En
mi libro de Lagarde y Michard dedicado a los grandes autores franceses del
siglo XVI decía que el poeta Ronsard consideraba la poesía como un sacerdocio.
Cuando leo eso ahora no puedo dejar de esbozar una sonrisa.
Y me veo a mí misma caminando por las
calles de Granada, ciudad donde cursé los últimos años de la carrera de
Filología Francesa, con la respiración agitada y la cabeza llena de pajaritos.
Yo quería ser como Ronsard. Miento, yo quería ser más que Ronsard, que el mundo
me venerara y que tras esa admiración estuviera el respeto por mi ser de
lesbiana.
Y pasaba por el Cobertizo de Santo
Domingo, me detenía ante la estatua del ecologista Fray Luis de Granada y
andaba y andaba amando la ciudad, haciéndola mía. Y subía a la Alhambra, que
entonces era fácilmente visitable, y recorría el Generalife fijándome sobre
todo en el color bermellón de sus flores. He tenido la suerte de vivir en ciudades
hermosas: Málaga, Granada, Bruselas y, ahora, Córdoba. Y he comprendido que
para mí pasear es una forma de meditar.
Esa soledad meditativa me la
interrumpió mi amiga Paloma que me enseñó lo que era la amistad. Cuando hablo
de ella siempre se me viene a la memoria esos versos de Gil de Biedma de su
poema Amistad a lo largo: “Pero
callad./Quiero deciros algo./Sólo quiero deciros que estamos todos juntos. /A
veces, al hablar, alguno olvida/su brazo sobre el mío,/y yo aunque esté callado
doy las gracias,/porque hay paz en los cuerpos y en nosotros”.
Y como nadie nos habló de Cristina de
Pizán y de su Ciudad de las damas tuvimos
que inventarnos nosotras la forma de respetarnos. Y mientras más caminábamos,
más nos respetábamos. Fue así como el andar se convirtió en una forma de
disfrute y acogimiento. Andar mientras charlábamos y constatábamos lo distinta
que éramos y, sin embargo, nos queríamos tanto que la vida sólo se entendía si cultivábamos
esa amistad constantemente. Y por eso subíamos al Albaicín, íbamos al mirador
de la Lona o al de San Nicolás o desgranábamos nuestros sentimientos en el
Paseo de los Tristes.
Pero no, la literatura no es un
sacerdocio. Ningún libro puede superar la calidez de la amistad, el aprendizaje
democrático gracias al charlar mientras caminamos, ningún libro da la calidez
de la voz amiga ni ningún verso es capaz de sustituir a una compañía cuando
necesitamos compañía. Recuerdo que en aquellos años me ponía muy nerviosa si
cometía una falta ortográfica, hoy me río y veo en ella una señal de mi
humanidad. Y escribir sólo tiene sentido si es para hacer amistades que como
rayos de sol bañan el reloj del tiempo: la hora de la juventud y de la madurez.