Siempre
me ha dado miedo la hora en que la celebración se desborda y llega el humor del
déspota, más que humor podríamos decir “burla”, porque el gracioso despótico no
ama la risa, que lo que a él de verdad le gusta es la mueca. Vivimos en tiempos
en que la frase simple y monológica quiere tomar las calles como el chistoso
anticuado quiere tomar el protagonismo de la fiesta. Siempre he detestado ese
entusiasmo porque, sobre todas las cosas, es cerril y mediocre, cínico y
abanderado. Se trata de un maltrato a la inteligencia y, por ende, al cuerpo entero.
Sobre todo porque, como decía Cesare
Pavese en El oficio de vivir, “el
profesionalismo del entusiasmo es la más nauseabunda de las insinceridades”.
Pues bien, ya se sabe que para narrar bien hay que practicar la bondad, porque
la bondad, al contrario que el artificio del gracioso anticuado, es una de las
máximas de cualquier curso de escritura.
De ahí lo de escribir con apego, con
querencia a cada uno de los personajes que aparecen en el texto. Escribir con
la misma magnanimidad con que Homero describía a griegos y troyanos, a Héctor y
a Aquiles. Ese es el análisis que nos aporta Hannah Arendt en ¿Qué es la política? Pero no nos
engañemos: hoy, estos que quieren llamarse héroes, no tienen la capacidad de
concentración para leer de un tirón La
Iliada, de ahí el postureo constante, cercano al narcisismo, y la falta de
irrigación mental para comprender que el Estado, como la Salud, lo tenemos que
salvar entre todos.
Es de niños pequeños quitarse las
mascarillas irresponsablemente, no respetar la distancia de seguridad y no amar
lo suficiente como para dejar espacio en nuestro ser a la sonrisa de la
inteligencia. En fin, que seguimos buscando la luz en la tarde, la luz en el
día y la luz en la noche, siempre la luz generosa que nos alivie de las zonas
oscuras donde encerramos a los marginados, de los que no se habla, los que no
son protagonistas: los niños y niñas varados en Ucrania, las prostitutas en los
fluorescentes clubs de carretera, los emigrados sirios y sus padecimientos, la
infancia que pasa hambre. En fin: esclavos y esclavas de esta sociedad saciada.
Y sé que la voz de los hombres será escuchada
primordialmente. Y tengo la certeza de que una mujer no tuvo la culpa de la
guerra de Troya.
Anonymus, anonyma, anonymum
Para Esther García
Navarro, mi amiga, con reconocimiento y cariño.
Por
supuesto que quiero estar representada
en
el Consejo,
visitar
el Centro Cívico,
la
Casa Ciudadana,
acariciar
el blanco mármol del foro
y
pasear con orgullo por Roma;
usar
el mismo idioma que ellos,
llevar
túnica de ónix.
¿Pero
acaso escucharán la voz
de
los libertos?
Tal
vez, tal vez…
De
lo que no estoy tan segura
es
de que consideren los susurros
de
las esclavas.