sábado, 17 de septiembre de 2022

La lluvia

 


El 13 de septiembre de 2022 ha llegado la lluvia a Córdoba y con ella esa palabra que describe a la tierra mojada: petricor. Me parece una palabra insuficiente que no abarca el milagro del olor que denota. Y recuerdo, de nuevo a Borges: “La lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado.” Cuando ustedes lean este artículo ya habré escuchado la musicalización de ese poema en la voz de El Cabrero, cantaor que tanto gustaba a mi padre, esto ya lo he confesado en otra crónica. Cantaor que tan bien señala los procesos de la malísima ambición por el dinero, las frivolidades de las comidas de empresa y las injusticias con el pobre, que siempre está alerta por si se le humilla, por si a alguien se le ocurre darle dolor y desprecio.

 

            Hemos pasado un verano tremendo, lleno de aspiraciones y calor, de múltiples festivales con altavoces inmensos cuando se sabe que el buen cantar está reñido con la amplificación. Estamos en la sociedad del aspaviento, de la lujuria y el efectismo, de la historia repetitiva para convencernos de que las herencias es el método fiable para pasar los siglos. Pero también estamos en el tiempo en que, cada vez más, se le hace caso a la respiración; queda, por tanto, esperanza de que vuelva el pan crujiente y el agradecimiento a los oficios sin jerarquías.

 

            Y ahora emerge con la lluvia la ilusión de, por lo menos, poder salir a pasear sin asfixiarte. Hay que limpiar la ciudad de aspiraciones vanas, del manchado de las aceras, hacernos cargo de la hospitalidad del invierno, esa hospitalidad húmeda que no busca los alardes del verano, sino el recogimiento en el hogar. Y pensamos entonces por qué cuesta tanto la edificación de una casa, por qué no tenemos derecho claro a una vivienda. No creo que sea tan caros los materiales de construcción, los buenos materiales, simplemente que han escogido tenernos en el ascua del desarraigo. Ellos, los avarientos, no se desarraigan ni tan siquiera después de muertos, van de propiedad en propiedad hasta llegar a la más acogedora para reposar in aeternum. Para los pobres se hicieron, entre otras cosas, las fosas comunes y la desmemoria. Así que necesitamos una nueva ambición, ambición sana, que nos involucre a todos y disfrutemos también de las raíces, de una casa en la que vivir sencillamente.

 

            Ahora que se abraza cada vez más el nomadismo, que se llevan los archivos guardados en la nube y los sueldos que no abarcan las necesidades del mes; ahora que se comparte piso, que nos quieren convencer de lo bueno que es flotar y fluir, ahora que hemos pasado de lo sólido a lo etéreo y a la defensa a ultranza de la provisionalidad cabe preguntarse si tanto destrozo de vínculo respetuoso con la tierra no será una estratagema para que, exiliados de nuestro propio mundo, seamos más manejables. Y es que ya no se puede leer ni el periódico con sus poquísimas páginas, delgadez en los expositores de los quioscos que ya piensan reconvertirse en cajeros, en servidores de agua mineral o en depositarios de la cuna del papel cuché que nos ha traído hasta aquí: hasta el momento en que todo es analizado con el corazón romántico y lastimero, lejos de la reflexión que se da en una buena habitación abrigada con una buena chimenea. Y es que, Señoras y señores, todos tenemos derecho a ser Descartes. ¡Cuántos originales pensamientos se están perdiendo entre las gentes que no tienen casa sino que duermen en las puertas de los comercios, desorientados y empapados por la lluvia! ¡Cuánto filosofar desperdiciado! ¡Cuánto desoír de versos que provienen de la boca de aquellos y aquellas que cantan a sus propias y cada vez más débiles raíces! Raíces singulares que nos orientan como las veletas nos muestran los vientos. Cantares de humildes que, suavemente, quieren convertir en marginados.