sábado, 23 de febrero de 2019

La alegría de vivir




         Esta noche he soñado con Henri Matisse, lo veía recortando sus papelitos de colores, imponiéndose a las estéticas del llanto y sublevando el bien estar para que siempre fuéramos felices contemplando sus cuadros que son, principalmente, una bocanada de aire libre.

         Eso me ha pasado, o he imaginado que me ha pasado, no estoy segura, después de pensar en mi amiga Lorenza, aquella con la que fui castigada porque nos precipitamos al patio del recreo para ver pasar un helicóptero en vez de permanecer sentadas en nuestro pupitre como estatuas.

         Quizá fue el mismo día que nos explicaron la fábula de la hormiga laboriosa y la cigarra cantarina, y yo decidí ser cigarra y no abrirme un plan de pensiones sin saber siquiera lo que era un plan de pensiones.

         Eso fue mucho antes, también, de que leyera a Ramón Andrés y estuviera de acuerdo con él cuando dice que: “La vida ha sido enfocada como un negocio”. Y lleva razón el hombre en sus palabras; nos han metido la prisa en vena, la culpabilidad entre las sienes y nos han desprendido de nuestros ritmos naturales. Y sigo viendo a Henri Matisse recortando sus papeles de colores, y soy feliz viéndolo en la tarea de crear belleza generosamente, sin guardar nada para sí, como ese libro de poemas de Miguel Torga titulado Nihil Sibi.

         Y todo parece templado, en la hora de la siesta, como la rebeldía de dos desobedientes colegialas que vieron, por primera vez, un helicóptero, y sintieron tanta alegría que valió la pena la apuesta. Así que sólo estoy para alegrías, no me busquen para ruinas ni empresas de competencias. Yo sólo quiero cantar al sol y a la luna inmensa, a esos campos de  olivos y al derroche de la jacaranda, que también se me apareció en sueños como si la hubiera pintado, fogosamente, Henri Matisse.

         Así que no quiero asistir a discusiones de vanagloria ni a encuestas premonitorias, que quiero beber el agua limpia de los arroyos y besar a mi amor con libertad, y el que ofrezca eso, ganada lleva la cordura frente a los asentamientos fríos, a la intemperie, a los que nos quieren llevar con la entronización de lo burdo. Así que recuerdo a mi amigo Manuel Torralvo explicándome como le enseñaron a él lo que era la incómoda eternidad, y la eternidad era como una hormiga que devora eternamente el ecuador. Y me reafirmo: quiero ser cigarra en medio de los chopos, en los bosquecillos de Granada o, simplemente, poetiZa en la ciudad de Córdoba y no parar de sonreír, de producir sonrisas y de acariciar a mis gatos.







sábado, 16 de febrero de 2019

María Romera Bodoque




Apareció un día en el taller de escritura que yo estaba impartiendo para la Asociación Hasday. Y su fuerza era tan grande como la de un volcán hechizado por años, un volcán de sus Islas Canarias que ella quiere tanto. María Romera Bodoque tiene el don de las palabras, siempre le he dicho que es un Víctor Hugo, torrencial en sus verbos, arrolladora en sus relatos. Ella no se achanta ante nada y lo mismo compone un hermoso poema sentimental y reivindicativo de sus juegos de infancia que nos narra las idas y venidas de los seres que componen un tablao flamenco, en medio de un patio, en medio de la vida.

         Ella no ha necesitado maestros, su intuición lo puede todo y participa con éxito en todo lo que se proponga porque sus venas son arroyos de generosidad, y lo mismo acoge a sus hijos y a sus nueras que le hace espacio a la amistad y a su labor poética.

         Ha vivido el dolor y la alegría a raudales, ha probado lo malo y lo bueno de la vida y nada le hará cansarse de vivir, porque ella ama la vida sobre todas las cosas. Y nunca deja su labor literaria, dándole existencia al dolor que retuerce y a la risa que invade. Ella es el  optimismo sin fin. Por eso me gustaría que nos hablara de la felicidad que ella sólo sabe percibir, con la sencillez que ella sabe darle a sus escritos, con la vitalidad que le da a sus diálogos.

