domingo, 20 de diciembre de 2015

Política



          Dice Plutarco en sus Consejos políticos que “el liderazgo del pueblo y el Estado hay que ejercerlo sobre todo por las orejas”, dice esto en el capítulo dedicado a “La virtud de la elocuencia.” Eran otros tiempos, ahora estamos en la dictadura de los asesores de imágenes, nos hemos echado en brazos de lo visual y es el ojo quién manda. Esto me parece muy triste, pues si nuestros políticos están convencidos de que un estímulo fotográfico vale más que una buena propuesta dialógica eso es porque ya la palabra se ha convertido en la compañera obsoleta de la semiótica. Y ahora reyes y presidentes, concejalas y alcaldes miran y remiran sus vestidos por si son propios o impropios, por si van a transmitir con publicitaria fuerza y convencer con un gesto. ¡Ay, pobres tiempos!

            A mí me da lástima de Rajoy, parece el niño torpe de la clase que sus compañeros no elegían para jugar al fútbol. Pedro Sánchez está haciendo una campaña de corbatita estrecha y actos americanizados. Pablo Iglesias sabe ya hasta que altura debe remangarse las mangas de su camisa gris clara, lisa, o blanca. A Albert Rivera le va hablar como si fuera un becario del Sillicon Valley, moviéndose de aquí para allá. Y Alberto Garzón sabe perfectamente en que consiste la técnica del fuera de juego.

            A mí no me gusta el tono mitinero, me parece  una burda expresión de lo que se considera hablar de verdad. Por otra parte detesto los grandes escenarios en las que todas las miradas se vuelcan hacia una sola persona, ese exceso me parece improductivo, egocéntrico y un tanto vocinglero.

            Yo que soy de la clase obrera, como diría Jones Owen, y que creo en la cosa pública como remedio para sitiar la soledad y como mecanismo autocorrector de desvarío, me muevo, en estos últimos días, con la compasión que me producen todos estos señores que van a salvarnos la vida.

            Lo que no me gusta es eso de que el pueblo es torpe y no sabe a quién le vota,  creo que la gente sabe lo que quiere y  el respeto de los resultados es la primera prueba de salud democrática; muchas veces se menosprecia al electorado y eso no es de personas inteligentes. Es más, me parece de mala educación. Es más, creo que ese mirar por encima del hombro demuestra un complejo de superioridad dañino para cualquier análisis objetivo sobre por qué las cosas suceden.


            Hay algo que creo que es de suma importancia: que hemos sido siempre afortunados, que se pueden mejorar muchas cosas, no lo dudo, pero que es hermoso y hasta distinguido saber que el día 20 vamos a ir a votar. Sólo pediría una cosa: que con coraje escuchemos lo que las papeletas nos quieren decir, que vayamos un poquito más allá de la imagen. Tal vez tengo esa obsesión porque mi oficio es tratar con la palabras.




domingo, 13 de diciembre de 2015

La Gratitud



            Siempre hay que escribir lo bello mientras la luz se posa sobre los Ciruelos de Japón. Siempre hay que contar lo hermoso para que no se olvide y, entre tanto trasiego de sinrazón, tenga lugar la experiencia cotidiana de la vida. Hay que escoger las palabras de gratitud, las leves enseñanzas que no eran tan leves y, sin hastío, caminar por lo que tenemos planificado.

            Algunas veces parece que la voz de las mujeres vive sola, independiente de su mente, que lo escrito por la mujer tiene el valor de la espontaneidad, que vale lo que un instante sin sentido. Así lo han querido ver las historias de las literaturas, los decires de los críticos, la rebaja constante ante lo materializado en la página. Pero hay que sobreponerse a todo eso. Hay que escribir lo bello.

            Recuerdo cuando fui a Málaga capital para estudiar el bachillerato, llevaba mi bolso lleno con los libros de  octavo de E.G.B. No conocía a nadie que tuviera carrera, nadie a quien preguntarle, con confianza, cómo se hace una carrera. Me sorprendió mucho que no empezáramos pronto con la tarea, que en el instituto todo se disolviera en esperanzas incumplidas, que no existiera la autoridad de que estábamos haciendo algo serio. A mí me acompañaba la vergüenza de no saber, la certeza de que hablaba mal, eso nos decían. Así era aquella época que muchos intentan idealizar. No teníamos modelos de triunfo y se nos exigían los triunfos. Era una sociedad torpe donde los matices no cabían.

            Entre huelgas y consignas fuimos creciendo, llevando el miedo en la cartera, la inseguridad constante porque los más íntimos sentimientos no tenían interlocutores que escucharan. Avanzamos, vaya sí hemos avanzado, pero siempre me ha sorprendido la rapidez con la que habla la mayoría, el ritmo diabólico que se quiere imponer a esos pensamientos de brocha gorda que constantemente nos rodean. Mi madre me repetía: “Nunca tengas prisa por dar las gracias, como si la persona que te hubiera ayudado se fuera a ir mañana de tu vida. No te apresures.” Y llevé ese mantra conmigo, sabiendo que el mundo aunque fuera muy grande no podía ser más profundo que los pozos que regaban las huertas de Campanillas. Así es como se estableció una especie de elegancia que, tal vez, sólo comprendíamos mi madre y yo.

            Siempre hay que decir lo bello: En aquel primer curso tuve de profesor de lengua y literatura a Gregorio Morales, el escritor, y nos enseñó que las narraciones son como una tirada de cartas del tarot, que la risa servía para domar las fieras y que no éramos alumnos tan distintos, que todos, en nuestra juventud, queríamos clases que nos distrajeran, que nos hicieran felices, que nos quitaran las ganas de hacer la piarda e irnos por ahí, a tomar el sol, cerca del paredón, enfrente del río. También nos habló de sus viajes a lejanos países que entonces eran más lejanos que hoy, y de que sólo utilizamos el diez por ciento de nuestra mente. Era un buen maestro.

