sábado, 29 de junio de 2019

El Deseo




El deseo requiere de la escucha para realizarse. Cualquier detalle nos parece importante y, con curiosidad, queremos saber de la otra persona y beber hasta saciarnos, y ver que no nos saciamos nunca nos proporciona la ligereza de un salto o la sensación de una brazada en el agua dulce del verano y el cuerpo.

         Yo, ya saben ustedes, soy lesbiana. Y me gusta repetirlo en estos días de orgullo, para sembrarlo en el viento como si fuera la etimología consagrada de una enciclopedia, o el nombre con más elegancia que he recibido sobre mi ser. Soy lesbiana, y me gusta decirlo, con delicadeza, como la niña que acepta el juego que ha elegido. Porque yo creo que las lesbianas somos tan fundamentales que elegimos nuestros deseos como se eligen las palabras para un diccionario de los afectos. Y esa libertad de elegir me lleva a los museos, a contemplar físicamente el estilo y la dignidad de encontrarse a gusto con lo que una quiere hacer con su sexo.

         Y respiro hondo sabiendo que yo elegí el deseo, que ese deseo no es algo vago que viniera a mí con sorpresa y prevención sino que nació como la mayor rebeldía que estaba dispuesta a realizar y conjugar: ser lesbiana.

         Porque los deseos que perduran se riegan con libertad y cosmopolitismo, con ejercicio y buenos días y buenas tardes y muchas gracias. Así se crece y crece el deseo de decir en las plazas por lo que estoy dispuesta a luchar: por no perder nunca esa noción de ser deseante que considera la vida como una grata labranza.

         Me placen las noches al fresco, el olor de las biznagas, el alboroto que propician las cartas y esta transparencia actual, que deja al deseo ser un río verdiazul, que recoge mansamente las buenas noticias y la posibilidad de disfrutar como antes nunca se había hecho. Así de espontáneo me parece el goce y me agrada.

         Soy lesbiana y permítanme que hoy brinde con agua clara por todas las lesbianas que han sido, son y serán. Así de sencillo son mis días desde que conocí el deseo de ser lesbiana y conocer se convirtió en una forma profunda de escuchar lo que deseaba, de leer físicamente sus itinerarios, los de mi amante.





sábado, 22 de junio de 2019

La Madurez




Pero claro, eso de la adultez es un término difuso, lleno de vapor, y es que mientras la niñez está bien definida, la edad adulta, sin embargo, se mueve y no cristaliza sino que se parece a esas arquitecturas temblorosas de gelatina. Y sucede que unos estratos de la personalidad convidan a la responsabilidad y al compromiso mientras otros emergen de las delicias infantiles, y así nunca acabamos de alcanzar esa figura suprema, pausada y dúctil de la maduración total. Y andamos como las uvas o, tal vez, seamos como esa fruta llena de pequeños frutos, todos con la intención de alcanzar su crecimiento óptimo, crecimiento del que siempre escapa alguna uva con su verdor, hiriendo al racimo, mostrando su inadecuación, su estar siempre en proceso, como en un presente continuo… si es que se pudiera comparar la madurez con la gramática francesa.

         Y es así que mientras a la niñez todo le vale para el juego no le sucede lo mismo a la persona adulta, que tiene que esperar que le invada ese brote para jugar, por el placer de ser, de nuevo, niña y gozar con la posibilidad de imaginar el Amazonas o ir de excursión a Madagascar. Y eso es lo que sucede hoy en la vieja piel de nuestra geografía: que nos encontramos maduros a rachas y todo sucede a la vertiginosa velocidad del que se sube en el tobogán de la suerte y se inventa los parches para ser más, no para gobernar él con un programa de ilusiones sino para no dejar gobernar al otro. Inmadurez a raudales y desazón para nuestros pueblos y ciudades. Ausencia de deseo elaborado y reelaborado. Y lo que es peor: confusión de la infancia con la irracionalidad.

         Y no es de extrañar que tras tantos años de cultivar el chillerío en tertulias y en programas aparentemente serios, ese chillerío se haya trasplantado a la arena política, esa arena desabrida, amarillenta, escenario de nuestros rifirrafes y lugar para el descuidado zurcido. Y es que han descubierto que la vía argumental requiere un tempo que se sincronice con nuestra mente de humanos, un tempo tranquilo para la observación y el desarrollo paso a paso, y han decidido que es mejor utilizar frases hechas, datos estadísticos de autoridad sesgada y tres eslóganes cabezones para bombardearnos el cerebro y obligarnos a que les demos la razón, y si no se ponen melodramáticos y recurren al recuerdo de sus raíces personales para decirnos que ellos también sienten. Nos movemos entre la altivez y la sensiblería, las voces y el cuchicheo conspiratorio. Y, Señoras y Señores, paramos esta caída en picado donde la víctima es la inteligencia, el decir sin estridencias, o seremos sólo protagonistas de un videojuego malo que esconde la verdad y la hierba, el olor a naturaleza y los detalles de la palabra jurídica, también el latir sencillo del buen arte.

