sábado, 15 de febrero de 2020

La niña nadadora




                                   

La linda Nursha andaba entre plantas de tabaco,
iba hacia la Sierra de la Nieve donde el amor consuela mucho más,
llevaba las manos pintadas con alheña
y el sol era un pomelo sanguino que guiaba sus pasos.
A través de los huecos de los secaderos se filtraba la luz azul,
había sido larga la noche en que Nursha decidió huir:
Ella quería ser nadadora
y el viento, sátiro, se lo prohibía;
el viento de las tradiciones que no cesaba de seguirla,
y ella corría delante del Aire
huyendo de su servidumbre.
Remolinos le aturdían
y empeñaban el horizonte borroso
como una amistad pequeña y exigente.
Le habían dicho que detrás de la sierra
había una ciudad donde se entrenaban las deportistas.
Ella sabía dar hermosas brazadas,
nadadora de ilusiones diversas,
atleta aunque se lo entorpeciera el Aire,
espíritu fuerte como una gacela moteada.
Ella amaba la flor de los almendros,
la bella leyenda de Ramaiquía y Abenabet.
Amaba los pavos reales
y sentir el agua en su piel morenísima.
Quería ir a las Olimpiadas y vencer.
Nursha, la bella chiquilla que andaba por los valles,
hacia la ciudad buscando los gimnasios, los mares y los ríos.
Ella que cantaba mientras andaba sola
con la luz de la libertad a cuestas.
La bella Nursha se detuvo en el oasis,
los camellos bebían agua,
las palmeras, nítidas y geométricas, daban sombra.
Las mujeres en la fuente charlaban sobre las tormentas de arena
y los bordados, color turquesa, que adornaban las candoras.
Ella, decidida, se presentó:
“Soy Nursha, la niña que quieres ser nadadora.”
Todos la miraron sorprendidos,
alguna envidia revoloteó entre las palomas torcaces
y una luz brillantísima y verde
salió del sol que buscaba las dunas del desierto.
Era la tarde y ella quería encontrar alguna amiga
que la acompañara.
Los tuaregs la recibieron en sus tiendas
y allí, ella contó su historia:
“Yo quiero ser nadadora,
tener un traje de baño violeta
y cruzar las aguas como una sirena.
Yo quiero ser nadadora
-dijo mientras tomaba un sorbito de té
y cogía unos dátiles y unas poquitas de almendras.
Yo quiero que me den una medalla
en las Olimpiadas,
no me importa que sea de bronce o de plata
aunque la prefiero de oro
-dijo mientras cogía unos pistachos
y un poquito de queso de cabra.
Yo quiero ser una morita desvelada”
-le dijo a los tuaregs
que sosegadamente la escuchaban.
“Te ayudaremos a cruzar las montañas
-dijo el jefe de la caravana-, atravesarás
las montañas nevadas
y llegarás a la Ciudad de las Niñas
donde cada una puede ser lo que le dé la gana”.
La linda Nursha
se puso muy contenta,
a la mañana siguiente
comenzó la andadura.
Ella soñaba ya con torrentes y cataratas,
con lagos y arroyuelos,
con el limpio océano
y aljibes verde esmeralda:
“Sería la mejor nadadora del mundo”
-se dijo para sí.
Pasado un tiempo
llegaron a la Ciudad de las Niñas
donde todas leían a Cristina de Pizán.
Allí encontró compañeras
con ansias de saber
y nadó al estilo mariposa,
su fuerza era elegante,
sus movimientos también.
Allí le sonrieron los ojos
y el alma y todo su ser.
La moraleja de este cuento es bien fácil:
Hay que respetar a las niñas y sus deseos de agua
que son como los versos sencillos y la pureza de la noche libre.