Hoy
sería impensable la existencia de un cantautor como Georges Moustaki que
compusiera una canción como Le facteur (el cartero), narrando la
historia de la muerte del joven mensajero con apenas 17 años, y como esta muerte
impedirá a la amada recibir hermosas misivas, rompiéndose así el hilo de la
comunicación entre los enamorados. El cantante sería tratado como un marginal y
su melodía sería apenas escuchada por algunos frikis. Porque hoy lo que se
lleva es la monotonía del perreo y la reiteración cercana a la obsesión, el ritmo
alejado de cierta lógica en la letra que suele andar sola y sin argumento.
Enviar cartas no está de moda, la
caligrafía deja de ser una hermosura practicable, un pasatiempo inútil como el
que ejercía el famoso mayordomo de la serie Arriba y abajo. Ya no se
lleva escribir. También se pone en práctica métodos de lectura rápida con los
que los intelectuales (pseudo-intelectuales) se vanaglorian de la cantidad de
libros que conocen de forma frívola y banal, porque es imposible que se hayan
adherido a sus vivencias ese saber rápido, ultrarrápido.
Recuerdo la película 84,
Charing Cross Road titulada en español La carta final en la que
se narra la relación epistolar entre los responsables de una librería inglesa y
una clienta estadounidense, este film está basado en la obra de Helene Hanff. ¡Qué
delicadeza!, ¡qué humanismo!, ¡qué elogio de lo concreto!, ¡qué sabiduría de la
lentitud y el tacto! En esta narración se vive el entusiasmo por la amistad, la
amistad que conlleva hondura, profundidad. En este presente apostamos por la superficialidad,
por lo resbaladizo, por aquello que se olvida, por la brevedad y el descuido.
Antes se reconocía a un buen viajero
en que solía enviar postales. Reservaba un tiempo de su viaje para sentarse en
una terraza y, mientras consumía un thé o un café, escribía a sus allegados
contándole qué había encontrado de nuevo y haciéndole saber que los tenía en su
mente. Pero antes viajar era una aventura, ahora es un acto de confirmación de
lo existente: voy al otro extremo del mundo para ver lo que ya he visto por
televisión o en fotos. No está de más dar Una vuelta por mi cárcel como diría Marguerite
Yourcenar, pero si un viajero quiere disfrutar de sus trayectos tiene que
dedicar un tiempo a la reflexión, reflexión que proporciona la escritura, que nos hace comprender por qué
este mundo se ha convertido en algo tan hostil con lo no Occidental.
Lo mismo que si una madre o un padre quieren dar una crianza de calidad a sus hijos e hijas deberían escribirles cartas como hizo Madame de Sévingé con su hija. En el papel se expresan realidades más
conmovedoras que las que podemos percibir en una imagen fugaz del teléfono móvil,
en unas letras, muy pocas, en las que se resuelve el contacto con una simple
exclamación de vocales alargadas o un emoticono.
Escribamos, escribamos cartas, como
mero ejercicio de localización, ejercicio que nos sitúa, que nos enraíza. No
hay nada que el viajero necesite más que una raíz suculenta a la que mirar para
orientarse. Y viajero o viajera es cualquiera que anda por este mundo que no
para, de infinitas rotaciones y acumulador de historias, historias que se
repiten como las guerras o historias que hay que crear como la paz. “Yo estuve
allí -puede ser la primera frase-, y mi carta es testigo de ello y del cariño que te tengo". Esperemos que
el servicio de correos siga existiendo.