sábado, 29 de febrero de 2020

Los impuestos de la aviación



En la biblioteca reposan
lindos caballeros
de belleza lejana y madura.
Hombres que quisieron volar
y ahora están sometidos
al calor de los libros.
Ellas, las invisibles,
guardan el sabor de la vida.
Ellos existen por costumbre,
esperan que abran
el comedor benéfico
que hay frente a la biblioteca
y, mientras, leen.
Ellas no están,
no frecuentan la sala de lectura
ni para ser pobres existen.
Todos están asustados
como el cordero de Abraham,
estallan a destiempo los azahares
y no les dan ningún ejemplar
en préstamo.
Guardan el aprecio
como si fuera un tejido que les abrigó
algún día.
Tienen gestos exquisitos
a la hora de pelar una naranja,
son gentes sin casa.
Ellos son como Ícaro
con el plumaje herido.
A ellas no les ha dado tiempo
de fabricarse unas alas.



sábado, 22 de febrero de 2020

Amelia y Teo

Para Amelia Sanchis y Teo Alises



Esta es la historia de Amelia,
una niña muy trabajadora
que tenía una túnica color amaranto.
Ella quería ser deportista,
campeona de bádminton,
juego que nació en la India
y que en realidad se llama Poona.

Amelia juega cerca del río
con su amigo Teo
y ambos contemplan el paso del agua,
el fluir del aire que se colaba
en su linda cabellera
negra azulada
como las noches de Madrás.

Teo y Amelia se conocieron
una tarde en que todo era narrativa:
el vuelo de los vencejos,
el tacto de las uvas,
las caricias de los gatos
y estos versos.

Ellos pensaron que podían
cambiar el mundo
y hacer cosas hermosas y sencillas.
Así que decidieron
no darle importancia a las opiniones ajenas,
esas que están llenas de rencor,
por eso se entrenaban todas las tardes
jugando con el volante de plumas
y sus raquetas preciadas.

Teo era un niño que había nacido
niña, un transexual, vaya.
Y Amelia era abogada,
y le prometió que lucharía
para que él llevara
el nombre que le viniera en gana,
y se vistiera como quisiera
e incluso que se afeitara si a Teo le hacía ilusión
jugar con la espuma blanca.

Para ser más fuertes
se entrenaban todas las tardes
y hacían piruetas
y daban golpes desmedidos
que hacían sonreír a la luna.

Amelia tenía una túnica color amaranto
con la que se vestía los días de fiesta
y se paseaba contenta
como si fuera por las montañas del Tíbet.

Teo y Amelia son amigos míos,
deportistas de pro,
personas valientes e intrépidas.
Yo respiro mejor desde que sé
que ellas despiden la luz
y les dan la bienvenida a la noche,
cerca del río,
bajo la jacaranda malva
y el fluir del agua amigable.




sábado, 15 de febrero de 2020

La niña nadadora




                                   