         Y si estamos a tiempo de que no se derritan los polos también llegaremos a hora para revindicar la buena conversación aliñada con sentido del humor y pericia. Esa es una obra de gente entrada en años que quiere dejar a sus hijos e hijas no el atropello verbal, el abuso verbal, sino la posibilidad del habla más educada y de la urbe construida sin humos, con la ligera brillantez de quien sabe que la ecología y las casas donde habitamos están hechas como una obra artesanal. Seremos fuertes el día en que sepamos gobernar el lenguaje de nuestras emociones y la palabra sea tan fluida como el aceite, también llamado óleo. El día que la escucha sea tan respetada como tener dinero a raudales y las interrupciones no valgan un aplauso. El día que humildemente pidamos la vez y nos paremos a contemplar lo que nos rodea. Ese debe ser nuestro presente continuo si queremos dejar en herencia un futuro de lucidez.






sábado, 15 de junio de 2019

Presentación de la Exposición de Ana Belén Rodriguez: Brillantes y Eclipsadas, 12 de Junio 2019




            Existen múltiples formas de tortura, pero quizás la más sutil es robarle el tiempo a alguien. Las mujeres padecemos ese mal continuamente y vemos que si queremos conseguir aparecer en el mundo artístico tenemos que robarle tiempo al tiempo. Desde no se sabe cuándo hemos estado atareadas para beneficiar a otros y nos hemos visto sometidas a la forzosa aventura de tener que conquistar el tiempo. Un tiempo para nosotras, para emplearlo en nuestro arte.

            Esa Conquista del Tiempo es una odisea sin los brillos de la Odisea, una necesidad imperiosa, y por eso nuestro arte se convierte en una tarea doble: la de la ejecución de las acciones artísticas y la del espacio temporal que edificamos para poder llevar a cabo ese arte del que no queremos prescindir, del que estamos enamoradas.

            Ana Belén Rodríguez ha sacado tiempo de debajo de las piedras, de los domingos mañaneros, de la aliada noche para pintar a Simone de Beauvoir o a Carmen López Román, a Chimamanda o a Marie Curie, a Ángela Davis o a Frida Khalo, entre otras. Son veintiún cuadros los que conforman esta exposición permanente. Y me gusta especialmente eso de permanente porque cualquiera que llegue a esta casa se la encontrará llena de la hospitalidad de estas feministas de toda la vida y tendrá la posibilidad de mirar a los ojos a Virginia Woolf o a Nina Simone.

            Y se ha empeñado la artista en revelarnos a las rebeldes, en dejar testimonio de las sombras y en hacerlas resurgir de ellas para que no olvidemos sus protagonismos y sus clarividencias, para que aprendamos de ellas, para que las valoremos y nos sirvan de guía. Para eso sirven nuestras antepasadas: son brújulas señalizadoras de los caminos que debemos seguir y ahí están en justo homenaje: Coco Chanel y Clara Campoamor junto a Anna Lee Fisher. Cada una a su estilo nos han aligerado y nos han hecho posible la liberación. No decaigamos ahora y sigamos, arropadas por sus destellos, nuestro propio afán, nuestro común afán: el absoluto respeto.

            Ana Belén Rodríguez llegó a Córdoba desde Cinco Casas, un pueblo de la Mancha, ya saben ustedes cómo las mujeres nos buscamos metas agradables y aquí en Córdoba ha desarrollado su ingenio decorando las escaleras del patio de Virginia, el patio Vesubio, o las persianas de la tienda La Llave, también ha hecho móviles o pintado artesanalmente hermosas camisetas. Es una sobreviviente que no le achanta nada ni nadie, ni su enfermedad, padece Esclerosis Múltiple y lo lleva con elegancia y sonrisa eterna en su cara soleada por los trabajos de la huerta.

            Desde pequeña ha experimentado el arte y recuerda cómo en su  infancia su padre, que era alcalde de Cinco Casas, invitó a artistas del momento a su municipio y ella quiso ser una más en el mundo de la pintura. Desde su adolescencia se rodeó de pintores y escultores como Amelia Moreno, Abdón Anguita, Alfredo Martínez y sobre todo con Paco Leal, el autor de El pez furioso. También admira a Ángel Pintado y a Antonio López Torres y Antonio López García. Estas son sus influencias manchegas, su admiración por lo minucioso, por el detalle, por la máxima luz que se da en los atardeceres de la explanada y que ella nos ha traído hasta aquí, y que le sirve para iluminar a las eclipsadas.