         Ella, que es incontenible, debe narrarnos sus aventuras de niña, aquella niña que no tenía muñeca y que, sin embargo, no paraba de jugar con los verbos. Te quiero mucho María Romera Bodoque, todo el mundo que te conoce acaba queriéndote. Y tú, que no tienes miedo a nada, nos enseñaste a todas que eso del miedo escénico es una tontería, que la escritora debe decir con valentía y que no hay barreras cuando una quiere contar, porque eres una mujer voluntariosa y tienes que poner toda la voluntad en seguir escribiendo y decirnos cómo ves tú la naturaleza, los pájaros y la amistad. Por eso te pido desde aquí que nos cuentes tus amores y que no te guardes nada para ti, porque tú has hecho lo imposible y lo seguirás haciendo. Que nos cuentes tus experiencias, esas experiencias originalísimas que no podremos ver en ninguna televisión pero que son valiosas, porque o las narras tú o no lo hace nadie.

         Y es que estas mujeres de la edad de nuestras madres, las que se han criado sin televisión y sin lujos, llevan dentro de sí un diccionario que no hay que dejar escapar. Algún día la historia de la literatura tendrá que asumir esas escrituras que ha dejado que se pierdan en beneficio de una intelectualidad mal interpretada.

         Escuchemos a esas mujeres, que como María Romera Bodoque, tienen la capacidad de expresar las historias de aquellos años en que querían hacerlas invisibles y, sin embargo, ellas a través de la cocina, de la limpieza, de la costura y de sus chascarrillos y cuentos han conseguido trasmitirnos lo que esencialmente son: icebergs que despuntan entre las aguas. Mujeres que no consintieron en quedarse calladas y que hoy nos ofrecen a través de sus creaciones una lección de vida y generosidad que ningún manual de literatura recoge, pero que debía recoger. Lo dicho: Escritora María Romera Bodoque, a seguir escribiendo.


María Romera Bodoque recitando su poema La Muñeca, que se sabe de memoria.




sábado, 9 de febrero de 2019

Contradictio in terminis





Así que me hice materialista histórica y decidí creer en lo concreto y que lo concreto se convirtiera en narración. Empecé a creer en el brillo de la luz sobre las aguas, el iridiscente brillo que se puede apreciar, que casi se puede acariciar. Empecé a creer no en el mes de mayo, mes de la Virgen, sino en las flores que ponían en sus pequeños altarcitos, en ese aroma a margaritas y a gayombas amarillas. Creía en las canciones de las niñas mientras jugaban a la rueda, en el álbum que me regalaron y que describía las tribus extrañas, amé el color de sus pieles. Creí en la necesidad de la no complacencia, en la existencia de la rebeldía. Creí en la comida. Creí en la alegría y en las canciones de Formula Quinta, y en la guitarra que nos tocó en un puesto de la feria. Y así dejé a Dios para más tarde porque Dios vivía sin llegar a vivir.


         Y como no veía el Estado por ninguna parte empecé a creer en las Asociaciones de Vecinos, en los recibos de la luz y el agua, en las letras de Víctor Jara que se quedó sin manos, y creí en el fulgor repentino y libertario de los extranjeros que llegaban a nuestras playas. Creí en los libros, en el olor de la madera de las carpinterías, en las tuercas y tornillos que vendíamos en nuestro negocio, la pequeña Ferretería. Y por creer me puse a creer en los espetos de sardinas, en la sal que se quedaba en nuestros hombros, en nuestro pelo, en nuestro cuerpo después del baño en el mar.

         Y he de confesar que padecí cierta esquizofrenia de creyente porque algunas veces me iba por las ramas. Y entonces me reprendía a mí misma y me decía que volviera a la realidad, que ahí estaba el verdadero jugo de la vida. Y estuve en ese trance muchos años hasta que, ya en cuarto de carrera, conocí la famosa apuesta de Pascal, esa que dice, chispa más o menos, que si crees en Dios y éste existe entonces no perderás nada por haber creído. Y consideré que Pascal era aún más realista que yo y que, gracias a él, desaté todo el engranaje del sí o el no y conseguí superar un dilema sin desasosiego.

         Pascal posibilitó que tuviera más de media vida solucionada, que aquel estancamiento, como globos enredados entre las hojas de un árbol, desapareciera. Y resultó que aún era más bella la lectura de los Evangelios, los poemas de San Juan de la Cruz o las canciones de los Chunguitos, que como ustedes habrán podido comprobar, gracias a la cantante Rosalía, son mística pura.

         Y es que el flamenco es carne de cielo. Y no he tenido un pensamiento agitado desde aquel entonces en que decidí hacerme creyente de las materias con las que se pueden hacer historias, y creé mi propia oficina de relatos. Y así me muestro ahora feliz pensando sólo en cosas felices: la capacidad de los nombres y los verbos para crear nuevas realidades tangibles, por ejemplo. Y me olvidé de todo el martirologio, y me olvidé de esa obsesión por el dolor y el padecer que muestra la Santa Madre Iglesia con todas sus leyes alejadas de la sensatez por completo.

