sábado, 24 de septiembre de 2022

Dulcenombre Rodríguez

 


Este verano, en una tarde que parecía un horno abierto al cielo, me fui hasta la Librería Metáfora de Roquetas de Mar y me compré un librito de Michel Montaigne titulado De La Amistad, está publicado en Taurus y tiene una portada y una textura deliciosas. Camino de vuelta de mi aventura, de mi paseo hasta el lugar que me sosiega y me orienta, iba pensando en la suerte que tengo por tener tantas amigas. Ya me lo dijo una vez Olga Iglesias y fue entonces cuando empecé a contarlas. Son muchas y buenas, mujeres que me ayudan a situarme, a no perder pie, son también como cometas que vuelan sin perder su liaison con la Tierra.

 

            En ese libro del que os hablo de Montaigne hay una cita de Cicerón: “La amistad no puede ser sólida sino en la madurez de la edad y en la del espíritu.” Y la tengo por cierta como por cierta tengo las palabras de Cristina de Pizán que evalúa en su Ciudad de las Damas el peso que tienen las mujeres a lo largo de la historia y cómo éstas construyen ese conjunto de sororidad a través de los siglos para vencer la injusticia.

 

            Pues bien, Dulce es para mí un ejemplo de “Derechura” por parte de madre, es decir Cristina de Pizán y una muestra de madurez por parte de Cicerón, Montaigne y todos los que se han dignado a escribir sobre este tema. Ella, mi amiga Dulce, envuelve su compromiso y su lucha en unas hermosas hojas verdes de ternura y alegría, es como un río que llevara agua a raudales, que parece desbordarse de un momento a otro, que bulle como los latidos sorpresivos de un corazón que se acelera.


            Pero hay más: Dulce rompe la barrera del espacio y del sonido; se come cualquier apreciación intelectual y la convierte en acción pura, es activista de las buenas causas. Cuídate Dulce, pues cuidándote tú nos cuidas a todas nosotras.

 

            Y va por la calle con su despampanante frescura y alegría, con su ser coordinado con una serie de casi espontáneos gestos que marcan un baile constante, una coreografía a la que te invita resuelta y, a veces, incomprendida. “Si bailases desde la medianoche/ hasta las seis de la mañana, ¿quién lo entendería?”, dice Anne Sexton en el poema Las doce princesas bailarinas. Dulce es así: conscientemente divertida, seriamente abierta, acogedora y por eso ofrece sus raíces a cualquiera que las necesite. Cuando te ve y te abraza y te achucha y te besa… no se ha ido aún y ya te está emplazando para un nuevo encuentro. Cuando la ves por esta ciudad de tantas casualidades ciertas te desbarata el tiempo y el espacio, te habla de corazón; es un remolino, debería ser el nombre de un viento como lo es el mistral o el terral, pues bien ella debería ser el viento Dulce que te coge por las terrazas, de improviso, y te atrae hacia su aura para convertirte en la fiel y eterna y madura amistad que acabas de conocer y que conoces desde toda la vida.









sábado, 17 de septiembre de 2022

La lluvia

 


El 13 de septiembre de 2022 ha llegado la lluvia a Córdoba y con ella esa palabra que describe a la tierra mojada: petricor. Me parece una palabra insuficiente que no abarca el milagro del olor que denota. Y recuerdo, de nuevo a Borges: “La lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado.” Cuando ustedes lean este artículo ya habré escuchado la musicalización de ese poema en la voz de El Cabrero, cantaor que tanto gustaba a mi padre, esto ya lo he confesado en otra crónica. Cantaor que tan bien señala los procesos de la malísima ambición por el dinero, las frivolidades de las comidas de empresa y las injusticias con el pobre, que siempre está alerta por si se le humilla, por si a alguien se le ocurre darle dolor y desprecio.

 

            Hemos pasado un verano tremendo, lleno de aspiraciones y calor, de múltiples festivales con altavoces inmensos cuando se sabe que el buen cantar está reñido con la amplificación. Estamos en la sociedad del aspaviento, de la lujuria y el efectismo, de la historia repetitiva para convencernos de que las herencias es el método fiable para pasar los siglos. Pero también estamos en el tiempo en que, cada vez más, se le hace caso a la respiración; queda, por tanto, esperanza de que vuelva el pan crujiente y el agradecimiento a los oficios sin jerarquías.