            El primer ejercicio que hicimos fue escribir un artículo periodístico, yo hablé de John Travolta y de su famosa película Grease, que no había visto, me reía del personaje, de la conformidad con la que el cine nos domesticaba. Gregorio me preguntó si lo había copiado de El jueves, desconocía de lo que me hablaba, nunca había escuchado el nombre de esa revista. Me felicitó por mi escritura, ocupé un lugar en el mundo gracias a él, mis compañeros me respetaban y él respetó mi interés por seguir de lejos, sentada al final, sus clases amenas. Pasados los años me lo encontré en un autobús, nos saludamos, ambos distraíamos nuestro viaje leyendo Le rouge et le noir, de la editorial Folio. Ambos leyendo lo mismo, casualidades de la vida literaria o, tal vez, una broma cuántica.


            Por favor, lean su obra.



Gregorio Morales, escritor




domingo, 6 de diciembre de 2015

Globalización



            Hay una imagen que me ha conmovido desde siempre: la de dos hermanos cogidos de la mano, el pequeño confiado en el más mayor, y la mayor haciéndose la valiente, mirando al infinito abrumada por su responsabilidad porque ya intuye lo que es el  peligro. Es una imagen tan tierna que he visto repetida en todos los hermanos, en todos mis viajes: allá en los coloridos paisajes de la India, en la sofisticada Nueva York, en la llamativa África o en China o en Europa.

            Nuestras madres, todas las madres, no sabían semiótica ni habían conocido a Umberto  Eco o a Barthes, pero acertadamente nos vestían de los mismos colores para identificar la fraternidad. ¡Cuánta sabiduría hay escondida en nuestros gestos cotidianos!

            Mientras recorría el mundo; sentada a la orilla de las playas de Conil, yo ya no pienso globalmente, esa tarea se la dejo a mi amiga Pili que habla como si se hubiera comido a Paulo Coelho. Mientras recorría el mundo, Cádiz y su provincia, Guadarrama y su nieve, recordaba el día en que me llevaron al hospital porque mi madre había tenido un nuevo hijo. Me puse muy contenta al saber que iba a estar acompañada y durante meses esperé que hiciera cosas interesantes para poder jugar juntos.

            En esos viajes, largos y cansados, excitantes y sin brújula, he descubierto que en la Tierra hay una sola conversación, que la mujer sentada en la terraza de un bar le contesta al hombre que conduce un autobús por el polvoriento sendero de una cordillera lejana, que las palabras se contagian, que los del Norte hablan con los del Sur, y viceversa, que los del Oeste recibieron una llamada aparentemente invisible para ir hacia el Este, y viceversa. Que somos mecanismos analógicos invadidos por los ecos del habla de nuestros vecinos.

            Un día, me preguntó un excursionista al que le explicaba mi pequeña teoría local que cuál era el tema del que hablábamos todos, y le respondí que nuestro único diálogo gira entorno a la soledad. Y respiré profundamente, soñé entonces con los géiseres, el caudal de los ríos, la luz tibia de los cuadros holandeses, los encajes de bolillo o los exquisitos restaurantes que te sirven la comida en platos redondos. No me interesaban las opiniones de los asesores de imágenes ni la filosofía deconstructiva, comprendí que si realmente queremos corregirnos, y que nuestras instituciones sean sinfónicas, tenemos que mostrarnos como somos. Aviso: ahora me voy a hacer la interesante: sólo así superaremos a Derrida, el pensamiento débil y los aditivos y colorantes.


            A ese viaje le llamé Eviterna y sigue constante como un oleaje. De vez en cuando, mientras me tomo un thé en una terraza y mi cabeza está llena de rumores, escucho esa música del mundo que climáticamente nos pide que seamos fraternales, y me es fácil entre esas voces oír el decir de los fanáticos: es simple: no se ríen de ellos mismos.

               Entonces saco mi libro, y leo a Amos Oz











domingo, 29 de noviembre de 2015

Ejemplo



        Yo estoy muy tranquila cuando no escribo, sobre todo porque sé que la maquinaria de la escritura no se para nunca y hay mujeres como Nuria Amat que todos los días cumplen con su oficio, como Rosa Regàs que nos contó su Viaje a la luz del Cham cuando nadie hablaba de Siria, como Laura Freixas que exhaustivamente analiza la producción literaria de las creadoras, como Carmen Frías y su obra Ora pro nobis, como Elena Medel que tiene una editorial para seguir dando aliento, como Remedios Zafra y sus reflexiones filosóficas, como Marina Mayoral. Me voy muy tranquila a pasear por los alrededores de la Mezquita y ejercito mi conocimiento en idiomas guiando a extranjeros y extranjeras despistados. Sé que mientras yo descanso alguna otra me ha tomado el relevo y el gran libro de las que aman las letras, gracias a eso, es infinito.

            Dice Nuria Amat en su libro Escribir y callar que “La vanguardia no está en el contenido ni en la forma. Se ha situado en el gesto.” Estoy de acuerdo con ella, después de tantas corrientes e ismos, para mí, lo novedoso radica en el ejemplo, en la actitud moral de la escritora, en la página libre de faltas ortográficas, en la trama que acoge por igual a personajes masculinos y femeninos, en la ausencia de corruptelas y ansias de trepar como idea de triunfo. Se trata pues de una educación creativa que multiplica temas y se hace acogedora porque las palabras no son impositivas.