            Estudió Diseño Gráfico y se amplió el número de artistas a contemplar entre ellos Rothko y Frida Kahlo, que es para ella además un ejemplo vital a seguir. Nunca se para y vive plenamente volcada también en el activismo constructivo, así participó en las reivindicaciones para que el autobús C2 siguiera su trayecto por la ciudad o fue una de las mujeres lideresas de la Marcha por la Paz que consiguieron que todas nos vistiéramos de blanco.

            Actualmente trabaja en una serie de retratos de mujeres lesbianas y su mirada busca en el paisaje, entre las tablas que encuentra aquí y allá, en los objetos en que las demás no vemos nada… Ella ve la belleza. Gracias Ana Belén Rodríguez por haber recalado en Córdoba y hacer que tu odisea sea también la nuestra: un viaje hasta la cosecha del tiempo para disfrutar del arte.







sábado, 8 de junio de 2019

Canto a mí misma (Poema Océano leído el 25 de Abril de 2019 en la cafetería La Viajera).




Caminaba por el parque del Cinquantenaire, cerca de las oficinas de la Comunidad Económica Europea, levantaba con mis pies las hojas de Noviembre que caían en el suelo de Bruselas.

Miraba a  los paseantes acompañados de perros, solitarios humanos del nuevo macro país que estábamos conformando, fui a Chez Nicolas, ese local inspirado en una novela de Boris Vian, que estaba en la Avenida de Tervuren.

Allí fue donde me encontré con la funcionaria de prisiones de la cárcel de Reading, me dijo que en sus ratos libres estudiaba Filología Francesa y que había descubierto, en una librería de lance del balneario de Bath, unas antiguas cartas firmadas por el poeta Rimbaud.

Rimbaud, ese pequeño y caprichoso genio, ese poetilla dormido en el valle de los deseos, ese enamorado de la música de su colega Verlaine. Entonces le dije a la funcionaria de la cárcel de Reading que la invitaba a un thé en la cafetería cercana al edificio de la Bolsa, donde el dinero lo es todo.

Miss. Albertine se llamaba la mujer y yo le confesé que había llegado a Bruselas para escribir mi última novela, esa que hablaría de la nieve y los estanques negros como paradas de metro que huelen a patatas fritas y a gofres.

No se enteró Miss. Albertine que me quería acostar con ella y siguió hablando de Rimbaud, el joven poeta, el poeta niño, tan salvaje en su temporada en el infierno que parecía perdido en un difuso centro comercial. Ella me dijo que las cartas iban dirigidas a Walt   Whitman, entonces le recité los primeros versos de Hojas de hierba:
“Érase un niño que se lanzaba a la aventura todos los días, y en el primer objeto que miraba y aceptaba con asombro, piedad, amor o temor, en ese objeto se convertía”.

Le confesé que yo había llegado a Bélgica para cambiar el mundo literario, que me había embarcado en un sí aparentemente domesticado hasta que pudiera decir no con todas mis fuerzas, que comía en el edificio de la compañía de seguros Winterthur y que me hacía pasar por una aburrida oficinista, que me había convertido en cada uno de los habitantes de la ciudad y que sabía que las olas migratorias serían las grandes cuestiones de nuestro tiempo.

Ella dijo que le aburría la poesía de Whitman y yo le di la razón, andamos recordando cómo se parecía el bardo americano a Verlaine, su barba, su porte, su potencia en la voz sensual, sus ganas de disfrutar de jovenzuelos, sólo que Verlaine era, de vez en cuando, acosado por la culpabilidad y la figura de la madre.

“Vivamos en cada pétalo”, le dije y le compré un reloj de pulsera y le dije al oído: Virginia Woolf, Safo, Cristina de Pizán, Carmen Martín Gaite, Sor Juana Inés de la Cruz, María Zambrano y Marguerite Yourcenar.

Le dije también que, de vez en cuando, iba al Museo de Arte Antiguo porque estaba intentando convertirme en un cuadro de Brueghel. Y que visitaba la librería Tropismes y encargaba libros que olieran a verde mar. Le dije también que no me importaba la posible relación entre Rimbaud y Whitman, que ambos eran pájaros de la noche y que yo quería para nuestra relación la luz del día.

La funcionaria de prisiones de la cárcel de Reading me habló de Oscar Wilde. La verdad es que esperaba ese momento para lanzarle a la cara el nombre de Teresa Wilms Montt y le espeté con crueldad: “Deja ya de comprarte libros del Carrefour que te llenan la cabeza de desigualdad.” Ella sonrió y me dijo que iba a cometer un acto extremo, yo la miré a sus profundos ojos color de caramelo, a sus pupilas de chocolate negro de Lady Godiva y le pedí que antes me diera un beso. Nos besamos frente a un edificio de ladrillo rojo bañado por una yedra verde, cerca había un buzón de correos.

