sábado, 10 de septiembre de 2022

La innombrable

 


Todos pensamos lo mismo al mismo tiempo: en la muerte. Nos vimos, obligados por la pandemia de Covid, a rumiar sobre el mismo tema al unísono. Nuestras cabezas no nos pertenecían, se había colado, en el azar de los días y en las agujas del tiempo, la obsesión por la canina, el miedo a desaparecer. Desvalidos, ante la inmensidad de las coincidencias que ahora albergábamos tras la frente, desinfectábamos los objetos, las manos, los pequeños accesorios cotidianos con la voluntad imperativa de quien quiere salvarse a toda costa. Por una vez todos éramos iguales: receptores de miedo y desazón.

 

            Esa fue la primera prueba de la globalización: enseñarnos a jerarquizar familia, amigos y conocidos, aprendimos a ahorrar en besos, nos acostumbramos a eliminar los contactos, a contar cuántos podíamos estar en una terraza sentados, mirándonos a los ojos, desconcertados por los números, la cifra que podíamos permitirnos, iniciábamos la nueva geometría, los mapas de estos sí, estos no pertenecen a mi tribu. Nuestra cabeza estaba siendo moldeada por un miedo que aún hoy muchos cultivan encerrados en sus casas o parapetados en mascarillas. Llegó el tiempo de la poda y de cortar los abrazos. En eso consistía el nacimiento de la modernidad.

 

            Hoy respiramos ya aires mansos, se desvanecen las ideas de peligro, pero hay que recordar que por un instante todos y todas pensábamos los mismo, teníamos como sujeto de nuestras elucubraciones a la parca, el ritmo de nuestros pasos era el protagonista principal del baile medieval de la muerte; nos habíamos vuelto medievales. Cuando pudimos salir a la calle ya no andaríamos con el mismo descuido que antes de la enfermedad, la primera enfermedad de la globalización. Cuando salimos a la calle el mundo, siendo idéntico a como lo dejamos, se había convertido en otra fuente distinta de referencias e interpretaciones. ¿Cómo podía suceder eso?, cómo se obraba el milagro?

 

            Afortunadamente llegaron las vacunas y con ellas el inicio del olvido: se olvidaron los homenajes a quienes más habían trabajado, en Madrid se olvidaron de los abuelos. Hubo quien se creyó invencible, quien poseía un ego descomunal y se creía el protagonista de una conspiración. Los niños y las niñas aprendieron a jugar de otra manera. Todo esto, quieras que no, ha influido en nuestra forma de movernos. Por un momento desechamos las ambiciones que tanto habíamos alimentado para satisfacer a los grandes ambiciosos, (estos necesitan siempre súbditos que son humus de su dañino desear: el ambicioso necesita al ambicioso, por eso hoy somos capaces de llorar excesivamente hasta una reina que no es nuestra).

 

            Y finalmente olvidamos a los cómicos que tanto nos aliñaron la vida en los días enrejados. Parece que todo ha acabado, pero no es cierto. Se han quedado, adheridos a nuestra piel, una serie de mecánicos gestos que siempre seguirán perteneciendo a la pandemia. Al final todo se reduce a un juego de costumbres que dejan surcos, que dejan huellas. Y esas marcas tendrán que ser catalogadas si queremos cerrar con objetividad este acontecimiento, si queremos que las ciencias sociales sigan teniendo un puesto en nuestra cultura.