En
los últimos tiempos se habla mucho del relato, es una de esas palabras que se
ha puesto de moda y que resulta imprescindible, necesaria, como gustan decir los
gurús de internet a sus humildes seguidores. Es así que han surgido las guerras
narratológicas, y se alimenta al monstruo de las versiones para defender de mala
manera una pretendida objetividad que se impone como verdad destellante.
Porque el relato al que nos quieren acostumbrar ama la completitud y las raíces
extremadamente verticales, sin comunicación posible entre habladores y con la
puerta entreabierta ya al insulto o si no al levantamiento de la voz total.
España no es como Francia, que inventó la filosofía deconstructiva y
Derrida se convirtió en el intérprete de los viejos textos, y empezó a dialogar
con Platón como si estuviera vivo. Aquí se lleva el trazo grueso, la locuacidad
aplastante, el bautizo de las calles con ignominiosos nombres y las
conversaciones abruptas. No hemos aprendido todavía a hablar despacio y ya nos la
vamos dando de relatores, cuando lo que se hace, sobre todo desde los medios de
comunicación, es forzar las historias con repeticiones sobreactuadas.
Así que, reflexionando sobre esto, no
veo la necesidad del dinero por ninguna parte, y es que las monedas las inventaron para quitarle lustre a la poesía y jerarquizar los trabajos,
quitándole importancia al andar pausado y a la contemplación de las flores del
Pacífico.
Para comenzar a relatar hay que estar
educado en la honestidad, porque se sabe que el periodismo se basa en esta
certidumbre lo mismo que el trueque ejercita el dialogo y el acuerdo. La
horizontalidad en suma.
Así que no vengan ustedes con relatos
aplastantes que no buscan la musicalidad de la diferencia. Y dejen de quejarse,
por favor, que gastan muy buen aire acondicionado para sus conversaciones que
no nos llevan a ningún puerto.
Me vuelvo pues a las flores del
Pacífico que tanto alivian mi alma de desasosiegos inútiles.