domingo, 13 de diciembre de 2015

La Gratitud



            Siempre hay que escribir lo bello mientras la luz se posa sobre los Ciruelos de Japón. Siempre hay que contar lo hermoso para que no se olvide y, entre tanto trasiego de sinrazón, tenga lugar la experiencia cotidiana de la vida. Hay que escoger las palabras de gratitud, las leves enseñanzas que no eran tan leves y, sin hastío, caminar por lo que tenemos planificado.

            Algunas veces parece que la voz de las mujeres vive sola, independiente de su mente, que lo escrito por la mujer tiene el valor de la espontaneidad, que vale lo que un instante sin sentido. Así lo han querido ver las historias de las literaturas, los decires de los críticos, la rebaja constante ante lo materializado en la página. Pero hay que sobreponerse a todo eso. Hay que escribir lo bello.

            Recuerdo cuando fui a Málaga capital para estudiar el bachillerato, llevaba mi bolso lleno con los libros de  octavo de E.G.B. No conocía a nadie que tuviera carrera, nadie a quien preguntarle, con confianza, cómo se hace una carrera. Me sorprendió mucho que no empezáramos pronto con la tarea, que en el instituto todo se disolviera en esperanzas incumplidas, que no existiera la autoridad de que estábamos haciendo algo serio. A mí me acompañaba la vergüenza de no saber, la certeza de que hablaba mal, eso nos decían. Así era aquella época que muchos intentan idealizar. No teníamos modelos de triunfo y se nos exigían los triunfos. Era una sociedad torpe donde los matices no cabían.

            Entre huelgas y consignas fuimos creciendo, llevando el miedo en la cartera, la inseguridad constante porque los más íntimos sentimientos no tenían interlocutores que escucharan. Avanzamos, vaya sí hemos avanzado, pero siempre me ha sorprendido la rapidez con la que habla la mayoría, el ritmo diabólico que se quiere imponer a esos pensamientos de brocha gorda que constantemente nos rodean. Mi madre me repetía: “Nunca tengas prisa por dar las gracias, como si la persona que te hubiera ayudado se fuera a ir mañana de tu vida. No te apresures.” Y llevé ese mantra conmigo, sabiendo que el mundo aunque fuera muy grande no podía ser más profundo que los pozos que regaban las huertas de Campanillas. Así es como se estableció una especie de elegancia que, tal vez, sólo comprendíamos mi madre y yo.

            Siempre hay que decir lo bello: En aquel primer curso tuve de profesor de lengua y literatura a Gregorio Morales, el escritor, y nos enseñó que las narraciones son como una tirada de cartas del tarot, que la risa servía para domar las fieras y que no éramos alumnos tan distintos, que todos, en nuestra juventud, queríamos clases que nos distrajeran, que nos hicieran felices, que nos quitaran las ganas de hacer la piarda e irnos por ahí, a tomar el sol, cerca del paredón, enfrente del río. También nos habló de sus viajes a lejanos países que entonces eran más lejanos que hoy, y de que sólo utilizamos el diez por ciento de nuestra mente. Era un buen maestro.

            El primer ejercicio que hicimos fue escribir un artículo periodístico, yo hablé de John Travolta y de su famosa película Grease, que no había visto, me reía del personaje, de la conformidad con la que el cine nos domesticaba. Gregorio me preguntó si lo había copiado de El jueves, desconocía de lo que me hablaba, nunca había escuchado el nombre de esa revista. Me felicitó por mi escritura, ocupé un lugar en el mundo gracias a él, mis compañeros me respetaban y él respetó mi interés por seguir de lejos, sentada al final, sus clases amenas. Pasados los años me lo encontré en un autobús, nos saludamos, ambos distraíamos nuestro viaje leyendo Le rouge et le noir, de la editorial Folio. Ambos leyendo lo mismo, casualidades de la vida literaria o, tal vez, una broma cuántica.


            Por favor, lean su obra.



Gregorio Morales, escritor