 

            Y ahora emerge con la lluvia la ilusión de, por lo menos, poder salir a pasear sin asfixiarte. Hay que limpiar la ciudad de aspiraciones vanas, del manchado de las aceras, hacernos cargo de la hospitalidad del invierno, esa hospitalidad húmeda que no busca los alardes del verano, sino el recogimiento en el hogar. Y pensamos entonces por qué cuesta tanto la edificación de una casa, por qué no tenemos derecho claro a una vivienda. No creo que sea tan caros los materiales de construcción, los buenos materiales, simplemente que han escogido tenernos en el ascua del desarraigo. Ellos, los avarientos, no se desarraigan ni tan siquiera después de muertos, van de propiedad en propiedad hasta llegar a la más acogedora para reposar in aeternum. Para los pobres se hicieron, entre otras cosas, las fosas comunes y la desmemoria. Así que necesitamos una nueva ambición, ambición sana, que nos involucre a todos y disfrutemos también de las raíces, de una casa en la que vivir sencillamente.

 

            Ahora que se abraza cada vez más el nomadismo, que se llevan los archivos guardados en la nube y los sueldos que no abarcan las necesidades del mes; ahora que se comparte piso, que nos quieren convencer de lo bueno que es flotar y fluir, ahora que hemos pasado de lo sólido a lo etéreo y a la defensa a ultranza de la provisionalidad cabe preguntarse si tanto destrozo de vínculo respetuoso con la tierra no será una estratagema para que, exiliados de nuestro propio mundo, seamos más manejables. Y es que ya no se puede leer ni el periódico con sus poquísimas páginas, delgadez en los expositores de los quioscos que ya piensan reconvertirse en cajeros, en servidores de agua mineral o en depositarios de la cuna del papel cuché que nos ha traído hasta aquí: hasta el momento en que todo es analizado con el corazón romántico y lastimero, lejos de la reflexión que se da en una buena habitación abrigada con una buena chimenea. Y es que, Señoras y señores, todos tenemos derecho a ser Descartes. ¡Cuántos originales pensamientos se están perdiendo entre las gentes que no tienen casa sino que duermen en las puertas de los comercios, desorientados y empapados por la lluvia! ¡Cuánto filosofar desperdiciado! ¡Cuánto desoír de versos que provienen de la boca de aquellos y aquellas que cantan a sus propias y cada vez más débiles raíces! Raíces singulares que nos orientan como las veletas nos muestran los vientos. Cantares de humildes que, suavemente, quieren convertir en marginados.





 

 

 


sábado, 10 de septiembre de 2022

La innombrable

 


Todos pensamos lo mismo al mismo tiempo: en la muerte. Nos vimos, obligados por la pandemia de Covid, a rumiar sobre el mismo tema al unísono. Nuestras cabezas no nos pertenecían, se había colado, en el azar de los días y en las agujas del tiempo, la obsesión por la canina, el miedo a desaparecer. Desvalidos, ante la inmensidad de las coincidencias que ahora albergábamos tras la frente, desinfectábamos los objetos, las manos, los pequeños accesorios cotidianos con la voluntad imperativa de quien quiere salvarse a toda costa. Por una vez todos éramos iguales: receptores de miedo y desazón.

 

            Esa fue la primera prueba de la globalización: enseñarnos a jerarquizar familia, amigos y conocidos, aprendimos a ahorrar en besos, nos acostumbramos a eliminar los contactos, a contar cuántos podíamos estar en una terraza sentados, mirándonos a los ojos, desconcertados por los números, la cifra que podíamos permitirnos, iniciábamos la nueva geometría, los mapas de estos sí, estos no pertenecen a mi tribu. Nuestra cabeza estaba siendo moldeada por un miedo que aún hoy muchos cultivan encerrados en sus casas o parapetados en mascarillas. Llegó el tiempo de la poda y de cortar los abrazos. En eso consistía el nacimiento de la modernidad.

