Hay una idea de Simone Weil en sus Escritos de Londres que me encanta, y
dice así: “Desde la más tierna infancia y hasta la tumba hay, en el fondo del
corazón de todo ser humano, algo que, a pesar de toda la experiencia de los crímenes
cometidos, sufridos y observados, espera invenciblemente que se le haga el bien
y no el mal. Ante todo es eso lo que es sagrado en cualquier ser humano.”
Cuando leo esto pienso en el peso de las
palabras, en los significados secretos y sociales de las palabras, en que
ninguna palabra está libre del dolor y de la fiesta, y pienso en la intención
con la que pronunciamos esas palabras, en el motor del sentimiento. Y camino,
entonces, por la ciudad, evitando las tiendas que quieren ser discotecas y
ponen la música altísima mientras nos acaricia el aire acondicionado como si fuéramos
animales instintivos.
Deseo muchas cosas que no están en esas
tiendas, y lo que más deseo es no equivocarme mientras nombro el mundo, pero así
y todo, teniendo un deseo tan grande de perfección, a veces me he equivocado; y espero entonces que sean benevolentes
conmigo y deseo ser benevolente con los otros. Y entre todos los deseo aparece el
del sosiego, y huelo a sal atlántica y veo a Pessoa debatiéndose con la idea
sinfónica de la personalidad, y escucho las palabras gruesas de los políticos,
como si pintaran con brocha gorda, sin darse cuenta de que estamos preparadas
para captar las sutiles obras hechas con pinceles finos.
Pienso en la inmadurez, que es quizás,
el mayor de los males en los que estamos envueltas, en esa ansia por hacernos
no merecedoras del futuro, en la falta de respeto ante nuestras decisiones y
esa necesidad de imposición de la que no se cansan los impositivos. Pienso en
las noches de feria, cuando titilan las luces y las guirnaldas se mecen, cuando
los farolillos bailan colgados en las casetas, cuando parece que todo está a
punto de salir bien. Y recuerdo cómo bailaban mi padre y mi madre, juntos, sin
pisarse. Pienso en todo el mundo que intenta hacer bien su trabajo, en toda la
gente buena que nos rodea. En la necesidad de que se nombre a esa gente en vez
de prestar tanto oído a la televisión vocinglera.
Y huelo, huelo a ropa limpia, recién
lavada, a las tardes en el valle, a las excursiones infantiles cuando aún creíamos
en la pureza. Y deseo, con la mirada ebria, que todo el mundo sea feliz.