“Voy a quemar las cartas que Rimbaud le envió a Whitman y éste nunca recibió, las cartas que yo me encontré en Bath y que serían el delirio de los investigadores.” Sonreí con malicia y le dije que en vez de quemarlas se las enviara a la escritora Salvadora Drôme. “¿Quién es esa?” –dijo. “Yo, yo misma, que estoy embarcada en una gran tarea y que en el día de mañana no voy a tener paga de jubilación”.

Entonces compramos un sobre y unos sellos y, sin leerlas siquiera, echamos la carta llena de cartas en el buzón, después caminamos hasta la parada de metro, hasta Schumann, y nos bajamos en la parada de la Bolsa, alegres porque habíamos hecho una buena inversión. Fuimos al salón de thé y pedimos un Earl Grey. Nos miramos y recordamos a la escultora Camille Claudel.

¡Cuántos actos queman en la oscuridad! Todos menos aquella decisión justiciera. ¡Oh Capitán, mi Capitán! Iré a celebrar la luna, las montañas, las veredas y las riquezas de esas cartas que me harán jubilarme con prosperidad. Todo se lo debo a esa enigmática funcionaria de la cárcel de Reading que dejó de comprarse libros en el Carrefour. Toda mi abundancia se la debo a ella, y así he trabajado en paz estos años comiendo sopa calentita y poesía de la buena sin tener que hacerme un seguro de vida.

Porque yo vivía en cada ala de mariposa, en cada verdor que se cuela en las murallas, en cada narración de mis amigas, en cada pez, en la forma de nadar y en cada noche que me reía de la seriedad intelectual. Y así, oh viejo Walt Whitman, espanté la pobreza gracias a tu correspondencia que pienso venderla en una subasta y emborracharme en Málaga, en la fiesta de los tontos, el 28 de Diciembre, mientras escucho el violín y bailo verdiales con mi amor: Miss Violet Albertine.




sábado, 1 de junio de 2019

La expectación




Los amantes de las expectativas duermen soliviantados soñado borrosamente con los objetivos a conquistar, es una forma de vivir en diferido, un no parar de coger atajos, una gimnasia a favor y en contra del tiempo, un estar a ratos, un no estar nunca.

         En esta época, en que se niega a enseñar a pensar porque se cree que los réditos serán cuantiosos, nos hemos encontrado con que el hombre expectante y deseoso ocupa los anuncios de las grandes marcas y es el centro de interés de los programas electorales: se quiere un hombre que no se esté quieto, proactivo, y una mujer paralizada en las imágenes inquietantes de la publicidad. Este mundo de modelos se imita sin cesar en las redes de mensajería virtual de una forma temblorosa e impaciente, sin profesionalidad.

         Y consiguen meternos la prisa en vena y sopesan si no es más beneficiosa una persona levemente adiestrada que totalmente inculta. Sea como sea se desprecian las raíces y la utilidad del arte. Se quiere el fogonazo, lo inmediato, lo que se mueve alrededor del “ya”. Y se nos quiere imbuir de un gran desasosiego.

         Más allá del sortilegio de la pseudoconversación existe un remanso sincero, para eso sirve el arte, ese es el sentido hoy de la palabra comprometida: la elaboración de un espacio donde la profundidad del agua clara de un manantial y su ausencia de ira tienen razón de ser. Allí crece también la risa, no la burla, sino la risa.

         Son, por tanto, fatuas las necesidades que nos crean mientras, por otro lado, no cesan de llamarnos inútiles. No nos quieren razonables ni que admiremos lo honrado, así luchamos entre nosotros como juguetillos eléctricos a los que dan cuerda de vez en cuando o a los que mantienen parados según la conveniencia.

         Muchas veces me pregunto qué sería de la Tierra si hubiéramos puesto como meta principal conjugarnos con ella sin dañarla. Si dejáramos de acosarnos, si nos hubiéramos propuesto cierta calma espiritual andaríamos con mayor placer. Me digo que ante esos fines muchos quedarían desarmados. Así que creo que llegará un día en que estaremos rendidos de vivir en burbujas frívolas combinadas, el fin de semana, con sus dosis de alcohol, para que el que no se construye se olvide de sí mismo, y no tenga ganas de reconsiderar la posibilidad de ser alguien apaciguado. Alguien fuera del botellódromo, de la masa tensa, del cuerpo a punto de actuar sin saber la dirección de su acto.

         No cabe más que esperar e ir recogiendo la basura de los lugares por los que transitamos, ir dejando belleza y que el arte no se proponga victorias de amiguismos ni estilo funcionarial. Que lo más puro sea la suave canción que nos despierte sin sobresaltos. Eso, y que seamos de una vez adultos.