La linda Nursha andaba
entre plantas de tabaco,
iba hacia la Sierra de
la Nieve donde el amor consuela mucho más,
llevaba las manos
pintadas con alheña
y el sol era un pomelo
sanguino que guiaba sus pasos.
A través de los huecos
de los secaderos se filtraba la luz azul,
había sido larga la
noche en que Nursha decidió huir:
Ella quería ser
nadadora
y el viento, sátiro, se
lo prohibía;
el viento de las tradiciones
que no cesaba de seguirla,
y ella corría delante
del Aire
huyendo de su servidumbre.
Remolinos le aturdían
y empeñaban el
horizonte borroso
como una amistad
pequeña y exigente.
Le habían dicho que
detrás de la sierra
había una ciudad donde
se entrenaban las deportistas.
Ella sabía dar hermosas
brazadas,
nadadora de ilusiones diversas,
atleta aunque se lo
entorpeciera el Aire,
espíritu fuerte como
una gacela moteada.
Ella amaba la flor de
los almendros,
la bella leyenda de
Ramaiquía y Abenabet.
Amaba los pavos reales
y sentir el agua en su
piel morenísima.
Quería ir a las Olimpiadas
y vencer.
Nursha, la bella
chiquilla que andaba por los valles,
hacia la ciudad
buscando los gimnasios, los mares y los ríos.
Ella que cantaba
mientras andaba sola
con la luz de la
libertad a cuestas.
La bella Nursha se
detuvo en el oasis,
los camellos bebían
agua,
las palmeras, nítidas y
geométricas, daban sombra.
Las mujeres en la
fuente charlaban sobre las tormentas de arena
y los bordados, color
turquesa, que adornaban las candoras.
Ella, decidida, se
presentó:
“Soy Nursha, la niña
que quieres ser nadadora.”
Todos la miraron
sorprendidos,
alguna envidia
revoloteó entre las palomas torcaces
y una luz brillantísima
y verde
salió del sol que
buscaba las dunas del desierto.
Era la tarde y ella
quería encontrar alguna amiga
que la acompañara.
Los tuaregs la
recibieron en sus tiendas
y allí, ella contó su
historia:
“Yo quiero ser
nadadora,
tener un traje de baño
violeta
y cruzar las aguas como
una sirena.
Yo quiero ser nadadora
-dijo mientras tomaba
un sorbito de té
y cogía unos dátiles y
unas poquitas de almendras.
Yo quiero que me den
una medalla
en las Olimpiadas,
no me importa que sea
de bronce o de plata
aunque la prefiero de
oro
-dijo mientras cogía
unos pistachos
y un poquito de queso
de cabra.
Yo quiero ser una
morita desvelada”
-le dijo a los tuaregs
que sosegadamente la
escuchaban.
“Te ayudaremos a cruzar
las montañas
-dijo el jefe de la
caravana-, atravesarás
las montañas nevadas
y llegarás a la Ciudad
de las Niñas
donde cada una puede
ser lo que le dé la gana”.
La linda Nursha
se puso muy contenta,
a la mañana siguiente
comenzó la andadura.
Ella soñaba ya con
torrentes y cataratas,
con lagos y arroyuelos,
con el limpio océano
y aljibes verde
esmeralda:
“Sería la mejor
nadadora del mundo”
-se dijo para sí.
Pasado un tiempo
llegaron a la Ciudad de
las Niñas
donde todas leían a
Cristina de Pizán.
Allí encontró
compañeras
con ansias de saber
y nadó al estilo
mariposa,
su fuerza era elegante,
sus movimientos
también.
Allí le sonrieron los
ojos
y el alma y todo su
ser.
La moraleja de este cuento
es bien fácil:
Hay que respetar a las
niñas y sus deseos de agua
que son como los versos
sencillos y la pureza de la noche libre.