Le Grand Monard, Montboucher, Montélimar, Francia |
En
este castillo pasé mis primeros meses de vida. Es le Grand Monard en Montboucher,
Montélimar, Francia. Allí escuché el silencio en el tiempo en que el silencio
se inicia en la vida de una persona. Allí trabajaban mis padres: Francisco
cuidando las vacas, Agustina cosiendo como solo ella sabía hacerlo. Allí vieron
la nieve y se dieron cuenta de los impuestos sentimentales que hay que pagar
por ser emigrantes.
Cuando cumplí quince años fuimos a
ver los “lugares salvadorianos”, como mi hermano dice no sin falta de humor. Aprendí
que las raíces pueden ser incluso extrañas y que era un poquito extranjera en
todas partes. Si eres lesbiana eres más extranjera, doblemente extranjera, hay
países que no nos conviene. También descubrí que hay un lugar donde siempre
cabes, se trata de la Literatura. Y que incluso en el país de la Literatura no
es fácil adentrarse, que hay empresas que prefieren que seas lectora pasiva que
escritora valiente. Pero que con vocación y perseverancia, con honradez y
trabajo puedes albergarte en una frase de Emilio Prados o en una descripción de
Virginia Woolf. Que con tiempo y una caña hasta las verdes caen, eso dicen.
La honradez en el trabajo era
fundamental, así me lo enseñaron ellos, los que me dieron la luz y el ánimo
para creerme una de las creadoras artesanas que juega con la imaginación y la
verdad. Mira si creían en la honestidad que no metían ni a la lotería, sabiendo
que la riqueza o la pobreza es una cuestión de espíritu.
Desde Francia mi madre le mandó un
trajecito a mi primo Paquito Eduardo sin necesidad de tomarle las medidas, y es que siendo bebé lo tuvo en brazos y así pudo imaginar su constitución
futura. Eran felices con esa clase de magia y con la certeza de que debían
bautizarme en Campanillas, entre limones, allá en Málaga, la azul y blanca. También
discurrieron que no debía estar sola, que necesitaba, además de los lápices, un
hermano real como la vida misma.
Desde las tierras de la Literatura
he descubierto que me he rodeado de seres fantasiosos cuya mayor grandeza era
que sabían componer matices. La guerra es el tiempo arañado con generalidades,
dominado por los que confían en la humillación, alejémonos ya, de una vez, de
ese destino con mayúsculas que a nadie beneficia. Entremos en los castillos de
la espiritualidad generosa que adivina cómo será el cuerpo de los niños y las
niñas cuando crezcan. Practiquemos esa clase de nobleza.