Cuando
voy a Madrid, siempre que puedo, le dedico un ratito a un cuadro que me
emociona especialmente: Cristo en la
tempestad del mar de Galilea de Jan Brueghel el Viejo, también conocido
como Brueghel de Terciopelo, hijo del magnífico Peter Brueghel.
Me pongo frente al cuadro y, silenciosamente, miro el mar y la barquichuela que lleva a Jesucristo dormido
junto a sus discípulos nerviosos por la fuerza del viento y del agua. Y lo miro
con tanta atención que mi mirada se difumina e inventa, así que al principio no
veía a Jesús dormido sino a Jesús caminando sobre las aguas, erguido, alegre
porque ha desterrado la filosofía del ojo por ojo y ha instaurado otra forma
más cívica de justicia.
Y esa mirada me nace de tan profundo que,
a veces, contaminada por el cuadro, tengo la dicha de soñar que yo, pobre mujer, puedo andar sobre las aguas. Y me lo paso bien corriendo sobre las estelas de
los barcos y dando saltos y brincos como si fuera una niña, y soy feliz, libre,
y soy capaz entonces de comprender lo que significa hablar en parábolas y jugar
como un ser inocente.
¿Será eso orar o será, como dice el
poeta de Persia Yalal Ad-Din Ar-Rumí, “que aparte de mi borrachera no tengo
nada que contar”? No sé, no me importa, estoy contenta por la contemplación del
cuadro, me despido de él y vuelvo a mis oficios sin olvidar el olor a sal del
mar de Galilea. El olor a sal y los azules que con tanta ternura pintó Jan
Brueghel, también conocido como Brueghel de Terciopelo. Y veo ese mar en todos
los mares y considero que ese es el mar deleitoso de las experiencias buenas,
las que te hacen crecer sin violencia.
Y pienso en todos los niños y las niñas
que deben ser respetados y en los animales sintientes, y en el sol de la
justicia terrena, de acuerdo a Derecho, imparcial para quienes ofenden a la inocencia. Porque la justicia siempre nos
debe acompañar para que no crezcan los despiadados.