Esta es la brillante historia de
Mariconcito Pérez, brillante porque le gustaban mucho las lentejuelas y
Mariconcito porque así lo llamaba su madre desde pequeño, primero con enojo,
después con cariño.
Mariconcito Pérez no tenía ni un
solo diente y se avergonzaba de ello, pero él no podía ponerse dentadura porque
no tenía paga ni había cotizao a la Seguridad Social. Así que le vino muy bien
lo del coronavirus porque así pudo usar mascarillas diversas diseñadas por él
mismo.
Se paseaba por la Alameda de
Hércules con paso decidido considerando que eso de la gripe lo había llenado de
atractivo. Así, que ni corto ni perezoso, decidió llamar a la televisión, a
Canal Sur, para participar en el programa de Juan Pegamento a ver si encontraba
novio. Juan Pegamento, que tiene una sensibilidad muy fina, lo trató con
amabilidad como si fuera una cajera del Carrefour.
Le contó toda su historia al
presentador y a media Andalucía y le confesó que el llevaba la mascarilla por
estética, que quedara claro que él estaba bien de salud. Ante una confesión tan
higiénica se sintió atrapado por el dardo del amor un farmacéutico de Lebrija
que era muy antiséptico y se llamaba Dionisio aunque todo el mundo lo conocía
por su mote: el Perezetamol. El programa puso en contacto a Mariconcito Pérez y
al Perezetamol.
El Perezetamol acababa de romper con
un amor de toda la vida que se llamaba Asomaito porque nunca acabada de salir
del armario y le hacía chantaje emocional, así que el Perezetamol tenía el alma
dolida como los pies de un nazareno, de esos nazarenos que tanto le gustaban al
farmacéutico en cuestión.
Todo resultó maravilloso y se lo
merecían porque tanto Mariconcito Pérez como el Perezetamol habían sufrido
mucho cuando chicos. Ya se sabe: que si mueves la mano, que si tienes pluma,
que si no sirves pa hombre. Todos esos sinsabores los dejaron en las aguas de
una playa naturista donde se fueron de vacaciones y Mariconcito Pérez se bañaba
en pelota viva y con su mascarilla lila.
Disfrutaron mucho los dos hasta que
se encontraron con un desaborío que tenía costumbre de reírse de los viejos
libres, homosexuales y buenos. Con mansedumbre el Perezetamol le pidió que los
dejara en paz, pero el invasor empezó a reírse de Mariconcito Pérez y de su
mascarilla de lujo que llevaba para la ocasión.
Menos mal que a Mariconcito Pérez se
le ocurrió llamar al 112 y vinieron deprisa un par de enfermeros metido cada
uno en su escafandra. En cuanto se bajaron de la ambulancia Perezetamol les dijo que ese hombre irrespetuoso llamado
Suárez solo miraba de perfil y con muy malaleche, que parecía que de un momento
a otro les iba a perseguir a gorrazos. Suárez se llenó de ira y se puso
colorao, dijo que a él le gustaban los toros y las cosas como Dios manda, que
en su mundo no cabían desviaos. Los enfermeros le preguntaron si padecía de
algo y Suárez les respondió que era diabético, los enfermeros presurosos le
pusieron una inyección de Cola-Cao.
Cuando vieron alejarse la ambulancia
Mariconcito Pérez le dijo al Perezetamol:
-Con
lo buenas que están las papas a lo pobre no sé cómo hay gente que quiere amargarnos
la vida.
-Tú
no te preocupes Chiqui que yo te defenderé siempre y siempre estaré a tu lado,
y ahora mismo nos vamos a ir a una agencia de viajes, vamos a hacer un
itinerario por todos los países de alto riesgo de contagio del coronavirus para
que puedas lucir tus mascarillas artesanales –le dijo Perezetamol.
-Maricona,
págame los implantes de la boca y así no tengo que llevar este trapo –respondió
Mariconcito Pérez.
En esto que pasaba una lesbiana de
16 años cerca de ellos y les dijo con desparpajo: “Por favor no os tratéis como
si fuerais vuestro propios verdugo. Respetaros mutuamente y dejaros de homofobia
interna”.
Los dos se quedaron pensativos y les
surgió un beso lindo de sus bocas, el farmacéutico le dijo a su amado que le
pagaría una dentadura nueva y Mariconcito Pérez, que en verdad se llamaba
Eustaquio González le dijo que le haría un gazpachuelo para almorzar.
La lesbiana también les dijo que
todas las acciones tienen valor, sólo que algunas se pagan con dinero y otras
no. Ellos le agradecieron su intervención y el tono de sus palabras y se
admiraron de cómo siendo tan joven tenían las cosas tan claras. Se intercambiaron
sus direcciones de Facebook y prometieron ir algún día a escuchar un concierto
de Clara, que así se llamaba la lesbiana, que además de lesbiana era pianista.
Y es que aquí cada uno tiene su
nombre y su corazoncito. Sí, señoras y señoras, esta es la historia de
Eustaquio González, camarero de profesión, limpia botas de ocasión, albañil a
ratos, fontanero esporádico, pintor de brocha gorda en verano y paseador de
perros. Nada de esto aparece en su vida laboral, todos fueron trabajos mal pagados
y dolores de pies y dejarse la salud. Menos mal que encontró al farmacéutico
Dionisio que lo quiso hasta los últimos días de su vida y le devolvió la
sonrisa.
Después de toda esta aventura
hicieron un crucero y Eustaquio se hacía fotos con la boca abierta y se las
mandaba a su anciana madre que había aprendido a manejar el wasap. Mientras
tanto Dionisio no paraba de comer langosta en el buffet del barco y de dar
gracias a Dios, él era muy capillita, por haber visto ese programa de Juan
Pegamento que le trajo la felicidad. Querido público, tengo que confesaros que Eustaquio
y Dionisio brindaban todos los días de su vida con champagne porque la lesbiana
Clara les enseñó lo que es el respeto y un nuevo Ars amandi.
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De izquiera a derecha: el escritor Samuel Quintero, la escritora Ana Ramos, Salvadora Drôme y Yolanda Bettioui quien le puso voz al texto de Samuel Quintero.
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