ensalada de tomate y aguacate, y tofu y algas, y se inclinaban ante las
gatas y las vacas que empezaron a ser sagradas.
Entonces
y solo entonces, mientras estaban almorzando habichuelas con garbanzos y puré
de patatas, Harina de Otro Costal se quitó la máscara que le oprimía y le
confesó a Lady Betún que la amaría eternamente porque le gustaba más que comer
con los deos. Lady Betún se puso muy contenta y dijo que la correspondía y que
ambas se fugarían al Paraíso.
Lady
Betún se puso a describirle los ríos de leche y miel que había en el Edén y a
Harina de Otro Costal le dieron arcadas porque era intolerante a la lactosa y
alérgica a las abejas. Por su parte Lady Betún le dijo que no soportaba el
gluten y que había tirado a escondidas aquel bollo de leche que le regaló. Pero
ellas persistieron, así que cada vez que hacían el amor se llenaban de ronchas,
salpullidos y mareos; pero eso no les importaba. “En el exceso está la curación”,
se decían.
Y
vaya si se curaron y la metamorfosis fue tan brutal que estudiaron para
psiquiatras y pusieron una consulta donde atendían las alergias alimentarias y
psicoanalizaron a la gente que bebe cerveza sin alcohol. Así ganaron dinerito y
no tuvieron que contratar ningún plan de pensiones porque tenían hasta lista de
espera.
Cuando
llegó la vejez, que siempre llega cautelosa, se fueron a una ciudad de la costa
de la que no me han querido dar el nombre y pusieron un salón de juegos. Sí,
señoras y señores, Lady Betún y Harina de Otro costal se hicieron crupiers, y es
que tenían mucha habilidad para transformarse. Y en los ratos libres
escribieron un tratado sobre el capitalismo y el blues, y explicaron cómo las monedas de
cobre hieren a las mujeres jóvenes, además, en una adenda de doscientas páginas, describían por qué no se debe imprimir rostros en los billetes.
Pasaron
los años hasta que llegó la resurrección de ambas, porque desde que apareció
Google no existe la muerte y, de nuevo, comenzaron la ruleta de la vida; esta
vez ejercieron de taquígrafas para enterarse bien de lo que dicen los políticos
mientras beben agua y se suben, soberbios, dos escalones más por encima de las
personas corrientes, que no saben de falsa oratoria pero sí de fantasía de la
buena como la de las trovadoras buenas.