sábado, 31 de agosto de 2019

El Relato




En los últimos tiempos se habla mucho del relato, es una de esas palabras que se ha puesto de moda y que resulta imprescindible, necesaria, como gustan decir los gurús de internet a sus humildes seguidores. Es así que han surgido las guerras narratológicas, y se alimenta al monstruo de las versiones para defender de mala manera una pretendida objetividad que se impone como verdad destellante. Porque el relato al que nos quieren acostumbrar ama la completitud y las raíces extremadamente verticales, sin comunicación posible entre habladores y con la puerta entreabierta ya al insulto o si no al levantamiento de la voz total.

         España no es como Francia,  que inventó la filosofía deconstructiva y Derrida se convirtió en el intérprete de los viejos textos, y empezó a dialogar con Platón como si estuviera vivo. Aquí se lleva el trazo grueso, la locuacidad aplastante, el bautizo de las calles con ignominiosos nombres y las conversaciones abruptas. No hemos aprendido todavía a hablar despacio y ya nos la vamos dando de relatores, cuando lo que se hace, sobre todo desde los medios de comunicación, es forzar las historias con repeticiones sobreactuadas.

         Así que, reflexionando sobre esto, no veo la necesidad del dinero por ninguna parte, y es que las monedas las inventaron para quitarle lustre a la poesía y jerarquizar los trabajos, quitándole importancia al andar pausado y a la contemplación de las flores del Pacífico.

         Para comenzar a relatar hay que estar educado en la honestidad, porque se sabe que el periodismo se basa en esta certidumbre lo mismo que el trueque ejercita el dialogo y el acuerdo. La horizontalidad en suma.

         Así que no vengan ustedes con relatos aplastantes que no buscan la musicalidad de la diferencia. Y dejen de quejarse, por favor, que gastan muy buen aire acondicionado para sus conversaciones que no nos llevan a ningún puerto.

         Me vuelvo pues a las flores del Pacífico que tanto alivian mi alma de desasosiegos inútiles.






sábado, 24 de agosto de 2019

Nos parecemos más de lo que creemos




La confianza es ese elixir que se cultiva con la amistad, ese respeto a  la palabra dada, ese ponerle cara a los nombres y ese estrechar la mano honrada. Eso es lo que no quieren que tengamos los poderosos adinerados, por eso cambian con tanta frecuencia al personal de los bancos, para que no trabemos vínculos.

         Ellos tienen sus clubes y cenas privadas, sus almuerzos de trabajo y desdén, los cuellos blanquísimos, el derecho a la intimidad y al constante aire acondicionado. A nosotros nos quieren convencer del individualismo a ultranza, de que no necesitamos ningún tipo de asociación. Ellos tienen las luces estridentes con las que nos distraen y la oscuridad de las cajas fuertes.

         Si queremos llevarles la contraria, si queremos sacar algo de provecho tenemos que emprender la noble tarea de mirarnos a los ojos y buscar la sinceridad, adoptar ademanes afectuosos con la vecindad y no tirar plásticos en las playas. Si queremos generar confianza tenemos que aceptar que todos respiramos el mismo aire aunque ellos se empeñen en  crear ficticios oasis, que son hoteles con piscinas mirando al infinito. Y, señoras y señores, tengo que deciros una cosa: el infinito no existe.

         No existen el manantial inacabable ni la mujer que espera eternamente, no existen los olmos centenarios para que venga un desdichado a cortarlos como si los cientos de años fueran un regalo leve. No existen el camino sin meta, la sinfonía sin fin, la confianza sin respuesta, sin la noble respuesta de quien quiere que ese pacto no se rompa.

         Así que si queremos ser rebeldes de verdad tenemos que generar pactos de confianza, sembrar en ese cercado porque ellos, los ricos, desde sus yates, es lo que  hacen constantemente. Así que nosotras, las personas sin millones, debemos actuar como linces, como hermosos linces que tienen derecho a un hogar, a que no nos quiten la tranquilidad la hipoteca o el abismo supremacista y cruel. El país, ese macropaís llamado Europa que tan mal sabe negociar la ternura o, dicho con precisión, los derechos humanos, está cayendo en uno de los más graves errores de su historia: no quererse entender con los países que colonizaron y dejan, por desidia, morir en el Mediterráneo a la belleza de África.

