sábado, 24 de noviembre de 2018

Flamenco




El alma de mi padre estaba dividida entre el pragmatismo libertario de El Cabrero y el señorío místico de Arcángel. Y es que el flamenco era para él, como todo en la vida, un ejercicio de flexibilidad; y esa ausencia de seriedad suya no era más que elegancia del ser que vive para el arte. Y es que él se sentía parte de la Tierra, vinculado a ella, y es que él se sentía parte de la mar de una forma primigenia que los seres de hoy en día no comprenden, ni tan siquiera los ecologistas llegan a captar esa pertenencia animal y deifica, que canta al sol y a la luna, al pecho de las montañas y a la fuerza de los arroyos, a los pastorcicos y pastorcicas, a la ingenuidad del cante hondo, que parece que todas las palabras acaban de inventarse para ser acariciadas por la voz que se alza, y se alza tanto y tan alto, tan alto y con tanta pureza que da nombre al génesis de los misterios atmosféricos y a los hechos sencillos de las personas, que han nacido para conocer esa sencillez.

         Mi padre era camionero y tenía alma de guía, cuando yo viajaba con él por esas carreteras hermosas, y me abrigaba en mi silencio y en la contemplación absoluta, él siempre me interrumpía diciéndome: “Salvi, dime algo aunque sea para ofenderme”. Y me señalaba las yeguas que había en el camino, y las formas caprichosas de las piedras que formaban verdaderas esculturas naturales, y parábamos en las fuentes a beber agua clara y fresca.

         Procedía con rotundidad, como El Cabrero, y le dijo a mi sobrina Alba, todavía siendo una niña pequeña, que fuera escritora. No sé lo que se imaginaba qué era eso de dedicarse a la escritura, no sé cómo se imaginaba esta profesión, lo cierto es que en mi casa siempre se han respetado las letras, y todos hemos salido fantasiosos como seres que vivieran en los bosques mágicos de los cantares. Y hemos salido delicados como los gestos de Arcángel que acaricia el abecedario de los flamencos, como Mayte Martín que pide que le regalen la noche con suavidad. Intuyo que para él la palabra "flamenco" era sinónima de libertad suprema, de fiesta constante.

         Y nuestro deseo mayor era tener ángel y una guita para atarnos los pantalones. No necesitas más, con eso puede ser feliz cualquiera. Eso y andar por el campo entre tomillos y jaras, entre el espliego y los nísperos, cerca de las fuentes nemorosas, viendo cómo los pájaros se arremolinan para, juntos, tener más fuerza, igual que la ciudadanía se constituye en asociaciones diversas.

         Y cuando llovía, mi padre era el primero que salía con su paraguas en ristre, con sus botas de agua a ver por dónde iba el nivel de agua del río Campanillas, y un entusiasmo súbito se apoderaba de todo él mirando al cielo embebido y a la tierra añorante, con sus ojos color de dátil y su belleza de actor americano que hubiera descubierto, en un instante, que la lluvia, como dice ese poema de Borges, es algo que siempre sucede en el pasado.




Mi hermano y yo junto a mi padre: Francisco Jiménez Sánchez, y a mi madre: Agustina López Díaz en la feria de Campanillas. En esa ocasión mi hermano ganó una copa al mejor bailaor y toda la familia estaba muy orgullosa.