sábado, 29 de diciembre de 2018

Interrumpir




         Existe una forma sutilísima de maltrato que consiste en no dejar hablar a los demás, en cortar su decir porque así se desea, y su deseo es menospreciar al dicente. A mí me molesta mucho que seres fornidos en ideas clarísimas y dogmática voz se dediquen a esta tarea de la no escucha, del no respeto.

         Casi siempre se trata de elementos que consideran su voz y su razón por encima del resto y no muestran ningún miramiento por la persona que está en el trance del habla. Son gentes que con sus gestos grandilocuentes y sus manotazos al aire espanta el decir de los otros.

         No tienen paciencia con otro ritmo que no sea el suyo propio ni esperan descubrir algo preciado en la narración que acallan con muy mala educación. Yo me alejo de esos tipos que exigen la escucha eterna para sus palabras y profesan la impaciencia sin límites ante las explicaciones de otro hablante que no sea él.

         Son bañistas solitarios que no conocen la sincronía ni la buscan, nadadores que quieren todas las aguas para ellos, dialogadores superfluos de teorías huecas y que no ejemplifican con su silencio ni con su hacer aquello que predican. Acaparadores de sílabas, charlatanes sin pausa que desdeñan cualquier cantar que no sea el suyo. Enemigos de la heterodoxia y del placer de la tertulia porque lo que siempre pretenden es escucharse sólo y exclusivamente a ellos mismos.

         Alejémonos de esos alborotadores de la nada, habladores sin límites que transportan la nada en su cháchara incoherente, enemigos del diálogo y de construir la sensatez porque ellos son los eternos y absolutos decidores de la última palabra, que suele ser vacua e intrascendente. Conferenciantes de lo superfluo que exigen para sí la veneración de un santo, sin intuir mínimamente que lo bonito es la escucha atenta y el crecimiento que se genera cuando vinculamos nuestras intervenciones como si fuera una danza. En fin: avaros de los nombres y verbos, egoístas de la lengua.






sábado, 22 de diciembre de 2018

Laura




Siempre he pensado que si admitiéramos en el conjunto de la filosofía los conocimientos de las teorías de género como un paso grandísimo en la historia del pensamiento los asesinatos de mujeres se verían reducidos notablemente. Claro, eso supondría reconocer la violencia estructural hacia el sexo femenino y reconocer también que somos dueñas de un sujeto que ha sido capaz de analizar la realidad bajo la perspectiva, clara y liberadora, de un movimiento que supone un salto meditativo en la línea teórica del mundo de las ideas. Ahí es nada. Eso, y que los padres no enseñen a sus hijos la afectada y falsa mansedumbre de la falta de respeto cotidiano. Sí, sería una buena fórmula para que se avanzara desde la raíz y no desde el efectismo televisivo o la ignorancia judicial o el descaro que molesta continuamente llamando, erróneamente, machismo de baja intensidad a lo que a todas luces es machismo a secas.

         Sería hermoso educar en el no aprovecharse de la otra, ya sea bajo la violencia, ya bajo la cortesía ñoña y alentada por un pseudosaber que heredamos de poetas que nos querían mudas y angelicales.

         Pienso en Laura, pienso en tantas mujeres que corren sin parar, sin hallar la alegría de ver resquebrajarse este muro infernal que les impiden llegar a la meta del merecido respeto. Pienso en tantas jóvenes que conozco que quieren oler el aire fresco de los pinos, visitar los arroyuelos, andar libres por el campo sin sentir el aliento de los salvajes en su nuca. Pienso en la falta cultural tan grande que es no conocer a Simone de Beauvoir o Rosalía de Castro, su hermosa Carta a Eduarda que es filigrana fina. Pienso en la torpeza egotista de los que tratan a las mujeres como víctimas, que las hacen víctimas, mientras aconsejan a los hombres que se ufanen de sus conquistas. Pienso en la torpeza arquitectónica y política que hace que en cada ciudad se descuide el nombre de las calles y no tengamos, en cada pueblo, una plaza Ana Orantes. Pienso y de tanto pensar me desagradan los chistes groseros de esos escritorcillos, superventas del relato plano y decimonónico, que se burlan de nuestro sexo, nuestro olor o nuestros andares. Siento ganas de llorar y de escribir sin parar, que es mi forma de luchar, cuando veo las pasarelas llenas de niñas delgadísimas alimentadas por una idea aniquiladora del cuerpo de las mujeres, que no es nada alejado ni otra cosa que nosotras mismas por mucho que se empeñen los grandes diseñadores.

