Había una sencilla forma de ser que
procuraba la hospitalidad, y nuestras casas estaban llenas de macetas de
albahaca como si fuéramos griegas e imitáramos sus mitologías, el color azul
del Egeo o el silencio de la isla de Eubea, allí donde murió Aristóteles, o la
palabra fragmentaria de Safo, la que hemos heredado después de tantos siglos.
Había cierto placer en comer el guiso
de la abuela, escuchar sus historias, con las que crecíamos cada día un poquito
más sin violencia. Pero, de pronto, empezaron a surgir las necesidades
apremiantes: tener un coche de alta gama, un piso, un nombre que sobresaliera,
incluso un caballo como los que usaban los de siempre. Y ahí nos perdimos: Para
que no nos humillaran imitábamos al humillador, y acabamos, nosotros también,
humillando.
No me extraña que algunos jóvenes
actúen como pequeños emperadores y se sientan fatigados por el ser y el tener y
por la radical manía de no mancharse jugando con la vida y querer ser
ejemplarmente ejemplares cuando todos sabemos que la vida es barro, humano
barro y, de vez en cuando, error. No me
extrañan la respiración alterada, la prisa y esas ansias de másteres y esa
condena de tener que emigrar porque aquí se ha pinchado la burbuja del poseer a
toda costa.
Y mientras tanto vamos acostumbrándonos
a cerrar las puertas, a no tomar el fresco con las vecinas y a creer que la
individualidad extrema nos llevará al éxito, un éxito americanizado, de segunda
vivienda y apartamento mirando al agua salina y descontenta donde se hunden
refugiados sin cesar. Un éxito de abrazos estudiados, que nos enseñaron en
cualquier curso de lenguaje gestual y comunicación no verbal.
Pues bien tendremos que volver de nuevo
a nuestras viejas puertas donde recibíamos al invitado con la cordialidad y la
cortesía que espera cualquier recién llegado, y dejar ese ceño fruncido, ese
enrocarse en la mala educación, ese hacer de menos a quien llega, ofreciéndole
nuestro silencio altivo: tendremos que dejar todo eso si no queremos perder
nuestras raíces mediterráneas y el olor fresco de los pinos de una isla que no
quiere ser isla, que no quiere estar aislada. Tendremos que volver a poner oído
a la voz de las abuelas, esa voz que usaban mientras regaban las macetas y te
explicaban cada brote, cada esqueje, cada trasplante de sus lindas plantas y sus
pequeñas historias. Porque ese es el verdadero éxito: saber escuchar y
responder con tino. Algo aparentemente fácil, pero que ahora duerme entre los múltiples
ecos de nuestras apariencias, de nuestra falsa amabilidad, de nuestra tosca
coreografía de recienpudientes. En fin, toca abrir las puertas y dar la
bienvenida a los que llegan si queremos conocer de verdad el triunfo de no
haber perdido el sabor de la acogida.