La linda Nursha andaba entre plantas de tabaco,
iba hacia la Sierra de la Nieve donde el amor consuela mucho más,
llevaba las manos pintadas con alheña
y el sol era un pomelo sanguino que guiaba sus pasos.
A través de los huecos de los secaderos se filtraba la luz azul,
había sido larga la noche en que Nursha decidió huir:
Ella quería ser nadadora
y el viento, sátiro, se lo prohibía;
el viento de las tradiciones que no cesaba de seguirla,
y ella corría delante del Aire
huyendo de su servidumbre.
Remolinos le aturdían
y empeñaban el horizonte borroso
como una amistad pequeña y exigente.
Le habían dicho que detrás de la sierra
había una ciudad donde se entrenaban las deportistas.
Ella sabía dar hermosas brazadas,
nadadora de ilusiones diversas,
atleta aunque se lo entorpeciera el Aire,
espíritu fuerte como una gacela moteada.
Ella amaba la flor de los almendros,
la bella leyenda de Ramaiquía y Abenabet.
Amaba los pavos reales
y sentir el agua en su piel morenísima.
Quería ir a las Olimpiadas y vencer.
Nursha, la bella chiquilla que andaba por los valles,
hacia la ciudad buscando los gimnasios, los mares y los ríos.
Ella que cantaba mientras andaba sola
con la luz de la libertad a cuestas.
La bella Nursha se detuvo en el oasis,
los camellos bebían agua,
las palmeras, nítidas y geométricas, daban sombra.
Las mujeres en la fuente charlaban sobre las tormentas de arena
y los bordados, color turquesa, que adornaban las candoras.
Ella, decidida, se presentó:
“Soy Nursha, la niña que quieres ser nadadora.”
Todos la miraron sorprendidos,
alguna envidia revoloteó entre las palomas torcaces
y una luz brillantísima y verde
salió del sol que buscaba las dunas del desierto.
Era la tarde y ella quería encontrar alguna amiga
que la acompañara.
Los tuaregs la recibieron en sus tiendas
y allí, ella contó su historia:
“Yo quiero ser nadadora,
tener un traje de baño violeta
y cruzar las aguas como una sirena.
Yo quiero ser nadadora
-dijo mientras tomaba un sorbito de té
y cogía unos dátiles y unas poquitas de almendras.
Yo quiero que me den una medalla
en las Olimpiadas,
no me importa que sea de bronce o de plata
aunque la prefiero de oro
-dijo mientras cogía unos pistachos
y un poquito de queso de cabra.
Yo quiero ser una morita desvelada”
-le dijo a los tuaregs
que sosegadamente la escuchaban.
“Te ayudaremos a cruzar las montañas
-dijo el jefe de la caravana-, atravesarás
las montañas nevadas
y llegarás a la Ciudad de las Niñas
donde cada una puede ser lo que le dé la gana”.
La linda Nursha
se puso muy contenta,
a la mañana siguiente
comenzó la andadura.
Ella soñaba ya con torrentes y cataratas,
con lagos y arroyuelos,
con el limpio océano
y aljibes verde esmeralda:
“Sería la mejor nadadora del mundo”
-se dijo para sí.
Pasado un tiempo
llegaron a la Ciudad de las Niñas
donde todas leían a Cristina de Pizán.
Allí encontró compañeras
con ansias de saber
y nadó al estilo mariposa,
su fuerza era elegante,
sus movimientos también.
Allí le sonrieron los ojos
y el alma y todo su ser.
La moraleja de este cuento es bien fácil:
Hay que respetar a las niñas y sus deseos de agua
que son como los versos sencillos y la pureza de la noche libre.








sábado, 8 de febrero de 2020

Boxeadora de Sueños






Boxeadora de sueños, ese es mi nombre.
Os voy a contar una historia que viene de Oriente,
de las ondas que dejó un haikú
traducido por Emilio Prados.

Yo quiero hablar del espliego y de las lunas amarillas,
de las linternas que flotan en el río,
de los rayos anaranjados de la tormenta
y de la ambición de la pequeña boxeadora
que abandonó su aldea en un día de niebla.
Se llama seda, se llama hambre,
se llama fuego y justicia,
y dice en la hora exacta del cuadrilátero
su nombre con valor: Ya-Shal, la Boxeadora de Sueños.

Antes atravesó el camino blanco,
aquel que lleva a la ciudad,
y vio flores de loto y arrozales,
cáñamos y orquídeas.
Entre los dedos se le quedó
el polvo de los estambres de las peonías
y la lujuria del viento en el bancal.

La chiquilla salió de su casa de amanecida,
cuando el sol le dice a las murallas
qué significa el dorado,
cuando los campesinos agachados piensan
en el esfuerzo y en las farolas
que acompañan a los que huyeron
y a los que, como ellos, se quedaron,
y a la niña Ya-Shal que quería ser
niña boxeadora
como otros son niños yunteros.

Su madre le echó en el canasto
sopa de miso y un poco de pulpo.
Hubiera preferido que se escapara,
así no habría visto su sombra de infanta
en el camino blanco
ni la tristeza que dejan las despedidas.
Ya-Shal llevaba su quimono rojo
estampado de azahares y de dados de la suerte,
parecía que lo había bordado un jugador de la mafia
o el mismísimo Pierre Loti.
La niña estaba orgullosa,
competía en la ciudad por el primer premio,
el oleaje del mar le indicaba
cuán broncas podían ser las voces del público.
Agachó la cabeza,
siguió su camino,
y, por un instante, contemplamos su nuca.

