He leído, he mirado, me he bebido La sed de Paula Bonet, y como ella misma
confesaba en una entrevista de El País
del 6 de noviembre de 2016 me ha parecido un libro pretencioso. ¿Pero acaso no
es pretenciosa Rayuela con sus
vaivenes deliciosos por un París de encuentros y desencuentros? Creo que ese es
un pecado juvenil por más complejo que quisiera aparecer Cortázar o por mejor
dibujante que se muestre la autora que ahora nos entretiene. Tal vez no deberíamos
hablar de pretenciosidad sino de que las artistas honradas, que quieren decir
sus fuentes y agradecer las aguas que las han regado, se ven inequívocamente impelidas
a aparecer como culturetas en una sociedad nuestra donde no se lleva el
reconocimiento.
Creo que este álbum gráfico hay que
leerlo con resaca, después de haber pasado una noche con las amigas y haber
mirado a la infinita negrura del cielo, al recuerdo de los acantilados, a las
luces que amarillean y que se empeñan en situarnos en nuestro lugar como si
nosotras mismas fuéramos un punto ineludible que debemos analizar, como si
nosotras debiéramos desplegar los mapas donde al Norte está María Teresa Wilms
Montt, al Sur Virginia Woolf, al Este Sylvia Plath y al Oeste, con su mirada
reconcentrada, Clarice Lispector, como si nosotras debiéramos coger la brújula y
sentarnos en el diván del existir y ser, nosotras mismas, luminarias de nuestro
trascurso.
La
sed habla del miedo, de las oleadas de la angustia, de Anne Sexton, del
suicidio, de la mala costumbre de conocidos y otros allegados de desteñirte el
origen, Paula Bonet habla de la capacidad para crecer desde él, la capacidad de
no parecer mala cada vez que la culpa te sacuda con su martillo de
certidumbres. Hay que tener agarraderos cuando viene la oleada del temblor y es
entonces cuando nacen los nombres de las escritoras que tuvieron la valentía de
mostrar esos sentimientos angustiantes para que nosotras, mujeres de hoy, no
nos sintamos solas sin saber qué pasa dentro de nuestra mente, sin querer aliviarte
a ti misma con paños de agua fresca porque lo que ansías es sólo rebeldía. De
ahí lo pretencioso, de ahí la necesidad de reconocer a las que antes llegaron a
los abismos y le pusieron palabras al vértigo.
Esta es una lectura para que las madres
les expliquen a sus hijas lo que es la falta de amor propio, para que las
madres lleven a sus hijas de la mano y sepan las niñas los lugares no
edulcorados, para que las niñas no sean modestas ni las poden, de vez en
cuando, cualquier advenedizo o cualquier maestra de la corrección y la
normalidad. Este es un libro que es mejor leerlo cuando sabes que al día
siguiente vas a tener una cita con la creación y que la creación, llámese poesía,
novela o ensalada para comer sano, llámese como se quiera: pintura o escultura... Y que la creación, digo, sea la ley suprema que nos gobierne porque esa sólo es
la que salva de la obstinación de la invisibilidad.
Frente a ese hacerte de menos constantemente,
frente a esa costumbre de nacer y volver a nacer sin historia ha venido La sed a recordarnos que nuestro origen
tiene señas de identidad y habitantes ilustres que existieron ciertamente, que no nos las
hemos inventado y que nos podemos apoyar en ellas. Ellas, sin fajas que las
constriñan como a la deslumbrante Elena Garro que tomaba el sol en las playas
de Valencia junto a Cernuda :) mientras nuestros ilustres poetas hablaban y
hablaban y hablaban. Ya se sabe: el mendigo se compadece del mendigo. Magnífica
Elena Garro en sus Memorias de España
1937, divertidas memorias, porque hay que saber reponerse hasta en la más
absurda de las situaciones y vivir sobre todas las cosas. Y sólo cuando la
alegría de vivir es el hilo, como un rayo de sol que nos da sobre los párpados en
una tarde junto al mar, sólo entonces es cuando estamos preparadas para
construir una obra de madurez y echar risas, muchas risas, a nuestras letras y a
nuestras vidas, y sólo entonces somos capaces de apagar la sed con la sencilla agua.