Dice Victoria Camps en su libro Creer en la educación que “los alumnos retienen más de la manera de ser y de hacer de los adultos que los contenidos que les hayamos querido transmitir”. De algo de eso hablaba también Fernando Fernán Gómez refiriéndose al mundo de los actores y cómo el teatro es antes que nada fuente de libertad.

Conocí en una ocasión a una mujer que la llamaban la Ejemplita porque su madre siempre que hablaba de ella decía: “Mi hija es un ejemplo en los estudios, mi hija es un ejemplo en la costura, mi hija es un ejemplo en la cocina”. Pues bien,  a este ejemplo de persona en una ocasión la dejaron a cargo de unos niños, y cuando llegó la hora de comer en vez de darle el puré de verdura que les tocaba se confundió y les endiñó un bote de mostaza, desde entonces le pusieron el mote por la que era conocida en todo el pueblo. Quiero decir con esto que todos somos humanos y nos equivocamos. La democracia es eso: corregirnos los unos a los otros con amabilidad.

Y la literatura, la pasión por la literatura, es una manera de crecer sin empujar a nadie, como si pasearas por un laberinto ameno que te lleva al reconocimiento de las buenas dimensiones, las que nos definen como personas. Así de grandes y pequeñas somos las escritoras. Y si hay algo que define a este siglo es la cantidad creciente de mujeres que escriben, por ejemplo.








domingo, 22 de noviembre de 2015

Capital



            Me estoy aprendiendo Madrid de memoria, amorosamente, lo mismo que me aprendí el Albaicín o el laberinto de la Judería de Córdoba, igual que me paseé en tranvía por las calles de la vieja Bruselas buscando la unidad de Europa. Ya sé ir a la Plaza de Santa Ana, al antiguo Matadero, ya sé pasear por el Retiro y coger atajos para llegar antes al Museo Lázaro Galdiano. Ya voy en metro sin mapa que me oriente o como en Lavapiés para que me salga más barato.

            Esa vieja dama que es la capital de España respira fatigada por la contaminación mientras el fantasma de los Pink Martini sigue tocando en la sala Riviera. Ese Madrid abrupto donde hay tantos locales con los servicios en el sótano y hay que bajar una estrecha escalera que desprecia a las personas con diversidad funcional. Ese sumidero resplandeciente adonde llegamos con tantas ilusiones las gentes de provincias.

Mi bisabuela Josefa fue en una ocasión a Madrid cuando su hija Paquita se embarcó en la gran idea de meterse en la orden de las hermanas de San Vicente de Paul, y fue a la gran ciudad a despedirse de ella antes de que la joven se fuera de misión a México. No le sorprendieron los grandes angelotes de la Puerta de Alcalá ni el bullicio de las tiendas ni las puertas inmensas por donde pasan sólo humanos. Nada de eso la achicó. Lo que le contó a mi madre a su regreso fue aún más grande, le dijo: “Agustina, no te lo vas a creer, pero en el hotel me han puesto un huevo frito sin aceite.”

 En Madrid parece que nace todo, en Madrid decae la tarde manchada del humo excesivo de los coches. Esa es la hora en que añoro el océano y me escondo en el Museo Naval o camino despacio por Malasaña simplemente porque me gusta esa palabra.

            ¿Por qué no nos ha dicho ningún articulista que en la Gran Vía han abierto una tienda inmensa, la más grande de nuestro continente, y las familias hacen cola expectantes? ¿Por qué no nos han dicho que esa cola da la vuelta a toda la manzana como si fuera un cinturón de desasosiego, un cinturón de ansiedad por la compra? Melancólicamente me pregunto dónde está Larra. Ya no existe el sentido de la medida y la causa de la espera. Ese espectáculo me ha llamado la atención más que el 15M, tal vez porque es la evidencia carnal de que somos un país de consumidores. Tal vez esa sea la razón por la que, desvalidos y minimizados, esperamos que nos lluevan los candidatos desde el lugar lejano, y somos una masa gris que no tiene paciencia para construir despacio algo entre iguales, algo donde la voz de los cercanos sea escuchada porque va a tratar de lo que conocen. Pero no, ¿para qué vamos a hacernos ilusiones? Ya se sabe, las grandes campañas publicitarias crean su propaganda en la unidad central y son los que están próximos al núcleo los que eligen las figuras de la temporada.

            Tal vez nos iría mejor si en vez de leer Juego de tronos tuviéramos como libro de cabecera ¿Qué es la política? de Hannah Arendt, pero claro, la Arendt es menos comercial.

           
Exposición La ciudad en viñetas. Obra de las Hermanas Pacheco.


La exposición se puede ver en la 4ª Planta del Palacio de Cibeles.











domingo, 15 de noviembre de 2015

La vida




                     Siempre he admirado quien en medio del alboroto es capaz de seguir con su tarea, cumplir con su oficio artesanal, atender el proyecto en que se embarca sin alharacas ni efectismos. A la que no le tiembla el pulso en medio del revuelo, al que construye con idéntica energía desde el principio hasta el final,  siempre he admirado a los hombres y mujeres de paz y sosiego.

            Hay un artículo de Susana Reisz que me gusta releer, se titula “Estéticas complacientes y formas de desobediencia en la producción femenina actual: ¿es posible el diálogo?” Frente a cualquier dicotomía suelo coger el camino de en medio, me gusta lo entreverado, ni las voces ni el mutismo, la alegría de construir un yo civilizador, de una escritura suave y constante como la bella lluvia tras los cristales de un café de París.

            El París que llaman la ciudad de la luz, el París de la joie de vivre, de Victor Hugo y de Colette, de  las canciones que siguen conservando aún mensaje y no ruido, el Paris de los libros, el que lleva en su ánimo la fuerza de la libertad, la igualdad y la fraternidad y los paseos interminables que dio por sus calles Cortázar.