La impaciencia le latía en el pecho.
Atravesó los arrabales hasta que llegó
al centro, allí, justo al lado del más grande gong de bronce.
Preguntó a una anciana dónde estaba la sala de los deportistas,
y la abuela le indicó un laberinto
donde esforzados herreros hacían cuchillos y hachas,
donde viejas enlutadas fabricaban capazos de pleita,
donde las sábanas batían como banderas que fueran alas
y pregonaban las frutas del mercado:
el durazno, las cerezas, las peras y el melón.
Ella era una entre lo abigarrado
como las ondas de los haikús que tradujera Emilio Prados.
Tal vez antes se bañó en el mar
y miró al levante con fiereza
como si no tuviera miedo a nada,
como si la joven boxeadora
quisiera sacar a su familia de la miseria.
Sin darse cuenta se había callado la oropéndola,
se hizo un profundo silencio:
todos las miraron caminar entre callejas
buscando la sala donde competiría.
Ella llevaba la invasión en su dulce cara,
eso es lo que le daba fuerza para la lucha
y las monedas que recibiría del juez
si vencía al Tigre de Hielo, el mejor luchador de Asia.

Se presentó en el gimnasio,
muchos rieron su atrevimiento,
ella, humildemente, pidió inscribirse en el concurso,
se hizo llamar La Boxeadora de Sueños,
aún no sabía que la venganza se podía volver en su contra.

A nadie le confesó cuál era su ofensa,
pero todos apreciaron que habría gran espectáculo.
Llegó la noche y subió al ring,
la joven, como un recuerdo del fantasma de Murasaki Shikibu,
se abalanzó contra su adversario:
el Tigre de Hielo quiso taparse la cara,
pero ella supo acertar con un swing
que impactó en su barbilla,
después le dio entre ceja y ceja
y lo dejó K.O. y sin palabras.
Nadie se imaginaba que la joven Ya-Shal,
La Boxeadora de Sueños,
se libraría de su enemigo en el primer asalto.

Cuando llegó la calma
los periodistas de radios y periódicos le preguntaron
de dónde venía su fuerza,
y ella respondió:
“Llevo mucho tiempo ensayando”.

Esta es la historia de Ya-Shal,
La Boxeadora de Sueños
que no teme a las sombras.



sábado, 1 de febrero de 2020

Rosaleda Trakatrá y Manolita Libertad


El jueves 30 de Febrero leí este Poema-océano en la Cafetería La Viajera. Aquí lo comparto con ustedes, que las caras se les llenen de risas.




Rosaleda Trakatrá y Manolita Libertad

Esta es la historia de Rosaleda Trakatrá y Manolita Libertad. Manolita era una comedora de bellotas excepcional, había nacido en los Pedroches debajo de una encina y estaba acostumbrada a robar frutos secos a los cerditos que más tarde se hacen jamones. Sí, Señoras y Señoras, este no es un cuento para veganos. Manolita empezó a servir en casa de un cardiólogo y allí descubrió el sentido de sus latidos: Sí, era lesbiana. Y se enamoró de la hija del médico. Esta la miraba con desprecio porque Manolita vestía delantal y cofia y tenía las manos ásperas de lejía.

Pero, gracias a su trabajo, Manolita correteó toda la ciudad de Córdoba y, en las esquinas, se le aparecía un fantasma que le susurraba: “Endogamia, endogamia, endogamia.” Ella creyó que se trataba de  una enfermedad exagerada como todas las enfermedades. Y descubrió el respiro cuando el cardiólogo se fue de veraneo a Torremolinos. Y se llevó a todo el servicio.

Manolita, exuberante, con su pelo recogido y su afición a las bellotas, se fue a comer a un restaurante chino y supo más cosas: Que la Gran Muralla es más grande que las murallas de Córdoba, la bien sitiada. Y que los chinos, a los fritos, les llaman tempura, o ¿eran los japoneses? Después de hincharse de arroz tres delicias se fue a la discoteca Arco Iris y allí olvidó el vestido celeste de gasa de su amita, que estaba ahora en un internado en Suiza y allí era ella la cateta y el hazmerreír de todas las pupilas. Era ella la que no había leído a Simone Weil y desconocía el concepto de “atención”.

