Cuando
llegué a esta ciudad de Córdoba en mayo de 1994 me sorprendió ver el color
dorado en sus distintas gamas, más oscuro o más claro, disperso en sus lienzos
de murallas, en la Mezquita-Catedral y en sus distintas iglesias, iglesias
fernandinas que tanto me gustan. De hecho fueron esas iglesias lo que más llamó
mi atención: La de san Nicolás y su torre, la de san Lorenzo y su rosetón, la
de San Miguel y su arcángel sin espada durante mucho tiempo, la de San Rafael y
su exquisita decoración, la del Carmen cerca de la facultad de Derecho, la de San
Agustín recientemente restaurada, la de San Pablo frente al ayuntamiento, la de
Santa Marina, la de San Andrés cerca del cine de verano… Me dejo alguna atrás,
lo sé, lo que no dejo atrás es la admiración con que me he extasiado
contemplando ese amarillo que tanto amo.
El ocre se me metió en los sentidos
cuando descubrí La vista de Delf del
pintor holandés Vermeer. Una reproducción de dicho cuadro estuvo en mis manos
gracias a que saqué de la Biblioteca de Filosofía y Letras de Granada, donde
estaba estudiando, un libro de Lagarde e Michard dedicado a los grandes autores
franceses. Y después busqué, seguí buscando, ese amarillo en otros libros, en
otras reproducciones para saciar mi amor por un color. Recuerdo una tarde, con
la lámina en mis manos, sentada en la escalera que llevaba al servicio de préstamos,
respirando hondo, llena de felicidad. Era joven y el mundo del arte estaba a mis
pies: todo era posible.
En mi primera novela El rumor, en la portada, aparece esa
obra exquisita, la elegí especialmente, y cuando llegó el libro a esta ciudad
donde vivo más de uno me preguntó si esa no era una vista de Córdoba. Es cierto
lo que digo. A mí me hacía sonreír la pregunta, sobre todo, teniendo en cuenta
que me la hizo más de una persona que se tenía por ilustrada y experta. Y
concluí pensando que el pequeño nacionalismo es devastador para las obras de
arte.
Pero el arte es generoso, el buen
arte, con quien le presta atención y pone las cosas en su sitio tarde o
temprano. Poco a poco Vermeer se hizo más conocido y el ocre de su muralla, que
me enseñó a admirar Marcel Proust, incluso se vulgarizó. Pero al buen arte le
importa poco los trasiegos del destino, puede con todo, incluso con los
pedantes.
Hoy camino por esta ciudad dorada
como si fuera por el interior de un cuadro y yo fuera un personaje más,
observado por la linterna mágica de los días que transcurren con la sencillez
de quien busca cierta austeridad y cierto placer, es decir: el equilibrio. Y me
doy cuenta de que aquellos confundidos tenían su poquita de razón: Córdoba se
parece, cada día más, a Delft. Estoy donde quiero estar.
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