sábado, 12 de enero de 2019

Leer



En una ocasión leí un cuento que me llenó de un recóndito placer poco valorado hoy en día: la sensatez. Se trataba de la historia de un hombre que vivía apartado de todos y cuya única riqueza era una maleta con unos poco libros. Llegó hasta su casa otro hombre, seguramente un turista buscando nuevas experiencias, y le asombró que ese hombre que conocía sus límites poseyera solamente una treintena de ejemplares. El hombre sensato le contestó que para qué quería más, que nadie en su sano juicio puede leer mucho más de treinta libros a lo largo de su vida, y comprenderlos. Seguramente se trataba de un cuento de Borges que me complació y agradó, pero ahora no recuerdo el título y no puedo buscarlo. Si alguien sabe algo de él que se ponga en contacto conmigo, por favor. Quisiera volver a leerlo por lo menos veinticinco veces más. Es que a mí no me gusta leer sino releer. Y hay noches que ese cuento me viene a la cabeza y lucha por subsistir una vez más, pero la memoria me juega una mala pasada y amanezco con el título en mis labios sin poder pronunciarlo. ¿A que parece una maldición borgiana?

         A principios de año todo el mundo elabora listas de los libros que quiere leerse y algunos llegan a la centena, yo, incrédula, lo pongo en duda. ¿De verdad leen tan rápido? Y sobre todo: ¿para qué leen tan rápido? ¿Para ser turistas de la literatura, tal vez? ¿Para no enamorarse de los personajes y no imitarlos en sus acciones y en sus omisiones?, ¿para no ser valientes sino seres repetitivos de algoritmo descifrable con facilidad?

         No sé. Yo amo acariciar los libros, tenerlo en mi regazo, transmitirles mi olor y que ellos me transmitan el suyo. Mi objetivo es que los libros sean más preciados que los anuncios de perfumes, que las leyes injustas, que los que quieren imponernos el alcoholismo de fin de semana y un juego que se llamaba futbol, y que ahora es el mayor entretenimiento y el más caro de los éxtasis.

         Quiero ser esa lectora que se ha leído a lo largo de su vida una treintena de libros bien leídos, y que ha crecido con las historias que transmiten y las formas que han elegido para transmitirlas. Y entre ellos está La Odisea y Mujercitas, y me pierdo en el viaje inagotable y en la inagotable fuente de quien quiere ser, por siempre, escritora, porque este es mi oficio, el que amo tanto, tanto como el teatro de Shakespeare o los poemas de Sofía de Melho. Si me quieres, regálame un libro y un silencio para disfrutarlo.

         Pero hay algo deleitoso en la lectura que abordamos poco: poder charlas después con los amigos sobre lo leído. Yo he leído muchos libros de los que gustan a mis amigos para así estimarlos más y mejor, creo que ellos no han leído tantos libros de los que me gustan a mí. Esa desigualdad… la llevo con cierta frustración apenas apreciada por algún gesto o alguna queja repentina y sin aparente raíz. Y, entonces, hoy me atrevo a pedir un deseo a las Magas de Oriente antes de que se vayan diluidas en el azul empíreo: que mis amigos lean también los libros que a mí me gustan, que aprendan a estimarme.

         Y a mis amigas les pido que sigan las voces de las sagaresas que tienen cerca antes de que se pierda esa realidad curtida y leve a la vez, depositada en el campo frágil de lo oral. Esas voces que se las tragará la prisa de los tiempos, un invento, por otra parte, muy Occidental. Anotad lo que dicen nuestras abuelas, no tendremos otra oportunidad como esta… Y les pido perdón por haber utilizado el imperativo.