 

            Hoy respiramos ya aires mansos, se desvanecen las ideas de peligro, pero hay que recordar que por un instante todos y todas pensábamos los mismo, teníamos como sujeto de nuestras elucubraciones a la parca, el ritmo de nuestros pasos era el protagonista principal del baile medieval de la muerte; nos habíamos vuelto medievales. Cuando pudimos salir a la calle ya no andaríamos con el mismo descuido que antes de la enfermedad, la primera enfermedad de la globalización. Cuando salimos a la calle el mundo, siendo idéntico a como lo dejamos, se había convertido en otra fuente distinta de referencias e interpretaciones. ¿Cómo podía suceder eso?, cómo se obraba el milagro?

 

            Afortunadamente llegaron las vacunas y con ellas el inicio del olvido: se olvidaron los homenajes a quienes más habían trabajado, en Madrid se olvidaron de los abuelos. Hubo quien se creyó invencible, quien poseía un ego descomunal y se creía el protagonista de una conspiración. Los niños y las niñas aprendieron a jugar de otra manera. Todo esto, quieras que no, ha influido en nuestra forma de movernos. Por un momento desechamos las ambiciones que tanto habíamos alimentado para satisfacer a los grandes ambiciosos, (estos necesitan siempre súbditos que son humus de su dañino desear: el ambicioso necesita al ambicioso, por eso hoy somos capaces de llorar excesivamente hasta una reina que no es nuestra).

 

            Y finalmente olvidamos a los cómicos que tanto nos aliñaron la vida en los días enrejados. Parece que todo ha acabado, pero no es cierto. Se han quedado, adheridos a nuestra piel, una serie de mecánicos gestos que siempre seguirán perteneciendo a la pandemia. Al final todo se reduce a un juego de costumbres que dejan surcos, que dejan huellas. Y esas marcas tendrán que ser catalogadas si queremos cerrar con objetividad este acontecimiento, si queremos que las ciencias sociales sigan teniendo un puesto en nuestra cultura.

 







sábado, 3 de septiembre de 2022

Pequeño homenaje a Emilio Prados

 


El mar era azul cobalto en la playa del Peñón del Cuervo, lugar querido por el poeta malagueño Emilio Prados. Lugar donde la espuma anuncia la amistad de las olas que nos confunden y nos abrazan con sus límites. Este mar azul que fue testigo de la Desbandá, de la huida, de la guerra, es hoy placentero cobijo para aquellos que disfrutan de sus aguas, de sus músicas y silencios. El mar siempre es testigo de las ambiciones, es quien las calma, quien hace de tu cuerpo un ser sin huida que se hunde en las aguas del sueño, el agua que da la vida.

 

            Existe un libro de Carlos Blanco Aguinaga titulado La voz continua que narra la vida del poeta como si fuera el poeta el que estuviese hablando. Conviene leerlo para saber de la profundidad de los azules y de las huidas de Emilio Prados. Málaga aún no había sido devorada por el turismo, era la Málaga naciente de la Generación del 27 cuando ellos ponen en marcha las tareas de impresión, la alegría de la elegancia de la página que respira.

 

            Era un poeta de familia acomodada que escribe el Calendario incompleto del pan y el pescado, ahí está la fuerza de algo muy moderno que hoy llamamos empatía y que antes se decía ponerse en el lugar del otro, calzar sus alpargatas. Antes del exilio, en México, era ya un escritor cosmopolita por la pureza de su escritura que parece envuelta en sal o en los frutos infantiles de los Montes, o en el andar sin fatiga y con constancia como un peregrino que persigue la pulida invitación del aire, versos que no son romance sino amanecer, fuerza de la luz primigenia.

 

            Es de esa clase de escritores tocados, como María Zambrano, por el salitre y el hinojo, por la idea del nacimiento sin fin, allá desde el horizonte. Es el poeta de la roca y sus cavernas, de las risas naturales como natural es el crepúsculo que con obediencia debemos aceptar.

 

            Él viajó en el Sinaia como tanto españoles, el buque del exilio, el buque que los lleva a ver desde lejos España y su piel de toro que bufa. Todo mar tiene su historia y esta playa del Peñón del Cuervo revive la canción de aquellos que saben lo que es la necesidad de partir, porque se está de más, porque lo dice el destino, porque lo anuncian las trompetas de las batallas. Y a su vez, este mar se comporta como una madre nutricia, y escuchamos tambores alegres que nos indican que debemos vivir el presente. Entonces metemos la cabeza bajo agua y, de nuevo, escapamos.



Foto tomada por Tatiana Petrova