         Hoy ha sido Laura, mañana puede ser cualquiera, esta es una frase repetida y repetida. Todas nos hemos sentido en alguna ocasión perseguidas, importunadas por algún piropo brutal o azucarado con supuesta caballerosidad. Hoy ha sido Laura y sólo tenemos un arma para defendernos: la sororidad. Que sepamos las unas de las otras y cuanto más sepamos mejor. Que seamos redes tupidas.

         Que descanse en paz la joven Laura, y que los medios de comunicación no hagan negocio de su asesinato, ni los partidos demagogia barata antes de reconocer que lo que necesitamos es que el feminismo entre en las escuelas como la mejor sabiduría que le podemos enseñar a nuestros hijos e hijas, para que ellos vivan una vida más humana, para que ellas tengan un seguro de vida.








sábado, 15 de diciembre de 2018

El cinismo





         Se empieza queriendo pertenecer a un grupo y para ello se hacen mojigangas, pequeños chistes, tirando del humor hasta ver dónde para la risa. Es el gracioso de turno, el ocurrente que va conquistando audiencia hasta que un buen número le ríe las gracias. Y entonces es el acabose, el dicharachero continuo, el que le saca punta a todo y, feliz. la risa sin fin le arropa, le acaricia hasta olvidar cuál fue su primer chascarrillo. Lo que todo el mundo sabe es que es sagaz, rápido, y de tanto reír hace llorar.

         A mí esta clase de tipo me recuerda a la obra teatral Lorenzaccio de Alfred de Musset, una obra que leí en los años de juventud y que analizaba a la sombra de la deconstrucción, que se llevaba mucho por aquellos días. Recuerdo cómo me impresionó la noción que tenía el protagonista de la “máscara”, la careta al puro servicio de la ambición personal, sin vergüenza alguna, con frialdad máxima. Ese era un tema querido por los filósofos postmodernos y charloteabammos imaginando teorías como si fuéramos el mismísimo Barthes o Foucault.

         Comprendí que la máscara es  la topografía del cinismo, el lugar por donde se mueve la comedia irrisoria, la jocosidad constante del que todo se lo toma a chufla, la causa del histrión que nunca es aparentemente única ni transparente.

         ¿Se imaginan que alguien se atreviera a entrevistar al sujeto de las bufonadas? Quedaría estupefacto si el Sonriso, en vez de lucir su flamante personalidad de donaire y burla, permaneciera helado, inusitadamente serio, andando con pies de barro, haciendo reflexiones aparentemente geniales y en bucle, sin fin, como todo en él. Confesando alguna pertenencia remota e increíble a cierta honestidad. Se nos cuajaría la sangre de miedo al escuchar la risa sardónica de sus simpatizantes, nos moriríamos de risa. Ese es el siguiente paso de la escala: helar, que los cuchillos puedan cortar el aire.

         Por eso, gota a gota hay que horadar la piedra del humor con el agua que propicia nuestro propio saber quiénes somos y a dónde queremos ir, con la sincera intención de no reírnos de los chistes del sátiro.

         Pues bien, estos son los campos del cinismo, la huerta de los corazones de piedra, la extravagancia del que no quiere perder pie en el zaherir por el zaherir. ¿Cómo le quitamos esa careta que se ha cuajado en su rostro siendo su rostro mismo? ¿Cómo hacemos que cambie esa risa afectada que ya, a estas alturas es mofa, burda mofa? ¿Cómo le hacemos comprender que es un ser anticuado?¿Cómo le decimos que la seriedad no es un gesto adusto y dejarse mecer por los brazos incoherentes del todo vale? Sencillamente: No actuando lo mismo que él, que la risa sea horizontal y participativa, que no humille; a ver si sirven de algo las neuronas espejo.








sábado, 8 de diciembre de 2018

El fácil camino de la ira




Hemos ido de la inmadurez a la dureza sin pasar por el parlamentarismo constructivo. Yo en estos días estoy leyendo a Ursula K. Le Guin y pensando en la desmesura. También me han entrado unas ganas inmensas de repetir mil veces y mil más: “Soy lesbiana, soy lesbiana, soy lesbiana”, como si fuera una jaculatoria.

