sábado, 28 de septiembre de 2019

Flora y fauna




Ha venido la juventud a decirnos que respetemos a la Madre Naturaleza, que no violentemos más su corazón verde, su savia y el curso de los ríos, ya sean grandes o pequeños. Y ha sido la voz burbujeante de la primera vida la que nos recuerda, en estos tiempos irresponsables, lo que es la responsabilidad. Nos han dicho que cuidemos el aire, la selva y las llanuras, que no nos riamos de la nobleza de los animales. Nos han regañado con el entusiasmo de quienes miran por una valiosa herencia.

         Yo añadiría otra petición: la necesidad de silencio. Del silencio que se da en los actos contemplativos, en las visiones inesperadas, en el paseo por el campo húmedo, el silencio que se cuaja en el cielo, que se puede respirar y tocar como si fuese el más bello instrumento.

         Un silencio que no se conoce en la ciudad llena de cláxones y motores, el silencio casi místico que acaricia las hojas de los árboles sin moverlas, la inesperada lucidez del silencio interior que nos reclama descanso: descansar de la turba, de las emocionales e iracundas respuestas, de las vertiginosas ironías que nos alejan de nuestro interlocutor. “Ironía: no se deje dominar por ella, especialmente en los momentos no creativos.” Eso decía Rainer Maria Rilke en Cartas a un joven poeta.

         Y pienso que no se debe perder nunca la cortesía porque si no nos embarullamos y desorientamos, fracasamos antes de empezar a jugar. Y veo a los animales con sus hermosos pelajes, con sus rituales, con su educación. Y miro nuestras formas de dar las noticias y siento vergüenza del tono apocalíptico y del afán de público y aplausos, de negocios. Y me digo, ¿quiénes serán más correctos: los gatos o nosotros? Y sé que esta pregunta es simple, pero quiero reflexionar sobre un mundo donde la sencillez sea posible.

         Y recuerdo los balcones que dan al bosque, los senderos que he recorrido en mi vida, la lluvia sobre mi cara, la delicadeza de la Tierra, el sobrecogimiento que produce sentirse arropada por bóvedas arbóreas, la vecindad del desierto y la temperatura que va subiendo como las aguas. Y me digo: hemos olvidado lo que significa la palabra “sagrado”. Vamos a tener que leer todos a Simone Weil.

         Y veo la luz del medio día caer en el valle y encuentro, de pronto, la sorpresa del color de las hortensias como cuando, de pequeña, iba con mi padre con el camión y atravesábamos la Ruta del Toro y él me sorprendía señalando las yeguas y sus hijas mientras me decía, viendo que yo no salía de mi silencio: “Zarbi dime algo aunque sea pa ofenderme”.

         Y ahora, ya de grande, adulta, les digo a ustedes: Hablen entre ustedes respetándose los silencios, o como si hubieran leído La persona y lo sagrado de Simone Weil. A ver si van a procurar tirar el globo terráqueo a la basura sin darse cuenta, sin ser conscientes de lo que tienen entre manos.