sábado, 20 de octubre de 2018

La mar




Cuando voy a Madrid, siempre que puedo, le dedico un ratito a un cuadro que me emociona especialmente: Cristo en la tempestad del mar de Galilea de Jan Brueghel el Viejo, también conocido como Brueghel de Terciopelo, hijo del magnífico Peter Brueghel.

         Me pongo frente al cuadro y, silenciosamente, miro el mar y la barquichuela que lleva a Jesucristo dormido junto a sus discípulos nerviosos por la fuerza del viento y del agua. Y lo miro con tanta atención que mi mirada se difumina e inventa, así que al principio no veía a Jesús dormido sino a Jesús caminando sobre las aguas, erguido, alegre porque ha desterrado la filosofía del ojo por ojo y ha instaurado otra forma más cívica de justicia.

         Y esa mirada me nace de tan profundo que, a veces, contaminada por el cuadro, tengo la dicha de soñar que yo, pobre mujer, puedo andar sobre las aguas. Y me lo paso bien corriendo sobre las estelas de los barcos y dando saltos y brincos como si fuera una niña, y soy feliz, libre, y soy capaz entonces de comprender lo que significa hablar en parábolas y jugar como un ser inocente.

         ¿Será eso orar o será, como dice el poeta de Persia Yalal Ad-Din Ar-Rumí, “que aparte de mi borrachera no tengo nada que contar”? No sé, no me importa, estoy contenta por la contemplación del cuadro, me despido de él y vuelvo a mis oficios sin olvidar el olor a sal del mar de Galilea. El olor a sal y los azules que con tanta ternura pintó Jan Brueghel, también conocido como Brueghel de Terciopelo. Y veo ese mar en todos los mares y considero que ese es el mar deleitoso de las experiencias buenas, las que te hacen crecer sin violencia.

         Y pienso en todos los niños y las niñas que deben ser respetados y en los animales sintientes, y en el sol de la justicia terrena, de acuerdo a Derecho, imparcial para quienes ofenden a la inocencia. Porque la justicia siempre nos debe acompañar para que no crezcan los despiadados.