         Ha llegado el tiempo de la amabilidad y la inteligencia, el momento de reconocer que lo que importa es la escucha. Durante demasiados años las televisiones han estado sembrando en los solares del vocerío, a los partidos políticos les han podido las ganas de ser únicos e irresponsables. Y aquí tenemos ahora la gran labor de la convivencia.

         El otro día iba en tren y se subieron unos clientes que se quejaron, con airada frustración, porque en sus asientos no tenían enchufes para cargar las baterías de sus móviles, me metí dulcemente donde no me llamaban y les dije que si les parecía tirábamos el tren. Hemos llegado a un grado de caprichismo que dudo de la entereza de quienes prefieren llamarse consumidores antes que otros nombres que impliquen cierta ligazón con el mundo de las ideas. Más que nunca hemos de cultivar los gestos para no perder la elegancia del buenos días y el buenas tardes que son, al fin y al cabo, el reconocimiento más cercano de los derechos de la humanidad. Más que nunca debemos estrechar los vínculos y desterrar la grosería, en última instancia sólo somos hombres y mujeres que pretenden la felicidad.

         Llegan fechas de luces y aturdimiento, hay gentes a las que les causa placer hacer infelices a sus congéneres, pequeños troles de las insatisfacciones perpetuas, esos que se divierten sacándote de tus casillas, pues bien, nada les molesta más que verse solos transitando por el fácil camino de la ira. Dejémosles que se retraten. Por otra parte esperamos la mayor de las delicadezas por parte de los líderes: el saber que da conocerse a sí mismos y que no echen mano de las mujeres cuando quieren que les saquen las castañas del fuego. Y por si queda alguna duda: “Soy lesbiana, soy lesbiana, soy lesbiana.”









sábado, 1 de diciembre de 2018

Las buenas maneras




El 25 de Noviembre fue el día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres; en esta fecha, en 1960, fueron asesinadas, por los hombres del dictador Trujillo, las hermanas Mirabal en la República Dominicana.

         Lo malo de las dictaduras, sean del signo que sean, es que además de muertos y torturados dejan un reguero ponzoñoso en el lenguaje donde van a abrevar narcisistas y esnobs, nostálgicos del absolutismo y la miseria que quieren seguir, añorantes, cumpliendo sus escarmientos aunque solo sea de palabra.

         Así, los machistas actúan como seres bestializados que aman los tiempos de la esclavitud, por eso todas las mujeres debemos salir a la calle, para que se vea nuestra presencia en la modernidad de 2018, para que el presente y el lenguaje limpio gobierne nuestro vivir.

         Aquí, en Córdoba, el pasado 25N llovió a cántaros, pero esa no fue razón para que nos quedáramos en casa. Un mar de paraguas de colores chispeantes y de cánticos violetas llenaron los jardines y el asfalto: Estábamos reclamando el derecho a ser respetadas.

         Decíamos: “Vaya lo que está cayendo”, pero seguíamos adelante. Me encontré en el inicio de la manifestación a Paco Gea y Josefina Vida, pertenecientes a la Asociación Vecinal de Valdeolleros. Me alegra ver a los hombres que nos acompañan, los hombres que emprenden sin tapujo el camino del feminismo. Después saludé a Antonia Valenzuela, de Atalanta, asociación de Posadas, y a otras amigas que iba encontrando por el camino, amigas de la Plataforma Cordobesa contra la Violencia a las Mujeres. Dulcenombre Rodríguez iba de arriba abajo, atareada, como siempre. Y llovía, y llovía si tenía que llover.

         Hice un buen trayecto con Jessica Lara que es periodista y así, por andar las dos con las letras empezamos a hablar de la inspiración. Yo le dije que ya no la buscaba, que lo que me costaba era ponerme, pero que  una vez que estaba frente al cuaderno escribía fácilmente y, mientras le hablaba pensaba en la hermosa novela Las razones de Jo de Isabel Franc, y pensaba en la juventud de Jessica y en el disfrute que es hablar con una compañera.

