Pero
claro, eso de la adultez es un término difuso, lleno de vapor, y es que
mientras la niñez está bien definida, la edad adulta, sin embargo, se mueve y
no cristaliza sino que se parece a esas arquitecturas temblorosas de gelatina.
Y sucede que unos estratos de la personalidad convidan a la responsabilidad y al
compromiso mientras otros emergen de las delicias infantiles, y así nunca
acabamos de alcanzar esa figura suprema, pausada y dúctil de la maduración
total. Y andamos como las uvas o, tal vez, seamos como esa fruta llena de
pequeños frutos, todos con la intención de alcanzar su crecimiento óptimo,
crecimiento del que siempre escapa alguna uva con su verdor, hiriendo al
racimo, mostrando su inadecuación, su estar siempre en proceso, como en un
presente continuo… si es que se pudiera comparar la madurez con la gramática
francesa.
Y es así que mientras a la niñez todo le
vale para el juego no le sucede lo mismo a la persona adulta, que tiene que esperar que le invada ese
brote para jugar, por el placer de ser, de nuevo, niña y gozar con la
posibilidad de imaginar el Amazonas o ir de excursión a Madagascar. Y eso es lo
que sucede hoy en la vieja piel de nuestra geografía: que nos encontramos
maduros a rachas y todo sucede a la vertiginosa velocidad del que se sube en el
tobogán de la suerte y se inventa los parches para ser más, no para gobernar él con un
programa de ilusiones sino para no dejar gobernar al otro. Inmadurez a raudales
y desazón para nuestros pueblos y ciudades. Ausencia de deseo elaborado y
reelaborado. Y lo que es peor: confusión de la infancia con la irracionalidad.
Y no es de extrañar que tras tantos
años de cultivar el chillerío en tertulias y en programas aparentemente serios,
ese chillerío se haya trasplantado a la arena política, esa arena desabrida,
amarillenta, escenario de nuestros rifirrafes y lugar para el descuidado zurcido. Y es
que han descubierto que la vía argumental requiere un tempo que se sincronice
con nuestra mente de humanos, un tempo tranquilo para la observación y el
desarrollo paso a paso, y han decidido que es mejor utilizar frases hechas,
datos estadísticos de autoridad sesgada y tres eslóganes cabezones para
bombardearnos el cerebro y obligarnos a que les demos la razón, y si no se
ponen melodramáticos y recurren al recuerdo de sus raíces personales para
decirnos que ellos también sienten. Nos movemos entre la altivez y la
sensiblería, las voces y el cuchicheo conspiratorio. Y, Señoras y Señores,
paramos esta caída en picado donde la víctima es la inteligencia, el decir sin estridencias,
o seremos sólo protagonistas de un videojuego malo que esconde la verdad y la
hierba, el olor a naturaleza y los detalles de la palabra jurídica,
también el latir sencillo del buen arte.
Y si estamos a tiempo de que no se
derritan los polos también llegaremos a hora para revindicar la buena
conversación aliñada con sentido del humor y pericia. Esa es una obra de gente
entrada en años que quiere dejar a sus hijos e hijas no el atropello verbal,
el abuso verbal, sino la posibilidad del habla más educada y de la urbe construida
sin humos, con la ligera brillantez de quien sabe que la ecología y las casas
donde habitamos están hechas como una obra artesanal. Seremos fuertes el día en
que sepamos gobernar el lenguaje de nuestras emociones y la palabra sea tan
fluida como el aceite, también llamado óleo. El día que la escucha sea tan
respetada como tener dinero a raudales y las interrupciones no valgan un
aplauso. El día que humildemente pidamos la vez y nos paremos a contemplar lo que nos rodea. Ese debe ser nuestro presente continuo si queremos dejar en herencia un futuro de lucidez.