El
13 de septiembre de 2022 ha llegado la lluvia a Córdoba y con ella esa palabra
que describe a la tierra mojada: petricor. Me parece una palabra insuficiente que no abarca el milagro del olor que denota. Y recuerdo, de nuevo a Borges: “La lluvia
es una cosa que sin duda sucede en el pasado.” Cuando ustedes lean este artículo
ya habré escuchado la musicalización de ese poema en la voz de El Cabrero,
cantaor que tanto gustaba a mi padre, esto ya lo he confesado en otra crónica. Cantaor que tan bien señala los procesos
de la malísima ambición por el dinero, las frivolidades de las comidas de empresa y las injusticias
con el pobre, que siempre está alerta por si se le humilla, por si a alguien se
le ocurre darle dolor y desprecio.
Hemos pasado un verano tremendo,
lleno de aspiraciones y calor, de múltiples festivales con altavoces inmensos
cuando se sabe que el buen cantar está reñido con la amplificación. Estamos en
la sociedad del aspaviento, de la lujuria y el efectismo, de la historia
repetitiva para convencernos de que las herencias es el método fiable para
pasar los siglos. Pero también estamos en el tiempo en que, cada vez más, se le
hace caso a la respiración; queda, por tanto, esperanza de que vuelva el pan crujiente
y el agradecimiento a los oficios sin jerarquías.
Y ahora emerge con la lluvia la
ilusión de, por lo menos, poder salir a pasear sin asfixiarte. Hay que limpiar
la ciudad de aspiraciones vanas, del manchado de las aceras, hacernos cargo de
la hospitalidad del invierno, esa hospitalidad húmeda que no busca los alardes
del verano, sino el recogimiento en el hogar. Y pensamos entonces por qué
cuesta tanto la edificación de una casa, por qué no tenemos derecho claro a una
vivienda. No creo que sea tan caros los materiales de construcción, los buenos
materiales, simplemente que han escogido tenernos en el ascua del desarraigo. Ellos,
los avarientos, no se desarraigan ni tan siquiera después de muertos, van de
propiedad en propiedad hasta llegar a la más acogedora para reposar in aeternum.
Para los pobres se hicieron, entre otras cosas, las fosas comunes y la
desmemoria. Así que necesitamos una nueva ambición, ambición sana, que nos involucre
a todos y disfrutemos también de las raíces, de una casa en la que vivir
sencillamente.
Ahora que se abraza cada vez más el
nomadismo, que se llevan los archivos guardados en la nube y los sueldos que no
abarcan las necesidades del mes; ahora que se comparte piso, que nos quieren
convencer de lo bueno que es flotar y fluir, ahora que hemos pasado de lo sólido
a lo etéreo y a la defensa a ultranza de la provisionalidad cabe preguntarse si
tanto destrozo de vínculo respetuoso con la tierra no será una estratagema para
que, exiliados de nuestro propio mundo, seamos más manejables. Y es que ya no
se puede leer ni el periódico con sus poquísimas páginas, delgadez en los expositores de los quioscos
que ya piensan reconvertirse en cajeros, en servidores de agua mineral o en
depositarios de la cuna del papel cuché que nos ha traído hasta aquí: hasta el
momento en que todo es analizado con el corazón romántico y lastimero, lejos de
la reflexión que se da en una buena habitación abrigada con una buena chimenea.
Y es que, Señoras y señores, todos tenemos derecho a ser Descartes. ¡Cuántos originales pensamientos se están perdiendo entre las gentes que no tienen casa sino que duermen en las puertas de los comercios, desorientados y empapados
por la lluvia! ¡Cuánto filosofar desperdiciado! ¡Cuánto desoír de versos que
provienen de la boca de aquellos y aquellas que cantan a sus propias y cada vez
más débiles raíces! Raíces singulares que nos orientan como las veletas nos
muestran los vientos. Cantares de humildes que, suavemente, quieren convertir
en marginados.