Cuando
estábamos aburridos y hartos de silencio, saciados del ruido del oleaje y sin
poder meternos en el agua, tal vez porque había bandera roja, tal vez porque era
la hora de la siesta. Cuando estábamos rojos como amapolas porque mi madre había
mezclado la crema Nivea con la Mercromina porque le habían dicho que así defendía
más de los rayos solares y al mismo tiempo nos poníamos morenos. Cuando estábamos
hartos de nuestras costumbres, de la tortilla de patata, de la sandía y del fútbol
y de Franco, mi padre cogía un balón de plástico y le pegaba una patada al aire
y casualmente golpeaba a alguna extranjera y ella nos miraba algo airada y
entonces, mi padre nos decía: “¡Corred, corred y pedidle perdón!” Y él iba,
diligente, como un Dios de la comunicación, con un bote de aceite en la mano
para decirle si quería que le diera unas friegas en el lugar del golpe.
Así,
así era como salíamos de nuestras reducidas coordenadas y entablábamos
conversación y hacíamos gestos y monerías para que nos entendieran. Y entonces
comenzaba el ritual y nos presentábamos por nuestros nombres: “Yo soy Antonio
Miguel”, decía mi hermano. “Yo soy Salvi”, decía yo. “Yo Francisco”, decía mi
padre. Y mi madre, un poco más reticente, acababa por ceder y decía: “Yo soy
Agustina”. Y así comenzábamos la aventura que nos llevaría por países
desconocidos de los que aprendíamos tanto.
En
mi casa siempre nos gustaron los extranjeros, quizás porque nosotros nos sentíamos
un poco extraños en ese paisaje social que dibujó la dictadura. Por eso amábamos
lo diferente y nos llevábamos a comer al chiringuito a la familia de la que nos
habíamos hecho amiga y hablábamos de lo divino y lo humano, y acabábamos haciéndonos
fotos, y mi padre les daba nuestra dirección para que después nos las enviasen, y
en unas horas entablábamos una amistad profunda como la espontaneidad, una
amistad como solo pueden conseguir los seres libres.
Ya
se sabe que “partir, c´est mourir un peu” y mi hermano y yo llorábamos y todo
cuando el extranjero o la extranjera recogía su toalla, su minúsculo equipaje y
nos dejaba bajo el atardecer caduco, bajo la noche que se iniciaba, y se iba a
un país del que ya nos habíamos enamorado y al que prometíamos ir en alguna
ocasión aunque mi madre dijera: “Chiquillo, Paco, ¿allí tan lejos vamos a ir?, ¿Qué
se nos ha perdío a nosotros en esas tierras?”
A
estas alturas de la vida comprendo que lo que nos atraía de esos forasteros era
el desapego con que trataban los temas, sin miedo a pronunciarse, pero como si
hablasen acariciando, lo que Georg Simmel llama “objetividad” lo cual no significa desinterés o pasividad, sino una
mezcla sui géneris de lejanía y proximidad, de indiferencia e interés.
Gracias
a los extranjeros y extranjeras podíamos viajar barato. Cada vez que mi padre
cogía el balón permanecíamos expectantes, sin saber a qué país nos llevaría, qué
montañas descubriríamos, qué lagos, qué ríos, qué comidas nuevas conoceríamos.
Gracias a los extranjeros con su seriedad rendida, gracias a las extranjeras
con su libertad radical y sin sujetador, gracias a la ocurrencia de mi padre respirábamos
democracia. Gracias a esos días de playa, de Nivea y Mercromina, de pelotazos y
charla, yo soy cosmopolita.