            Siempre ando por la vereda de en medio, por donde me enseñó a transitar Proust, quien me cobijó entre sus personajes y me hizo hermosa y digna. Siempre ando con libertinos como Rabelais o señoras que no dejan que las maneje nadie como la Duras, escuchando las palabras que no son ni demasiado altas ni demasiado bajas, que guardan la proporción de una caja fuerte escondida en el corazón de la que se decide a decir sin aspavientos. Me gustan las historias de François Bourgeon, los itinerarios de los jardines y bosques que frecuentan los enamorados y la melodía del acordeón sin amplificador.

            En estos tiempos que tanto se vocifera, tal vez deberíamos todos rendirnos a la evidencia de que somos personas verbales o no somos, y deberíamos escoger entre las palabras aquellas que, como agua clara, nos enseñaran la paz, eso sólo pueden hacerlo los humanos, no los dioses. Deberíamos empeñarnos, con la mano calma, y escribir nuestros deseos de serenidad para siempre, y un futuro para los niños y las niñas, y, ya de camino, que el hogar sea propicio y acogedor con nuestros mayores. Deberíamos empeñarnos más que nunca en ser una Europa unida. Y amar París como se ama a las amantes que han sido ultrajadas, con mimo consolarla para que pronto se muestre como es.





            

domingo, 8 de noviembre de 2015

La France



Cruzamos la frontera de Francia, fuimos hasta Valence, paseamos por Montélimar, compramos turrón. Respiramos el aire de las montañas de Vercors, visitamos el castillo de Montboucher-sur-Jabron, buscamos a los amigos en Bour-de-Péage. Pero ya cansados de tanto reencuentro y tanta tierra que guardaba emociones tan vivas decidimos, ya que estábamos allí, coger un tren y subir hasta París.

            Dormimos en la misma habitación los cuatro, tenía enmoquetado todo el suelo y eso nos pareció delicioso a mi hermano y a mí, era como un mar doméstico. Mis padres se dejaban guiar por nosotros, yo ya tenía el Graduado Escolar, y ellos creían que lo sabía todo: las capitales de Europa, cómo tiene una que comportarse en la mesa y los ríos y sus afluentes, las estrellas del espacio inmenso, las leyes del bien y el mal, las distintas constelaciones que duermen en la negritud del cielo nocturno y fragmentos memorizados del Quijote, por poner un ejemplo, también la tabla periódica.

            Me encantaron los croissants de la estación de Austerliz, comentamos entre nosotros cómo la gente se relaciona en las noches de viaje, cómo nacen parejas espontáneas en las conversaciones de los wagones. Dijimos “ya estamos aquí, ahora qué”, entonces todos me miraron; fui a hablar con el recepcionista del hotel y le pregunté dónde estaba el Museo del Louvre, salió a la puerta y nos lo indicó con una postura elegante como si fuera bailarín. Mi hermano se hizo cargo del mapa del metro, para él se trataba de un jeroglífico, tenía cualidades de geógrafo. Ellos confiaban en lo que habíamos aprendido en la escuela, nosotros confiábamos en sus años. Juntos caminábamos los cuatro.

            Vimos cuadros, estatuas inacabadas, nos montamos en un barco que nos llevó por el Sena, comimos a las doce porque es la hora que comen los franceses y a las dos porque es la hora que se come en España, eso decía mi padre, que no quería saltarse ninguna costumbre. La ciudad era un inmenso merengue, Notre Dame la iglesia más bella del mundo, permanecimos boquiabiertos escuchando sus campanas.

            Vimos tantas cosas… Pero de pronto surgió la excelencia, la belleza sobre las bellezas, inesperadamente, en la rue de Rivoli, en una terraza, una mujer tomaba el sol mientras leía el periódico, sobre la mesa tenía una copa de pastís. Yo nunca había visto una mujer sola en una cafetería y además leyendo. Me pareció el no va más, frente a ella la Torre Eiffel era cuatro hierros mal ajustados, la luz de la sonrisa de la Gioconda por fin quedaba explicada. Sus piernas hermosas, su gesto desenfadado, el periódico inmenso. Quise ser ella.

            No conocía a Simone de Beauvoir, con el tiempo comprendí que esa mujer estaba allí gracias a ella. Desde entonces, cuando me siento activista a no poder más, me compro Le Monde y leo sola en una terraza mientras recuerdo el bien recibido gracias a aquella persona, saboreo cada sorbo que doy a mi copa como si fueran los artículos de un pacto que señalara la preocupación del Estado por las que sufren, y le agradezco a aquella figura que permanece en mí como una luminosidad incandescente lo que hizo aquel día: leer, simplemente leer, leer sola en un bar, saber estar sola en medio de todos, dueña de sí misma y su lectura, dueña de sí misma.

            Este sábado me voy a tomar un pastís en el Círculo de Bellas Artes, pero antes iré a la manifestación Contra las violencias machistas, porque desde que vi aquella mujer rodeada por el aura de su libertad soy exquisitamente feminista, como todas. Pero está vez compartiré mi experiencia con mis amigas… y con los amigos que me quieran acompañar.


Cuando ustedes lean este artículo el día 7 ya será Historia



domingo, 1 de noviembre de 2015

El televisor



Amábamos los libros, amábamos el saber, respetábamos la palabra sobre todas las cosas. Algunas noches de invierno, mientras mi madre cosía y mi hermano comía castañas, nos sentábamos alrededor de la mesa redonda y leíamos poemas, leíamos por turnos y todos teníamos que participar. Utilizábamos para ello los manuales de literatura de la escuela y hacíamos, sin saberlo, nuestra propia antología.

