sábado, 7 de marzo de 2020

Ars amandi (Este Poema Océano lo leí en la cafetería la Viajera el 4 de marzo)



            Esta es la brillante historia de Mariconcito Pérez, brillante porque le gustaban mucho las lentejuelas y Mariconcito porque así lo llamaba su madre desde pequeño, primero con enojo, después con cariño.

            Mariconcito Pérez no tenía ni un solo diente y se avergonzaba de ello, pero él no podía ponerse dentadura porque no tenía paga ni había cotizao a la Seguridad Social. Así que le vino muy bien lo del coronavirus porque así pudo usar mascarillas diversas diseñadas por él mismo.

            Se paseaba por la Alameda de Hércules con paso decidido considerando que eso de la gripe lo había llenado de atractivo. Así, que ni corto ni perezoso, decidió llamar a la televisión, a Canal Sur, para participar en el programa de Juan Pegamento a ver si encontraba novio. Juan Pegamento, que tiene una sensibilidad muy fina, lo trató con amabilidad como si fuera una cajera del Carrefour.

            Le contó toda su historia al presentador y a media Andalucía y le confesó que el llevaba la mascarilla por estética, que quedara claro que él estaba bien de salud. Ante una confesión tan higiénica se sintió atrapado por el dardo del amor un farmacéutico de Lebrija que era muy antiséptico y se llamaba Dionisio aunque todo el mundo lo conocía por su mote: el Perezetamol. El programa puso en contacto a Mariconcito Pérez y al Perezetamol.

            El Perezetamol acababa de romper con un amor de toda la vida que se llamaba Asomaito porque nunca acabada de salir del armario y le hacía chantaje emocional, así que el Perezetamol tenía el alma dolida como los pies de un nazareno, de esos nazarenos que tanto le gustaban al farmacéutico en cuestión.

            Todo resultó maravilloso y se lo merecían porque tanto Mariconcito Pérez como el Perezetamol habían sufrido mucho cuando chicos. Ya se sabe: que si mueves la mano, que si tienes pluma, que si no sirves pa hombre. Todos esos sinsabores los dejaron en las aguas de una playa naturista donde se fueron de vacaciones y Mariconcito Pérez se bañaba en pelota viva y con su mascarilla lila.

            Disfrutaron mucho los dos hasta que se encontraron con un desaborío que tenía costumbre de reírse de los viejos libres, homosexuales y buenos. Con mansedumbre el Perezetamol le pidió que los dejara en paz, pero el invasor empezó a reírse de Mariconcito Pérez y de su mascarilla de lujo que llevaba para la ocasión.

            Menos mal que a Mariconcito Pérez se le ocurrió llamar al 112 y vinieron deprisa un par de enfermeros metido cada uno en su escafandra. En cuanto se bajaron de la ambulancia Perezetamol  les dijo que ese hombre irrespetuoso llamado Suárez solo miraba de perfil y con muy malaleche, que parecía que de un momento a otro les iba a perseguir a gorrazos. Suárez se llenó de ira y se puso colorao, dijo que a él le gustaban los toros y las cosas como Dios manda, que en su mundo no cabían desviaos. Los enfermeros le preguntaron si padecía de algo y Suárez les respondió que era diabético, los enfermeros presurosos le pusieron una inyección de Cola-Cao.

            Cuando vieron alejarse la ambulancia Mariconcito Pérez le dijo al Perezetamol:
-Con lo buenas que están las papas a lo pobre no sé cómo hay gente que quiere amargarnos la vida.
-Tú no te preocupes Chiqui que yo te defenderé siempre y siempre estaré a tu lado, y ahora mismo nos vamos a ir a una agencia de viajes, vamos a hacer un itinerario por todos los países de alto riesgo de contagio del coronavirus para que puedas lucir tus mascarillas artesanales –le dijo Perezetamol.
-Maricona, págame los implantes de la boca y así no tengo que llevar este trapo –respondió Mariconcito Pérez.

            En esto que pasaba una lesbiana de 16 años cerca de ellos y les dijo con desparpajo: “Por favor no os tratéis como si fuerais vuestro propios verdugo. Respetaros mutuamente y dejaros de homofobia interna”.

            Los dos se quedaron pensativos y les surgió un beso lindo de sus bocas, el farmacéutico le dijo a su amado que le pagaría una dentadura nueva y Mariconcito Pérez, que en verdad se llamaba Eustaquio González le dijo que le haría un gazpachuelo para almorzar.

            La lesbiana también les dijo que todas las acciones tienen valor, sólo que algunas se pagan con dinero y otras no. Ellos le agradecieron su intervención y el tono de sus palabras y se admiraron de cómo siendo tan joven tenían las cosas tan claras. Se intercambiaron sus direcciones de Facebook y prometieron ir algún día a escuchar un concierto de Clara, que así se llamaba la lesbiana, que además de lesbiana era pianista.

            Y es que aquí cada uno tiene su nombre y su corazoncito. Sí, señoras y señoras, esta es la historia de Eustaquio González, camarero de profesión, limpia botas de ocasión, albañil a ratos, fontanero esporádico, pintor de brocha gorda en verano y paseador de perros. Nada de esto aparece en su vida laboral, todos fueron trabajos mal pagados y dolores de pies y dejarse la salud. Menos mal que encontró al farmacéutico Dionisio que lo quiso hasta los últimos días de su vida y le devolvió la sonrisa.

            Después de toda esta aventura hicieron un crucero y Eustaquio se hacía fotos con la boca abierta y se las mandaba a su anciana madre que había aprendido a manejar el wasap. Mientras tanto Dionisio no paraba de comer langosta en el buffet del barco y de dar gracias a Dios, él era muy capillita, por haber visto ese programa de Juan Pegamento que le trajo la felicidad. Querido público, tengo que confesaros que Eustaquio y Dionisio brindaban todos los días de su vida con champagne porque la lesbiana Clara les enseñó lo que es el respeto y un nuevo Ars amandi.


De izquiera a derecha: el escritor Samuel Quintero, la escritora Ana Ramos, Salvadora Drôme y Yolanda Bettioui quien le puso voz al texto de Samuel Quintero.