         Le di un abrazo a Ana Granados y a Carmen García Palomo, a Nati Mañas y Carmen Flores, las chicas del Fórum de Política Feminista.  Y otro abrazo a Isabel Calvo, siempre me alegra verla, ella es la madrina de Jessica y una de las destinatarias de mis postales viajeras, siempre me dejo aconsejar por su criterio literario y por su cálido tono de voz.

         Y me encontré a Isabel María Gómez Amate, le pregunté por nuestra amiga Justa Roa que tanto queremos todas. Y por último me encontré con Antonia Ramos Gálvez, Antonella, con su vitalidad contagiosa. Se me olvidó decirle que tengo guardado en un estuche el poema de Rosario Castellanos: “Se habla de Gabriel”, que lo leeremos en una tarde sabrosa de anís donde compartiremos nombres de escritoras.

         Y digo esto para que conste, y quede registrada nuestra pequeña historia de activistas. Y digo todo lo que mi memoria alcanza porque se nos olvidó hacernos una foto dedicada a las buenas maneras, una foto de luchadoras que ningún esnob podrá romper.






sábado, 24 de noviembre de 2018

Flamenco




El alma de mi padre estaba dividida entre el pragmatismo libertario de El Cabrero y el señorío místico de Arcángel. Y es que el flamenco era para él, como todo en la vida, un ejercicio de flexibilidad; y esa ausencia de seriedad suya no era más que elegancia del ser que vive para el arte. Y es que él se sentía parte de la Tierra, vinculado a ella, y es que él se sentía parte de la mar de una forma primigenia que los seres de hoy en día no comprenden, ni tan siquiera los ecologistas llegan a captar esa pertenencia animal y deifica, que canta al sol y a la luna, al pecho de las montañas y a la fuerza de los arroyos, a los pastorcicos y pastorcicas, a la ingenuidad del cante hondo, que parece que todas las palabras acaban de inventarse para ser acariciadas por la voz que se alza, y se alza tanto y tan alto, tan alto y con tanta pureza que da nombre al génesis de los misterios atmosféricos y a los hechos sencillos de las personas, que han nacido para conocer esa sencillez.

         Mi padre era camionero y tenía alma de guía, cuando yo viajaba con él por esas carreteras hermosas, y me abrigaba en mi silencio y en la contemplación absoluta, él siempre me interrumpía diciéndome: “Salvi, dime algo aunque sea para ofenderme”. Y me señalaba las yeguas que había en el camino, y las formas caprichosas de las piedras que formaban verdaderas esculturas naturales, y parábamos en las fuentes a beber agua clara y fresca.

         Procedía con rotundidad, como El Cabrero, y le dijo a mi sobrina Alba, todavía siendo una niña pequeña, que fuera escritora. No sé lo que se imaginaba qué era eso de dedicarse a la escritura, no sé cómo se imaginaba esta profesión, lo cierto es que en mi casa siempre se han respetado las letras, y todos hemos salido fantasiosos como seres que vivieran en los bosques mágicos de los cantares. Y hemos salido delicados como los gestos de Arcángel que acaricia el abecedario de los flamencos, como Mayte Martín que pide que le regalen la noche con suavidad. Intuyo que para él la palabra "flamenco" era sinónima de libertad suprema, de fiesta constante.

         Y nuestro deseo mayor era tener ángel y una guita para atarnos los pantalones. No necesitas más, con eso puede ser feliz cualquiera. Eso y andar por el campo entre tomillos y jaras, entre el espliego y los nísperos, cerca de las fuentes nemorosas, viendo cómo los pájaros se arremolinan para, juntos, tener más fuerza, igual que la ciudadanía se constituye en asociaciones diversas.

         Y cuando llovía, mi padre era el primero que salía con su paraguas en ristre, con sus botas de agua a ver por dónde iba el nivel de agua del río Campanillas, y un entusiasmo súbito se apoderaba de todo él mirando al cielo embebido y a la tierra añorante, con sus ojos color de dátil y su belleza de actor americano que hubiera descubierto, en un instante, que la lluvia, como dice ese poema de Borges, es algo que siempre sucede en el pasado.




