sábado, 29 de diciembre de 2018

Interrumpir




         Existe una forma sutilísima de maltrato que consiste en no dejar hablar a los demás, en cortar su decir porque así se desea, y su deseo es menospreciar al dicente. A mí me molesta mucho que seres fornidos en ideas clarísimas y dogmática voz se dediquen a esta tarea de la no escucha, del no respeto.

         Casi siempre se trata de elementos que consideran su voz y su razón por encima del resto y no muestran ningún miramiento por la persona que está en el trance del habla. Son gentes que con sus gestos grandilocuentes y sus manotazos al aire espanta el decir de los otros.

         No tienen paciencia con otro ritmo que no sea el suyo propio ni esperan descubrir algo preciado en la narración que acallan con muy mala educación. Yo me alejo de esos tipos que exigen la escucha eterna para sus palabras y profesan la impaciencia sin límites ante las explicaciones de otro hablante que no sea él.

         Son bañistas solitarios que no conocen la sincronía ni la buscan, nadadores que quieren todas las aguas para ellos, dialogadores superfluos de teorías huecas y que no ejemplifican con su silencio ni con su hacer aquello que predican. Acaparadores de sílabas, charlatanes sin pausa que desdeñan cualquier cantar que no sea el suyo. Enemigos de la heterodoxia y del placer de la tertulia porque lo que siempre pretenden es escucharse sólo y exclusivamente a ellos mismos.

         Alejémonos de esos alborotadores de la nada, habladores sin límites que transportan la nada en su cháchara incoherente, enemigos del diálogo y de construir la sensatez porque ellos son los eternos y absolutos decidores de la última palabra, que suele ser vacua e intrascendente. Conferenciantes de lo superfluo que exigen para sí la veneración de un santo, sin intuir mínimamente que lo bonito es la escucha atenta y el crecimiento que se genera cuando vinculamos nuestras intervenciones como si fuera una danza. En fin: avaros de los nombres y verbos, egoístas de la lengua.