Recuerdo sobre todo una tarde en el
patio, éramos pequeños, mi primo Paquito Eduardo, mi hermano y yo nos pusimos a
componer una canción, era la hora de la siesta y nos habíamos refugiado allí,
debajo de la escalera para dar rienda suelta a lo que nosotros considerábamos
creatividad. Toda palabra era nueva, casi no sabíamos escribirla, la guitarra
era más grande que nosotros.
Teníamos un melocotonero y un ciruelo y
un limonero, y una vez le dio a mi abuela por plantar rosas de terciopelo. Veía
desde la ventana a mi padre y a mi madre hablando de poda y esquejes y parecían
los personajes de un paraíso entre las cuatro tapias que delimitaban lo
nuestro. Junto a mi ventana se recostaba el jazmín y por la tarde hacíamos las
biznagas.
En el patio jugaba a ser pintora mientras
encalaba con mi madre, y nos bañábamos en los bidones que mi padre trajo de no
sé dónde, y crecía la imaginación y soñaba con tener alas para salir del patio.
Y plantamos berenjenas y sembramos zanahorias y los conejos crecían,
innumerables, mientras nosotros nos creíamos campeones de tenis con nuestra
primera raqueta.
Creíamos merecer ese patio inmenso
después de venir de la estrechez del sitio donde vivíamos antes. ¡Qué hermoso
es construirse una familia su propia casa! Y hablábamos con mi tía María de la antigüedad
de las flores, de la necesidad de trasplantar las macetas.
Estábamos entretenidos en el patio, con
nuestras importantes tareas, cuando le dije a mi primo Paquito Eduardo que iba a
dejar la carrera de patinadora artística porque no le veía futuro, porque no
creía que nevara en Málaga y además las calles eran todavía de barro. Él me miró
muy serio y me preguntó que entonces qué iba a ser, mi hermano contuvo la
respiración expectante, le dije que sería escritora y que iba a escribir una
novela sobre las suegras, que me daba a mí que estaban muy mal vistas y que no
sabía yo por qué. Mi primo dijo que él me la ilustraría y mi hermano le dijo a
todo el mundo mi nueva profesión. Así que para Navidad me echaron los Reyes una
mesa pequeña en la que instalamos nuestra oficina y allí descubrimos, mientras
ahondábamos en la ficción, por qué esas mujeres estaban tan mal vistas, sobre
todo en la época de Franco.
Y de pronto limpiábamos las hojas del
otoño, abríamos el sumidero para que el agua de la lluvia tormentosa no se
estancase, o simplemente nos quedábamos como bobos mirando una esparraguera o
el tono subido de la yedra como si le diera vergüenza que sus hojas atravesaran
el más allá. Y a mi primo se le ocurría hacernos una visita guiada por aquel
universo que a la vez nos parecía tan grande y tan pequeño, y nos explicaba el
origen de nuestra geografía como si supiera inglés, un inglés inventado que a
mi hermano le disparaba la risa y ya no podíamos parar de reír en el patio.
Mi primo se inspiró en esta ilustración de Láiz de la edición escolar de las Novelas ejemplares preparada por José María Osorio Rodríguez para iluminar mi obra sobre las suegras en general. |
Si les apetece pueden leer el capítulo titulado En el patio de mi novela La reina de la morralla que aquí les enlazo.