         Hagamos un alto en el camino, actuemos todos como si fuéramos bohemios, como si tuviéramos un grupo amplio de amigos de verdad, de carne y hueso, como si todos fuéramos sencillos y profundos y quisiéramos, después de haber reflexionado, cultivar esa amistad. Hagamos un alto en el camino y abracemos a nuestras amistades, esas que se juegan la vida en la mar, esos a los que llaman emigrantes y están más cerca de nosotros que cualquier hombre rico y egoísta que sabe, a la perfección, los ritos de la alta sociedad. Hagamos un alto en el camino y reconozcamos cuánto nos parecemos a esos hombres y mujeres, niños y niñas que se ahogan en el agua azul.






sábado, 17 de agosto de 2019

Libertad de expresión




Todo es aceptado detrás del “Érase una vez…”, fórmula de la ficción y llave de los encantamientos, lugar donde nos adentramos desde la infancia y que sirve de recorrido y experiencia para diferenciar lo inventado de lo real.

         Lo que no son tan aceptables son los aprovechados de la creación para meter sus zafias manos en el mundo de las historias y los cuentos, también de la poesía, el teatro o el cine.

         ¿Cómo podemos captar la malevolencia, los añejos complejos ideológicos para beneficio propio? Es fácil: teniendo unos lectores cultivados que sepan lo que es un comentario de texto, que tengan criterio para apreciar a los clásicos y a las clásicas, que cuando lleguen a la edad adulta puedan disfrutar de unas construcciones dignas de su madurez.

         Detrás del “Érase una vez…” cabe todo y no son las censuras las que nos defienden de lo burdo o lo siniestro o el insulto por el insulto, sólo nos sentiremos defendidas educando a la población para distinguir los gritos de los programas del corazón de la dicción correcta del verso. Así se sustenta el buen arte, no tachando el imaginario sino revelando lo antiguo y diferenciándolo de lo que hoy nos puede provocar deleite.

         Creo en el “Érase una vez…”, los niños y las niñas comprenden perfectamente los límites que marca. ¿Por qué algunas personas se empecinan en borrar, desfigurar, los terrenos de las  canciones y buscan beneficio de la repetición bochornosa de desigualdades? Y, sobre todo, ¿no se dan cuenta de que hemos evolucionado y que esperamos que nos representen con inteligencia?

         No todos están dispuestos a aceptar lo que la sociedad ya viene demandando: letras en las que “ellas” no sea un mero objeto, artistas que se salgan de sus visiones narcisistas y autocomplacientes, que tengan cierta conciencia municipal, porque las grandes obras, escojan el modo de expresión que sea, son aquellas que nos hace salir de nuestra mismidad y nos eleva, y nos muestras que vivimos en compañía. Obras con las que vemos la grandiosidad del mundo y de los deseos, obras que nos hacen volar y comprender que la buena ficción es siempre útil y nos deja en la boca el sabor del agua fresca, el júbilo de un viaje en globo.








sábado, 10 de agosto de 2019

Violencia de género




El mundo en que vivimos… la cosmovisión que se sustenta… la edificación que nos vence es la del desequilibrio. Solamente una persona testaruda y grosera puede pensar que nos puede convencer, tranquilizar, hacernos más fuertes esa propaganda contra la violencia de género que ha surgido de una cabeza frívola y satisfecha de sus ocurrencias.

         Llamar “malos tratos” lo que a todas luces es una desventaja sistémica, un agravio estructural, hace que se desvanezca toda esperanza de un buen pensamiento que, de una vez, arregle esa descomunal falta de respeto, esa broma inquietante en la que las mujeres son un producto más que satisface la voluntad del patriarcado. No hay derecho.

         Estos publicistas del dolor han hecho chanza de la vida, del temblor que sobrecoge a las víctimas, de la voz entrecortada que busca los campos de  la defensa en las instituciones y se encuentran con la burla, el cobijo de la burla, la zafiedad de quienes pisotean lo sembrado.