Mi hermano y yo junto a mi padre: Francisco Jiménez Sánchez, y a mi madre: Agustina López Díaz en la feria de Campanillas. En esa ocasión mi hermano ganó una copa al mejor bailaor y toda la familia estaba muy orgullosa.






sábado, 17 de noviembre de 2018

La herencia de la Carmelilla




Algunas veces sueño que la Carmelilla va por ahí subida en una barquichuela inventándose la letra de unos tanguillos de Cádiz o que de pronto, en mayo, aparece en uno de los patios de Córdoba para cortar poemas como una costurera corta un traje y nos da los versos sueltos para, después, unirlos a otros poemas de mujeres con los que construimos el milagro concreto y escrito de la sororidad.

         ¡Si ella supiera que le han dado su nombre a una calle! Andaría por toda la ciudad con su sonrisa a cuestas y su ego al límite de la divinidad, y todas brindaríamos con ella y le haríamos el gusto porque es un verdadero y razonable homenaje, un acto de justicia.

         Pues sí, existe la calle Carmen López Román. Y los teléfonos suenan con la comunicación incesante de la alegría porque han reconocido a una compañera. Esa es su herencia: ella que era el lazo de unión, la savia de muchos grupos sociales, grupos que acabábamos conociéndonos porque teníamos en común el ser amiga de la Carmelilla, ella que era la enredadera que todo lo enredaba debe de estar, desde el tocino de cielo de las feministas, emborrachándose y creando nuevas redes. Y es que no cesa. Es por eso que todas nos saludamos sabiendo que en algún momento disfrutamos de sus invenciones y de su humildad.

         Bienvenida sea esta memoria que florece, y ya sabemos que pasaremos por su calle con la frase en los labios de “yo la conocí”. Con el sentimiento de que de algo le ha servido tanto trabajo y tanto conciliar unos con otros para que al final todos seamos amigos, todas seamos amigas, y que su nombre crecerá entre la ciudadanía con la seguridad de hallar un hueco seguro sólo con nombrarla: El hueco de la amistad, que ella siempre procuraba con el saber estar de la que se maneja en todos los ambientes. No me quiero ni imaginar lo que estará liando en el Más allá ni las fiestas que se pegará por los siglos de los siglos porque ella, la Carmelilla, ya tiene su calle.


La Carmelilla en el Patio de Virginia (Patio Vesubio) en el 2011





sábado, 10 de noviembre de 2018

Los regalos




Decía mi madre a mi hermano y a mí que no debíamos apresurarnos a dar las gracias como si estuviéramos necesitados de quitarnos de encima el regalo que nos ofrecen, que eso sólo lo hacen los falsos agradecidos. A esta teoría tan peculiar vino a sumarse la enigmática manera que tenían de ejercer la gratitud las tías del protagonista de En busca del tiempo perdido, que solían expresarse de manera ambigua ante Swan cuando recibían algún obsequio de ese personaje lleno de dolor y fantasía amorosa.

         A esto vino a añadirse que no estábamos acostumbrados a recibir regalos grandes y lujosos. Recibíamos con gusto el pan moreno amasado y horneado por el panadero que conocíamos, la última chirimoya que se consideraba un objeto preciadísimo, con pepitas de oro negro, o las primeras castañas que coceríamos en la lumbre o una docena de huevos que traía mi primo José Antonio. También recibíamos con gusto las aceitunas verdes o el perejil y la yerbabuena que nos daban en el mercado.

         Más tarde recibiríamos libros, ropa de los primos de Málaga, juegos estrambóticos que habían pertenecido a ellos, caramelos que nos traían las tías. Pero entristecíamos si nos hacían regalos demasiado buenos y nos mirábamos como diciendo: "¿Ahora qué voy a hacer con esto?, ¿qué necesidad tengo yo de una noche de hotel si estoy tan bien en mi casa donde veo día a día crecer el jazmín?, ¿por qué me regalan un perfume tan bueno que  hasta sale en la televisión si yo no tengo el cuerpo de esa mujer que lo anuncia?, ¿por qué se gasta tanto dinero si está la luz del cielo para colmarme todas las tardes?" En fin, que nuestra tristeza ante el despilfarro podía confundirse con la mala educación. Y hasta es posible que seamos unos mal educados, no lo niego, todo depende del punto de vista.