Mi padre
Nos gustaban tanto los libros que mi padre tomó la costumbre de fotografiarse leyendo, y nos parecía que tener gafas de cerca era como conseguir una medalla por tanto trabajo cumplido y tantas páginas leídas. Así que empezamos a posar como si fuéramos monjes medievales concentrados en su pupitre u orgullosos universitarios licenciados en Cambridge o simplemente acariciábamos las portadas, rozábamos las hojas, con la reverencia cercana que se mira a un buen amigo.

Mi hermano recitaba Ya se murió el burro hasta que nos volvía locos de tanto repetirlo, a mi madre le gustaban los poemas de Bécquer, mi padre siempre quería saber cosas de la guerra y por eso se compró Los cipreses creen en Dios, conociendo a Gironella más de lo que yo imaginaba. Mi abuela se sabía de memoria algún romance y mi bisabuela nos ilustraba con chascarrillos diversos. Yo era la directora de orquesta, la que les decía cuando tenía que intervenir cada uno, la que amaba todas las palabras, incluso las feas.

Mi padre
Y estábamos tan felices con nuestras castañas cocidas, nuestras batatas asadas, nuestra compota de membrillo cuando llegó Andrés a nuestras vidas y nos vendió un televisor y nos contó todas sus hazañas pugilísticas, es que había sido boxeador y emigrante en la fría Alemania. Entonces se abrieron las noches al teatro, y teníamos profundas tertulias sobre lo que es ser bueno o malo, y muchas veces nos acostábamos con el corazón encogío por esas imágenes en blanco y negro que vinieron a sobresaltarnos tanto, como cuando pusieron El malentendido de Albert Camus, interpretada por Charo López y que nos impresionó tanto tanto.

Y la televisión trajo también el Gordo y el Menuillo que hacía  que a mi hermano se le saltaran las lágrimas de risa, y Manolo Escobar con esas canciones tan apreciadas por mi bisabuela, y películas como La calumnia  interpretada por Shirley MacLaine y Audrey Hepburn, escrita por la valiente Lilliam Hellman, que acrecentaba mi miedo al ser consciente yo de que algo raro me estaba pasando a lo que no sabía ponerle nombre, entre otras cosas porque no había ninguna imagen bella a la que acogerse y sólo sentía miedo, menos mal que el aparato era un cachivache hecho de piezas reutilizadas donde sólo se percibía la vida en gris, luego no podía ser muy de fiar. Menos mal que estaban los libros, que eran tiernos, y estaban llenos de matices, menos mal que estaba el laberinto de la literatura y esa costumbre mansa de hacernos fotos leyendo.

Mi padre posando con mi primera novela
Mi madre leyendo El rumor












domingo, 25 de octubre de 2015

Los extranjeros y las extranjeras



Cuando estábamos aburridos y hartos de silencio, saciados del ruido del oleaje y sin poder meternos en el agua, tal vez porque había bandera roja, tal vez porque era la hora de la siesta. Cuando estábamos rojos como amapolas porque mi madre había mezclado la crema Nivea con la Mercromina porque le habían dicho que así defendía más de los rayos solares y al mismo tiempo nos poníamos morenos. Cuando estábamos hartos de nuestras costumbres, de la tortilla de patata, de la sandía y del fútbol y de Franco, mi padre cogía un balón de plástico y le pegaba una patada al aire y casualmente golpeaba a alguna extranjera y ella nos miraba algo airada y entonces, mi padre nos decía: “¡Corred, corred y pedidle perdón!” Y él iba, diligente, como un Dios de la comunicación, con un bote de aceite en la mano para decirle si quería que le diera unas friegas en el lugar del golpe.

Así, así era como salíamos de nuestras reducidas coordenadas y entablábamos conversación y hacíamos gestos y monerías para que nos entendieran. Y entonces comenzaba el ritual y nos presentábamos por nuestros nombres: “Yo soy Antonio Miguel”, decía mi hermano. “Yo soy Salvi”, decía yo. “Yo Francisco”, decía mi padre. Y mi madre, un poco más reticente, acababa por ceder y decía: “Yo soy Agustina”. Y así comenzábamos la aventura que nos llevaría por países desconocidos de los que aprendíamos tanto.

En mi casa siempre nos gustaron los extranjeros, quizás porque nosotros nos sentíamos un poco extraños en ese paisaje social que dibujó la dictadura. Por eso amábamos lo diferente y nos llevábamos a comer al chiringuito a la familia de la que nos habíamos hecho amiga y hablábamos de lo divino y lo humano, y acabábamos haciéndonos fotos, y mi padre les daba nuestra dirección para que después nos las enviasen, y en unas horas entablábamos una amistad profunda como la espontaneidad, una amistad como solo pueden conseguir los seres libres.

Ya se sabe que “partir, c´est mourir un peu” y mi hermano y yo llorábamos y todo cuando el extranjero o la extranjera recogía su toalla, su minúsculo equipaje y nos dejaba bajo el atardecer caduco, bajo la noche que se iniciaba, y se iba a un país del que ya nos habíamos enamorado y al que prometíamos ir en alguna ocasión aunque mi madre dijera: “Chiquillo, Paco, ¿allí tan lejos vamos a ir?, ¿Qué se nos ha perdío a nosotros en esas tierras?”

A estas alturas de la vida comprendo que lo que nos atraía de esos forasteros era el desapego con que trataban los temas, sin miedo a pronunciarse, pero como si hablasen acariciando, lo que Georg Simmel llama “objetividad” lo cual no significa desinterés o pasividad, sino una mezcla sui géneris de lejanía y proximidad, de indiferencia e interés.