         ¿Sería demasiado pedir que se retirara esa campaña de la Junta de Andalucía?¿Sería demasiado pedir que se corrijan errores? Para ello se debería tener la humildad de quien quiere aprender y empieza a leer sobre el asunto. Pero no, los hechiceros de esta pesadilla están demasiado pagados de sí mismos, demasiado enamorados de su yo descomunal, de sus andamiajes de machitos.

         Esto no es una campaña publicitaria sin más, es un alarde de mal gusto, un empoderamiento de lo equívoco, de vamos a liar al personal con nuestra fantástica idea de lo que debe ser la vida: resignación.

         Porque lo que quieren es que las mujeres nos resignemos mientras ellos deambulan por la calles con la falta de vergüenza de quien está contento, satisfecho, con la llamada cultura de la violación. ¿Acaso deberíamos llamarla cultura? No, la cultura, la gran cultura, lleva siempre consigo un acento de elegancia, y ellos desconocen esa cualidad.




sábado, 3 de agosto de 2019

La danza de los humildes




Nadar y bailar son acciones muy cercanas entre sí. Se necesita el encanto del ritmo para procurar las brazadas idóneas, los taconeos que casi suenan a tic-tac. Siempre me han encantado la danza y la dulzura de los movimientos mientras se bucea y se ven allí, en el mar, peces transparentes, como nacidos para negociar sin impurezas.

         Siempre me he entendido bien con los pescadores y con las mujeres que practican la náutica, en una ocasión me crucé, cerca de Gibraltar, con un barco de amazonas, pechos al aire, felices a la sombra de las velas blanquísimas y henchidas sobre el cielo azul. Ahora nos quieren hacer creer que tenemos cuatro portavozas y que el congreso va a hablar en femenino; nos están enredando, no saben nada de vientos y huracanes. Con lo cerca que tienen el Museo Naval y lo poco que lo visitan.

         De tanta mentira me estorba la palabra “siempre” y la poca pasión con la que se buscan las izquierdas por las redes sociales. Y de tanto hacerse los tontos van a acabar siendo tontos de por vida. Nadie comprende por qué no se han puesto de acuerdo, toda la población está cansada de negociar diariamente, ¿es que ellos no pueden intentarlo?, sólo intentarlo de veras.

         Para llegar a buen puerto son necesarias dos condiciones: sinceridad y prudencia. Sólo hacen falta dos deseos: ganas de bailar conjuntamente sobre un mar de acuerdos y no sentirse ofendidos como airados adolescentes caprichosos.  Pongamos el foco sobre la gran aventura de la cotidianeidad, de lo diario: la cesta de la compra, la belleza y eficacia de nuestros hospitales, la ausencia de actividades humillantes, el aprendizaje de maneras amables… Pero no, no quieren caer rendidos a la pasión del buen lenguaje, nadie quiere el Ministerio de la Meditación y el Sosiego.

         Mi amiga Antonella cree que necesitamos un paso evolutivo que nos lleve a conocernos de otra manera distinta de la que solemos usar. De conocernos individual y colectivamente. Yo le doy la razón mientras me pregunto por qué no transmiten por televisión el festival de teatro clásico de Mérida, así apreciaríamos nuestra cuna y huiríamos de las tragedias que son tan antiguas como las piedras. ¿O es que tienen que salir sus madres a pedirles dignidad como si fueran pequeños Coriolanos? Sus madres que son las voces de la paz, de la utilidad, de la vida; del pasado que los ha traído hasta aquí, del presente que queremos que agoten, del futuro de las niñas y los niños.

         Negocien en los mercados sin aire acondicionado, frente a la atmósfera de las Meninas, en el acento de cada región, en los bares populares del extrarradio, en los edificios inmaculados reservados a los extranjeros ricos (ahí hablen honradamente de interculturalidad y de concertinas). Negocien en cada verbena de verano, con el sudor, de madrugada, cuando la luna se llena. Por favor, no se cansen de bailar pegados.