         El  otro día hablando con mi madre me dijo que le gustaría leerse el libro de esa mujer que vestía tan original y que acababa de morir.
         -¿El de Carmen Alborch?” -le pregunté.
         -Sí, el de esa.
         -Yo te lo llevo la próxima vez que vaya.
         -Pero si lo tienes que comprar no. Me lo traes si lo tienes tú, no vayas a hacer gasto.
         Le dije que no se preocupara que lo tenía en casa, que no tenía que gastar dinero. Y así se quedó tranquila.

         De vuelta de mi viaje a la casa materna venía cargada. Nada podía persuadirla, ni que le explicara que tenía que pasar las bolsas y maletas por el control que hay antes de subir al tren. Me traje aceitunas, el pan hecho por Paco Benítez, al que familiarmente llamamos el Chiquitín, al que conocemos y nos gana cada vez que quiere al parchís o al dominó. También me traje una fiambrera con arroz con leche y mil cosas más. Mientras yo estaba enfrascada intentando acomodar las viandas apareció de nuevo mi madre con una matita de romero como si se tratara del ramo más esplendoroso de la creación.

         -¿No quieres un poquito? –me dijo-. Huele muy bien.

         Yo le sonreí y le pedí que parara, que ya no podía con más regalos. Pero la vida nos está sirviendo constantemente gratas sorpresas: el viento fresco que nos da en la cara, el mecer del tren que nos procura el sueño, la música de las artistas callejeras con su violonchelo y su sonido a madera, la alegría de los jóvenes. Así que llegué a mi casa con el sentimiento de estar plena. Con el perfume humilde de un limón amarillo, cogido al amanecer. Gracias.





sábado, 3 de noviembre de 2018

La amistad




En mi libro de Lagarde y Michard dedicado a los grandes autores franceses del siglo XVI decía que el poeta Ronsard consideraba la poesía como un sacerdocio. Cuando leo eso ahora no puedo dejar de esbozar una sonrisa.

         Y me veo a mí misma caminando por las calles de Granada, ciudad donde cursé los últimos años de la carrera de Filología Francesa, con la respiración agitada y la cabeza llena de pajaritos. Yo quería ser como Ronsard. Miento, yo quería ser más que Ronsard, que el mundo me venerara y que tras esa admiración estuviera el respeto por mi ser de lesbiana.

         Y pasaba por el Cobertizo de Santo Domingo, me detenía ante la estatua del ecologista Fray Luis de Granada y andaba y andaba amando la ciudad, haciéndola mía. Y subía a la Alhambra, que entonces era fácilmente visitable, y recorría el Generalife fijándome sobre todo en el color bermellón de sus flores. He tenido la suerte de vivir en ciudades hermosas: Málaga, Granada, Bruselas y, ahora, Córdoba. Y he comprendido que para mí pasear es una forma de meditar.

         Esa soledad meditativa me la interrumpió mi amiga Paloma que me enseñó lo que era la amistad. Cuando hablo de ella siempre se me viene a la memoria esos versos de Gil de Biedma de su poema Amistad a lo largo: “Pero callad./Quiero deciros algo./Sólo quiero deciros que estamos todos juntos. /A veces, al hablar, alguno olvida/su brazo sobre el mío,/y yo aunque esté callado doy las gracias,/porque hay paz en los cuerpos y en nosotros”.

         Y como nadie nos habló de Cristina de Pizán y de su Ciudad de las damas tuvimos que inventarnos nosotras la forma de respetarnos. Y mientras más caminábamos, más nos respetábamos. Fue así como el andar se convirtió en una forma de disfrute y acogimiento. Andar mientras charlábamos y constatábamos lo distinta que éramos y, sin embargo, nos queríamos tanto que la vida sólo se entendía si cultivábamos esa amistad constantemente. Y por eso subíamos al Albaicín, íbamos al mirador de la Lona o al de San Nicolás o desgranábamos nuestros sentimientos en el Paseo de los Tristes.

         Pero no, la literatura no es un sacerdocio. Ningún libro puede superar la calidez de la amistad, el aprendizaje democrático gracias al charlar mientras caminamos, ningún libro da la calidez de la voz amiga ni ningún verso es capaz de sustituir a una compañía cuando necesitamos compañía. Recuerdo que en aquellos años me ponía muy nerviosa si cometía una falta ortográfica, hoy me río y veo en ella una señal de mi humanidad. Y escribir sólo tiene sentido si es para hacer amistades que como rayos de sol bañan el reloj del tiempo: la hora de la juventud y de la madurez.







sábado, 27 de octubre de 2018

El habla inclusiva




Tal vez aprendíamos demasiadas cosas de memoria: los nombres de los ríos y sus cauces, el destino de los reyes y sus herederos, la geografía lejana de tribus innombrables o el lugar donde los chinitos esperaban nuestra generosidad. Y vestíamos con baberos blancos y andábamos en grupo como podíamos, a pesar de conocer cada una el rumor de los bandos.    