Gracias a los extranjeros y extranjeras podíamos viajar barato. Cada vez que mi padre cogía el balón permanecíamos expectantes, sin saber a qué país nos llevaría, qué montañas descubriríamos, qué lagos, qué ríos, qué comidas nuevas conoceríamos. Gracias a los extranjeros con su seriedad rendida, gracias a las extranjeras con su libertad radical y sin sujetador, gracias a la ocurrencia de mi padre respirábamos democracia. Gracias a esos días de playa, de Nivea y Mercromina, de pelotazos y charla, yo soy cosmopolita. 









domingo, 18 de octubre de 2015

Brindis



Creo que fue mi prima Mari Kiki la que nos trajo una colección de discos de música Rusa. Mi hermano y yo ya estábamos familiarizados con ese tipo de canciones, conocíamos el Casatschoc y algunas veces entrábamos en éxtasis bailando como locos hasta perder el sentido. Los discos eran del Reader´s Digest, seguro que los consiguió mi prima juntando puntos y formaba parte de una de sus innumerables colecciones, como los foulards, las pinturas de las uñas, el buen humor o los tarros de colonia, como los sostenes sugerentes llenos de encajes, los relojes o los distintos tipos de amor que tenía guardado para cada uno de nosotros.

Gracias al tocadiscos que acabábamos de comprar pudimos escuchar a Pali Gesztros y su orquesta de zíngaros y ampliamos nuestro acervo musical y nuestros momentos de éxtasis. Mi hermano se ponía unas botas de flamenco y ¡hala!, a saltar y saltar, y yo le acompañaba con entusiasmo mientras me envolvían los violines e imaginaba una estepa para desarrollar la coreografía de mi amor, un amor que ni yo misma entendía, el amor lésbico.

Mi hermano se metió tanto en el papel que comenzó a escribir malamente, eso decían los maestros, que tenía muy mala caligrafía, lo que de verdad pasaba es que, sin saberlo, le nació, dentro de sí, el alfabeto cirílico y para colmo, mientras ejercía de monaguillo, se persignaba al revés como si fuera ortodoxo. Su metamorfosis fue tan brutal que soñaba con tener una novia que se llamara Tatiana y deseaba hacerse grande cuanto antes para poder beber vodka.

Yo, por mi parte, leí Crimen y castigo, todo Turgueniev y los artículos de Juan Eduardo Zúñiga, sobre todo me gustaba y me gusta el maravilloso “Mensaje confidencial”, recogido en su libro El anillo de Pushkin. Lectura romántica de escritores y paisajes rusos. También leí Dostoievski de André Gide y comenzamos a brindar con zumo de manzana y a tirar las copas como si fuéramos cosacos. Todo eso sucedía antes de que se rompiera el muro de Berlín. Es que en mi casa siempre hemos sido unos avanzados, las vanguardias nos persiguen en vez de perseguirlas nosotros a ellas. Sin ir más lejos: yo soñaba con la escritura sincopada de Marina Tsvietáieva.

Mi madre veía El doctor Zhivago y mi hermano corría por las tardes, en bicicleta, a la calle de la Seda, donde vivía mi abuelo Francisco, que era sastre y le estaba haciendo un zurrón como el de Miguel Strogoff. Todos estábamos enamorados de la casi infinita Rusia como las novelas oceánicas de Tolstói.

Mi padre nos miraba desde lejos como si fuéramos muñecos a los que se les hubiera roto la cuerda y no pudieran parar de bailar, entonces la cosa vino a más y contagiamos a mi primo Moisés que se compró una balalaica y comenzó a cantar con voz de campesino, él siempre tuvo muy buen oído. Y de tanto baile y tanto meternos en la piel de los demás fue como comenzamos a comprender a todo el mundo: Oriente y Occidente, aunque nosotros viviéramos en el valle de Campanillas. Y así, así fue como descubrimos la palabra empatía y el sentido de las disertaciones que se hacen cuando se brinda en una noche de frío viento, allá por las hermosas orillas del río Nevá.


                                                          ¡Vashe zdorovie!






domingo, 11 de octubre de 2015

Patriotismo



Hay quienes cogen el rábano por las hojas, aquellos que se quedan con el chiste, la gracieta y deciden que leer es un ejercicio light (ligero) y prefieren no entrar en la profundidad de lo que realmente las palabras quieren decirle. El humor es una forma inteligente de deleite y también de enseñanza. Mi hermano es un payaso y sabe de sobra que lo que digo es cierto, trabaja en el circo de la vida y siempre que tiene que defenderse lo hace con el sosiego, el buen estar, de quien saber responder con una sonrisa.

En una ocasión vino una joven francesa a mi casa y convivimos con ella un mes, yo le leía los poemas de Paul Éluard y la llevábamos a la playa, también hicimos una excursión a Granada, otra a la Alcazaba de Málaga, en fin que la paseábamos, le dábamos vino dulce y la enseñamos a beber en un botijo. Ella, algunas veces, desconsolada, se ponía a ver la tele mientras nos confesaba que entendía a los personajes que salían en la pequeña pantalla mejor que a nosotros. Nosotros nos mirábamos extrañados e incluso entristecíamos porque no sabíamos hablar como los de Madrid para poder agradar aún más a nuestra invitada.

Un día que estábamos los tres subidos en un colchón hinchable, pataleando sobre el azul del agua, ella espantada dijo: “¡Oh!, ¡qué es eso!”, mientras señalaba un pañal blanquísimo que flotaba a la deriva como un pequeño pecio. Mi hermano sin inmutarse le respondió con desparpajo: “Una plataforma para que descansen los chanquetes.” Mi hermano sonrió y siguió chapoteando. Ella me miró algo extrañada, yo asentí convencida y le dije que podía preguntarle a mi padre cuando llegara a la orilla qué eran los chanquetes. Mi padre le dijo que los chanquetes son corbattes minúsculas que se comen revueltos con pimientos asaos,  y la llevamos al merendero a que los probara.