En cambio Manolita como estaba acostumbrada a los atardeceres de los Pedroches le fue fácil alternar con la fauna de la Discoteca, se movía por la pista como pececilla en el agua y, de vez en cuando, se acercaba a la barra para pedirse un Bitter Kas.

En una noche insólita, en que sólo se bailaban canciones de la Carrá, Manolita descubrió la mirada turbia, entre el rímel y las ojeras, de la exquisita Rosaleda que era sedosa como las plumas de los cisnes blancos y negros.

Se sucedieron un cúmulo de causalidades, el signo del infinito se dibujó en el exacto punto en que conectaron y a ambas les hicieron palmas los finos sentimientos del amor correspondido. Cupido estuvo acertado con sus flechas y Manolita, rauda, se acercó a la muchacha y le dio un beso en la nuca que quedó en los anales del Arco Iris, donde nadie se besaba por detrás sino que se daban piquitos educadísimos en los labios.

Estuvieron bailando toda la noche. Manolita Libertad muy a gusto porque Rosaleda Trakatrá le rascaba la espalda de vez en cuando. Salieron de madrugada de la discoteca, el sol apenas se veía con la grisalla helada, todo era plomo y plomada. Se pusieron de acuerdo ambas dos y se fueron a la calle San Miguel a comerse una crepe, otros le llaman matajambre, estaban aliñados con mermelada de fresa. Después se dieron un beso de tornillo y se abrazaron ante el mar.

Hablaron de lo deliciosas que son las tardes en que una no sale del brasero, del olor del marisco a la plancha y de las rosas de pitiminí, de cómo no se puede alcanzar la raya del horizonte y de la dulzura de las lágrimas. Manolita Libertad estaba emocionada, nunca había podido compartir tanto en tan poco tiempo. Así que se sintió elegida por los dioses y vio en su amada la cara de un ángel.

Rosaleda era silenciosa y sabía tocar muy bien las palmas, más tarde Manolita descubriría que la muchacha no era tímida sino tartamuda y además no tenía sitio para desarrollar la coreografía de su amor. Así que se fueron al chalet del cardiólogo, a la habitación de Manolita Libertad que tenía, en el cabecero de la cama, colgado un póster de Miguel Bosé.

Allí empezaron los juegos previos: Rosaleda le rascaba la cabeza, le acariciaba con su lengua rosada los pezones rosáceos y reían las dos hasta que, de pronto, Manolita se dio cuenta de que las uñas de Rosaleda eran largas, muy largas y llenas de purpurina. ¿Cuál fue su reacción?  Pues miren ustedes: se echó a llorar y entre hipidos acertó a decir: “Mira Rosaleda, a mí me da miedo lo puntiagudo y las palabras esdrújulas”

Rosaleda se comió las lágrimas de Manolita una a una y le dijo que no se asustara, que sus  uñas eran postizas y se puso a quitárselas y las dejó encima de la mesilla de noche. “Gracias, Rosaleda –dijo Manolita- con un tono seductor”. Y se dispusieron a amarse como si hubieran vuelto del abismo y nadaran en un océano de paz. O fueran protagonistas de un haikú traducido al castellano por Emilio Prados y fuese publicado con muchísimo margen, como si le sobrase papel al poeta.

Saciaron sus deseos hasta que escucharon el ruido de la puerta, era Lucinda que había vuelto del internado de Suiza y buscaba la presencia de Manolita. Pero ella no sabía que su sirvienta estaba tan solicitada y, cuando vio a las dos amantes retozando, su pecho se llenó de ira y su cara de colorao. Lucinda sacó el látigo que le habían regalado en su colegio internacional y empezó a insultarla mientras azotaba a las enamoradas.

Se despertaron todos los de la casa y llegó hasta la estancia del placer el cardiólogo con su fonendoscopio, y regañó a su hija porque se sentía inconscientemente atraída por una de distinta clase y del mismo sexo.

Rosaleda, velozmente, se puso las uñas y arañó a los pudientes. Manolita se quedó admirada de la rapidez de su novia que se parecía a Bruce Lee. Salieron corriendo de allí sin mirar atrás, prometiéndose que nunca más servirían a señoritos ni trabajarían para nadie, que se sacarían el carnet de autónomas y se dedicarían a dar el cante.


 
La escritora Ana Ramos, el escritor brasileño Marcos Arzua Barbosa y yo