sábado, 12 de febrero de 2022

Amarillo

 

Cuando llegué a esta ciudad de Córdoba en mayo de 1994 me sorprendió ver el color dorado en sus distintas gamas, más oscuro o más claro, disperso en sus lienzos de murallas, en la Mezquita-Catedral y en sus distintas iglesias, iglesias fernandinas que tanto me gustan. De hecho fueron esas iglesias lo que más llamó mi atención: La de san Nicolás y su torre, la de san Lorenzo y su rosetón, la de San Miguel y su arcángel sin espada durante mucho tiempo, la de San Rafael y su exquisita decoración, la del Carmen cerca de la facultad de Derecho, la de San Agustín recientemente restaurada, la de San Pablo frente al ayuntamiento, la de Santa Marina, la de San Andrés cerca del cine de verano… Me dejo alguna atrás, lo sé, lo que no dejo atrás es la admiración con que me he extasiado contemplando ese amarillo que tanto amo.

 

            El ocre se me metió en los sentidos cuando descubrí La vista de Delf del pintor holandés Vermeer. Una reproducción de dicho cuadro estuvo en mis manos gracias a que saqué de la Biblioteca de Filosofía y Letras de Granada, donde estaba estudiando, un libro de Lagarde e Michard dedicado a los grandes autores franceses. Y después busqué, seguí buscando, ese amarillo en otros libros, en otras reproducciones para saciar mi amor por un color. Recuerdo una tarde, con la lámina en mis manos, sentada en la escalera que llevaba al servicio de préstamos, respirando hondo, llena de felicidad. Era joven y el mundo del arte estaba a mis pies: todo era posible.

 

            En mi primera novela El rumor, en la portada, aparece esa obra exquisita, la elegí especialmente, y cuando llegó el libro a esta ciudad donde vivo más de uno me preguntó si esa no era una vista de Córdoba. Es cierto lo que digo. A mí me hacía sonreír la pregunta, sobre todo, teniendo en cuenta que me la hizo más de una persona que se tenía por ilustrada y experta. Y concluí pensando que el pequeño nacionalismo es devastador para las obras de arte.

 

            Pero el arte es generoso, el buen arte, con quien le presta atención y pone las cosas en su sitio tarde o temprano. Poco a poco Vermeer se hizo más conocido y el ocre de su muralla, que me enseñó a admirar Marcel Proust, incluso se vulgarizó. Pero al buen arte le importa poco los trasiegos del destino, puede con todo, incluso con los pedantes.

 

            Hoy camino por esta ciudad dorada como si fuera por el interior de un cuadro y yo fuera un personaje más, observado por la linterna mágica de los días que transcurren con la sencillez de quien busca cierta austeridad y cierto placer, es decir: el equilibrio. Y me doy cuenta de que aquellos confundidos tenían su poquita de razón: Córdoba se parece, cada día más, a Delft. Estoy donde quiero estar.


Muralla