Mi hermano no era un gran patriota, no tuvo esa salida para defender la pureza del mar de Málaga, provincia perteneciente a la orgullosa España. Aquel hallazgo que hizo la francesa, verbalizándolo con tanta escandalera, sólo mostraba que era una persona que no admitía los errores de los hombres y las mujeres. Su reacción acertada debería haber sido recoger la basura y seguir nadando con total naturalidad sin romper el momento de éxtasis que estábamos viviendo jugando con las leves olas. Eso pensamos nosotros, pero, en fin, era joven y exigente.

Hay quien le tiene miedo a la risa, quien la prohíbe incluso en su casa o en su país, hay quien tiene miedo de decir una frase amable, no acostumbran a ello. A esas gentes les diría que lean profundamente el Quijote, ese libro erasmista que tan bien nos representa, si es que algo tiene que representarnos; nunca está de más leerlo. Mi hermano lo ha leído ya veinticinco veces, en distintas versiones, los colecciona como colecciona bromas inocuas que le quitan hierro a todos los asuntos.


Al mes de irse nuestra invitada recibimos un regalo, se trataba de una casete con las canciones de Maxime Le Forestier y Jacques Brel, durante una temporada sólo escuchábamos esa música para no echarla de menos, ella también nos enseñó muchas cosas. Pero desde entonces miramos la tele con tristeza pensando que a los de Madrid los entendía mejor que a nosotros.

     



domingo, 4 de octubre de 2015

Neologismo




En mi casa queremos mucho el Castellano, a nosotros nos parece un idioma muy completo, perfecto incluso para hablar con Dios si Dios existiera, probablemente sí. Hay gentes que no quieren que el idioma crezca, que se quede donde está, nosotras no somos de esas, vemos venir las invasiones a lo lejos y las remediamos con creatividad. Todavía recuerdo el día en que mi abuela Aurora fue a Málaga con mi hermano, entraron en una mercería y ella, toda resuelta, dijo: “Señorita, por favor, podría darme unas medias conejeras”. Mi hermano se puso de todos los colores y, casi sin voz, le explicó a la dependienta que lo que mi abuela quería era unos panty. Ningún académico hubiera podido dar una definición más exacta.

Mi madre. Que estuvo bastante tiempo en Francia y que consiguió con empecinado orgullo no decir ni una palabra de francés le llama al bidé el “lavafruta”. En fin, que siempre que podemos utilizamos nuestras palabras y nos dejamos de extranjerismos, ahora bien, si es necesario no dudamos en echar mano a ellos, el caso es comunicarse. La lengua es la mayor democracia que existe y nos encanta pertenecer a ella. Por eso soy escritora.



No comprendemos a esas gentes que detestan los neologismos, es decir, las palabras nuevas o los significados nuevos que se acogen a una palabra que existe ya o que viene de fuera. Qué manía le tienen ciertas personas a la palabra “matrimonio” cuando se utiliza para designar a parejas del mismo sexo. ¿Por qué no admiten este neologismo de sentido que lo que hace es agrandar su campo semántico para que quepamos todos? ¿En qué momento los políticos que presentaron recurso contra la ley que admitía las parejas igualitarias, con los mismos derechos y deberes, se convirtieron en malísimos lingüistas y nos prohibían el paso a gais y lesbianas? ¿Y en qué momento dan ese salto sobre una inmensa cama elástica que les impiden las heridas y deciden utilizar esa ley y casarse después de haber denostado tanto su promulgación? Como diría alguien de mi distrito, que no es precisamente muy céntrico, pero sí muy avanzado en lo referente a la creación lingüística y a las buenas maneras: “Bienvenidos al lugar donde llaman a las cosas por su nombre.”


Con lo dura que es la invisibilidad y con lo que duele no existir, con lo pesada que es la heterosexualidad de continuo, con lo bonito que son los confetis de colores.... no sé cómo pueden seguir existiendo tantos individuos grises. Yo, que por la presente estoy muy bien y que soy lesbiana, sólo puedo aconsejarles que lean a  mi estimada Monique Wittig que entre otras hermosuras dice: “El pensamiento dominante se niega a analizarse a sí mismo para comprender aquello que lo pone en cuestión”.





domingo, 27 de septiembre de 2015

La máquina de escribir



Para escribir una novela como Dios manda había que tener una máquina de escribir. La primera que conseguí era la de un chófer que trabajaba con mi padre, se llamaba Manolo, y tuvimos que ir por ella a su casa a las tantas de la noche debido a la perrera que me entró y el disco rayado en que me convertir volviendo loca a mi madre: “Mamá yo quiero una máquina de escribir, Mamá yo quiero una máquina de escribir, Mamá yo quiero una máquina de escribir.” Así hasta que mi madre, desesperada, dijo: “Paco, vamos a ir por la máquina de Manolo que la niña no nos va a dejar dormir esta noche.” Y fuimos. El caso es que tampoco durmieron mucho, pues me pase toda la noche tecleándola hasta que, hartos ya de escucharme, tuve que conformarme con abrazarla.

Pero Manolo se tuvo que llevar su máquina, menos mal que apareció mi tío Pedro con una Olivetti 90 que sació todos mis sueños y fantasías, para colmo, al pasar los años, le pudimos comprar un pie en una tienda que estaban quitando y por eso nos costó casi nada. Aquella máquina fue el mejor piano de mi vida. ¿Dónde estará ahora?