         Y el panteísmo que  había profesado por intuición se convirtió en hecho natural y preciso gracias a Pascal y sus pensamientos. Y menos mal que después llegó la hora de las urnas y convertí mi anarquismo en deseos de votar para poder cambiarlo todo.  En fin, que estaban la palabra y la longitud de los silencios como salvavidas cierto. Y esa fe en la mesura de lo escrito y lo hablado con pausa y verdad es lo que da lugar a lo amable. Y que con un poco de suerte lo amable llena por un instante los ojos y el ser entero produciendo el milagro cotidiano, suave y esperado, de la luz sobre los párpados; del sol tibio mientras parpadeamos y nos atrevemos a escuchar de una forma veraz y cariñosa.






sábado, 2 de febrero de 2019

Las falacias





Cuando me enteré de que Rousseau entregaba todos sus hijos al asilo se me cayeron los palos del sombrajo. Todo comenzó de la manera más inocente: Estábamos acostumbradas a tener una ropa de diario y otra de salir y una única maestra, pero por lo visto habíamos llegado a cierto grado de adultez y quisimos más ropa para cambiarnos más veces y nos pusieron casi un maestro por asignatura. Eso pasó para que nos fuéramos acostumbrándonos a la vida de la ciudad en la que todo el mundo iba de domingo aunque fuera lunes y nadie sentía apego a nada, ni a las maestras. Después un profesor que le gustaba el cotilleo nos dijo lo de Rousseau. Y ya digo: la decepción fue total con apenas once años.

         Así que me fui a comerme una cañaduz, como acostumbraba cada vez que algo me amargaba el día, mientras razonaba y razonaba que todo lo que nos estaban metiendo en la cabeza, allá en ese espacio entre las trenzas lustrosas, era mentira. Fue entonces cuando decidí no creer en Dios ni en el Estado sobre todo porque no los comprendía, no hallaba la utilidad de esos entes, tampoco le veía beneficio a todo lo que no fuera coger habas, alcachofas o limones. Es decir que yo creo en lo concreto.

         No me gusta lo etéreo y desconfío de lo abstracto, también de los encumbramientos personales que acaban siempre mal porque el encumbrado pierde la cabeza y acaba entregando a sus propios hijos a un hospicio. Una vergüenza, vaya. Así que para mí lo más grande del mundo es la amistad, pero sólo porque puedo percibir ese vínculo como algo que se puede tocar, que aporta beneficio ya sea a través de besos y abrazos, ya sea porque te regalan un pastel de coco u hojaldre. Es por tanto una verdad incuestionable, un lazo de seda relacional.

         Para mi familia hasta lo invisible tiene nombre y se llama viento. Mi padre podía percibir su presencia que le alertaba con una punzada detrás de la oreja, yo lo he heredado. Sabemos cuándo va a llover, cuándo el cielo está cansado de ser cielo y explota en truenos y relámpagos. También vemos venir de lejos a los fingidores como Rousseau que son predicadores de lo vano, porque una cosa es predicar y otra muy distinta dar trigo.

         Por eso nos andamos con siete ojos con eso de las palabras, porque la palabra es lo más tangible del aliento y porque al principio fue el silencio que es el descanso que nos quieren quitar, es por eso que nos hablan de la cultura de la violación cuando realmente deberían hablar de subcultura y de subgénero filosófico, porque toda aquella teoría que omite a más del cincuenta por ciento de la población no merece el nombre de teoría sino el de hueca especulación. Es también por eso que las escritoras no formamos un subgénero literario, no somos un texto subrogado, inflado por la misoginia fina de cualquier hablador de tres al cuarto. Y lo mismo que ya no nos comemos nada que no esté anteriormente fotografiado, lo mismo ya no se firma nada que no esté rondando la nube del éxito: ese sueño usurero que inventó el dinero para darle concreción al fracaso y amargarnos la vida, toda vida a este lado del paraíso que se llama Tierra y que estamos infestando de inexactitudes, como por ejemplo que a las mujeres pobres les guste tener hijos para ricos. Una locura, vaya, del dichoso patriarcado, otra palabrota gorda que acabará cayendo como una hoja del árbol hermoso de lo concreto, sin vaguedad alguna.