          Tal vez por ese ansia de retahíla, ese desdén hacia nuestras opiniones y esa costumbre de coser a todas horas, tal vez por todo eso me pareció un regalo que llegara la hora de la catequesis. Y es que el texto que debíamos aprendernos estaba formulado como pregunta-respuesta, como una especie de ejercicio teológico para nuestras mentes niñas. Y esa estructura propiciaba que la especulación fuera profunda y el recurrir a mi madre para aclarar dudas se convirtió en una cálida costumbre.

         Las dos nos habíamos metido sin darnos cuenta en una aventura formidable: yo intentando razonar la novela fantástica más grande de todos los tiempos, ella preocupada por hallar un vestido blanco y una limosnera, y un rosario y un librito nacarado que me fuera bien con el conjunto. Desde entonces me pruebo los libros y me miro en los escaparates de las librerías para ver cómo me quedan.

         Íbamos casi de noche a la Iglesia, todas las niñas como una bandada de palomas, a escuchar la palabra de Dios. Y fueron tantas las dudas que tuve que pedirle ayuda a mi madre,  y ella recurrió al carácter amable del sacerdote para que me aclarara cómo siendo Adán y Eva los únicos habitantes del paraíso habían conseguido llenar la Tierra de tanta gente. Como se ve me preocupaba el tema de la endogamia. Nada nos aclaró el cura aunque no le faltó buena voluntad.

          Lo del nuevo testamento era fácil, milagroso, una exploración por los caminos de la bondad; lo del antiguo testamento era harina de otro costal. Pero el nuevo… el nuevo era diferente, nos daba solución para vivir alegres amándonos los unos a los otros. Ahí es nada.       

          Aquellas palabras tan sencillas lo calmaban todo y hacía posible el milagro del pan y los peces porque Jesús no quería que nadie pasara hambre. La palabra “hambre” resonaba por entonces muy alejada de la bollería industrial y de los envoltorios de plásticos, también de los yogures o de las galletas con la cara de Mickey Mouse. Estaba más cercana a las anécdotas de nuestros abuelos y nuestros padres que no sabían lo que era la saciedad.

         Saciada de Dios me quedé yo con aquella experiencia que preparamos tanto y a la que acudieron los más dispersos familiares, vino a la ceremonia hasta mi primo Antonio que no salía de su habitación donde tenía una estación de radioaficionado con la que se comunicaba con gente de América o con marineros.




          Pero Dios se hizo mío discretamente, sin tener que entrar en mi cabeza para vigilarlo todo, sin que yo me viera obligada a confesarlo todo. Adapté a Dios a mi voluntad como empecé a adaptar todas las grandes palabras, y así fue cómo me hice arquitecta de una ciudad invisible o interlocutora de ballenas gigantes o, simplemente, le daba la corriente a la maestra cuando nos decía que si viéramos todos los bichos que contiene un vaso de agua no beberíamos nunca. Claro, después me hinchaba de agua mientras pensaba que la mujer era una melindrosa.



         Y así que me hice amante de los ritos y secretos. Y supuse que si yo tenía ese guardarropa de misterios cualquiera podía tenerlo. Y que mi análisis minucioso de las palabras y de las imágenes y esa capacidad de pensar constante serían mi más bello rezo y una forma inteligente de respetarme a mí misma. Después todos comieron chocolate y reímos y tuve que aceptar, aun detestando ser el centro de atención, aparecer en todas las fotos. Creo que fue por aquellos días que mi madre le dio por llamarme "rabina" y empezamos a fundar una lengua distinta para comprendernos.


                            
                            

sábado, 20 de octubre de 2018

La mar




Cuando voy a Madrid, siempre que puedo, le dedico un ratito a un cuadro que me emociona especialmente: Cristo en la tempestad del mar de Galilea de Jan Brueghel el Viejo, también conocido como Brueghel de Terciopelo, hijo del magnífico Peter Brueghel.