Cuando me fui a Granada a estudiar la especialidad de Filología Francesa necesitaba una máquina para entregar los trabajos que debíamos hacer en clase de literatura y crítica literaria. En los tres primeros años comunes, que estudié en Málaga, sólo me hablaron muy levemente de Santa Teresa de Jesús y de Rosalía de Castro, también de la pesada Cecilia Bölh de Faber. Afortunadamente con la especialización llegaron Marguerite Duras, la Yourcenar o Natalie Sarraute y mi propia máquina de escribir, mi portátil azul que desapareció en una mudanza.


Pero desde dónde escribir, ¿dónde situar aquella máquina?, ¿cuál sería mi perspectiva?, ¿la del gusano como la del limpiabotas de Gilda? Pensé mucho en ello tendida en mi cuarto de estudiante mientras fumaba cigarrillos para parecer más mayor. De pronto encontré el punto geográfico exacto desde donde debía narrar, debía luchar contra el androcentrismo existente y que la vida y la literatura fuera más plural, variada, con otros colores. Entonces me fui con una compañera de piso a la Plaza de los Lobos y le pedí que me tomara una fotografía sobre uno de los hitos que rodeaba la fuente. Decidí, en 1987, que escribiría por encima de los simbolismos fálicos, por lo alto de las historias machistas, que impondría mi versión con la decisión de una americana que se acabara de bajar de un avión y se dispusiera a narrar con la avidez de una reportera valiente. Después me fui a mi casa, me tendí sobre mi cama, me puse a fumar para hacerme la interesante y empecé a imaginar los libros que iba a escribir. Nunca he arrugado un folio, he hecho una pelota y la he tirado en la papelera, cuando comienzo algo sé adónde voy, soy muy ahorrativa, nunca he desperdiciado papel, los mundos que describo los tengo antes, perfectos y sosegados, en mi cabeza rebelde.



Plaza de los lobos. Granada 1987.





domingo, 20 de septiembre de 2015

Cine



            Una tarde, estábamos viendo la televisión en familia y mi padre, de pronto, se levantó y señalando la pantalla dijo enfadado a la vez que alzaba la voz: “Apaga esa mierda, se ve a la legua que esa película es mentira.” Nosotros nos quedamos extrañados, casi sobrecogidos. De nuevo, mirando la imagen que en ese momento se veía, una llanura amarilla, añadió: “Ese campo no está segao a mano, que lo han hecho con maquinaria”. Mi hermano y yo nos miramos sin saber aún qué pensar. “De sobra se sabe que en la época que cuentan esa historia no había segadoras. Todo es falso”. 

             Descubrimos entonces que mi padre había errado su profesión, que lo de ser camionero era una simple anécdota en su vida, que dónde verdaderamente hubiera roto la pana era como crítico cinematográfico. Hay que añadir que él estaba muy ligado al mundo del cine, siempre dijeron que se parecía a Marlon Brando, la verdad es que era más guapo que Marlon Brando, y no crean ustedes que me ciega el amor de hija. Cuento la realidad, él llevaba con mucha más elegancia que el divo americano las camisetas blancas de tirantas.

            El caso es que desde aquella tarde nos dio por fijarnos si a las chumberas de los westerns le habían quitado los higos con navaja o tijera, si los que cantaban en los musicales eran los actores u otros que por detrás les ponían sus voces (fue así como descubrimos el playback) y si los pozos de petróleo eran verdaderamente de petróleo o habían tintado el agua para que se pareciera al combustible. También creíamos que había truco en Cuando ruge la marabunta, que se habían pasado sacando tantas hormigas y que era excesivo el protagonismo de los blancos en Lo que el viento se llevó, incluso sopesamos la posibilidad de que los negros no fueran negros de verdad y se hubieran coloreado la piel con un corcho quemado. También, he de decirlo, nos parecieron superficiales las observaciones de los tertulianos del programa La clave frente a las sutiles apreciaciones de mi padre.  En fin, que empezamos a dudar del cine y su entorno, de hecho nadie de mi familia es cinéfilo.

            Hoy se lleva decir que para ser un hombre o una mujer de nuestro tiempo hay que saber mucho del séptimo arte, yo no estoy de acuerdo con eso. Mi padre, como diría León Tolstói, “conversaba sencillamente y bien, aborrecía la originalidad en todos sus aspectos y se hallaba instruido en cosas del gran mundo.” Así, así es como me gustan a mí los hombres y las mujeres, como Alfredo Landa, que para mi padre era un actorazo, superior incluso a Terence Hill y Bud Spencer; como Charo López que sabría darle la réplica al mismísimo Fidel Castro, que no era actor pero, que al fin y al cabo, hacía monólogos, que es la pobreza máxima que se puede dar en el cine, hablar y hablar uno solo, eso pensábamos en mi casa. Así de natural y tranquila me gustan a mí las personas, como un boxeador, como una taquillera que domestica su claustrofobia… que cuando se baja del ring, que cuando sale de su cuartito de las entradas es una más entre la gente. Vaya como un político que en horas de tajancia y raciocinio duro se pusiera a bailar con ganas sin importarle las risas ni tener miedo al ridículo. ¡Miedo! El miedo no existe. Todas las pistolas son de juguete en el cine.


Lo que pasa es que vivimos en una sociedad que no sabe diferenciar la ficción de la realidad debido a los análisis frívolos que se han hecho de las obras de arte: no hay un cuerpo crítico que nos haya guiado hacia la verdad. Vivimos en un mundo donde los niños tienen cincuenta y siete años como en la película Mi casa en París, que por cierto originariamente se titula My old Lady,  y es que en España no somos honestos con las traducciones, nadie sabe muy bien por qué. Tal vez sea porque nos gusta rizar el rizo para confundir aún más, y mira que el cine confunde ya de por sí, porque el cine, Señoras, está lleno de mentiras.