         Me pongo frente al cuadro y, silenciosamente, miro el mar y la barquichuela que lleva a Jesucristo dormido junto a sus discípulos nerviosos por la fuerza del viento y del agua. Y lo miro con tanta atención que mi mirada se difumina e inventa, así que al principio no veía a Jesús dormido sino a Jesús caminando sobre las aguas, erguido, alegre porque ha desterrado la filosofía del ojo por ojo y ha instaurado otra forma más cívica de justicia.

         Y esa mirada me nace de tan profundo que, a veces, contaminada por el cuadro, tengo la dicha de soñar que yo, pobre mujer, puedo andar sobre las aguas. Y me lo paso bien corriendo sobre las estelas de los barcos y dando saltos y brincos como si fuera una niña, y soy feliz, libre, y soy capaz entonces de comprender lo que significa hablar en parábolas y jugar como un ser inocente.

         ¿Será eso orar o será, como dice el poeta de Persia Yalal Ad-Din Ar-Rumí, “que aparte de mi borrachera no tengo nada que contar”? No sé, no me importa, estoy contenta por la contemplación del cuadro, me despido de él y vuelvo a mis oficios sin olvidar el olor a sal del mar de Galilea. El olor a sal y los azules que con tanta ternura pintó Jan Brueghel, también conocido como Brueghel de Terciopelo. Y veo ese mar en todos los mares y considero que ese es el mar deleitoso de las experiencias buenas, las que te hacen crecer sin violencia.

         Y pienso en todos los niños y las niñas que deben ser respetados y en los animales sintientes, y en el sol de la justicia terrena, de acuerdo a Derecho, imparcial para quienes ofenden a la inocencia. Porque la justicia siempre nos debe acompañar para que no crezcan los despiadados.








sábado, 13 de octubre de 2018

En medio de la estela


En mi libro de séptimo de Educación General Básica venía la foto de una joven poetisa china llamada Huang Chien Chu y debajo, tras una breve reseña biográfica, aparecía un poema dedicado a una vaca; una vaca que iba a ser sacrificada y que le recordaba a su amo los beneficios que había obtenido de ella. Esa vaca quería, en su próxima vida, reencarnarse en un animal que tuviera caparazón y escamas, no para hacer daño sino para protegerse.

         Mi vestido protector ha sido siempre la literatura y he pensado, con demasiada frecuencia, que la gente que lee tiende hacia la bondad. Puede parecer un pensamiento simple, lo reconozco, pero me ha servido de gran defensa y he caminado desinhibida, libre, por los senderos literarios bordeados de flores diversas.

         He leído a Al-Ghazali y también los Nuevos Testamentos, los bélicos versos de la épica y las lamiosas servidumbres del amor romántico, he entrado a castillos encantados y a países exóticos sin necesidad de pasaporte, he vivido cien vidas y miles de experiencias, han pasado por mí novelas memorables como las de Dostoievski  o mi querida Virginia Woolf, la del mismísimo Cervantes. He visitado teatros cuando leía obras dramáticas y he elegido a mis amores por sus preferencias literarias. Pero nunca he olvidado a esa joven poetisa china que leí cuando tenía el alma llena de ilusiones como si fuese la vela de un barco que regresa. Un barco de hermosa estela azul turquesa.

         Yo me encuentro en medio de esa estela, siempre me han gustado las metáforas acuáticas, y desde aquí le hago burlas a Dante y a su oscura senda en medio del camino, entre cielo e infierno. Y desde esa estela, como si fuese una sirena, quiero cantarles y darles mi bienvenida porque en este otoño, de nuevo, comienzo a escribir de libros, de bellas canciones, de mujeres filósofas, de hombres buenos y de la mirada esperanzada de aquellos que tocan la puerta del Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes, que traspasan las barreras, con ese alma generosa y emocionada de los jóvenes que vienen a nuestra abundancia. Y seré una entre tantas escritoras, no una sola como mi pobre poetisa china que estaba apenas acompañada por alguna otra mística. Y es que, afortunadamente, somos muchas las que nos dedicamos a este oficio generoso, para mí el oficio más bonito de la redonda y azul y verde Tierra.