domingo, 8 de enero de 2017

La calma



        Ya se van los pastores, los reyes y demás patulea, eso sí, las tiendas no descansan: ahora vienen la requetecompra, el descambiar y la rebaja. Y tras todo este trasiego la ciudad acaricia un invierno que muestra una cara sin personalidad por eso del cambio climático.

         La ciudad, ese invento donde nos corregimos mutuamente y donde ahora le crece la luz por las tardes; ese aire que por fin está alejado de los villancicos y otros envoltorios. Llega la hora de caminar, de alargar los paseos, de buscar los encuentros como los personajes del Cuarteto de Alejandría.

         Y gusta nombrar las calles, tomar un té en la Ribera y ver despedirse a los turistas que nos han situado con sus preguntas en la estricta realidad geográfica de la urbe. Complace la deriva, el andar sin norte, cruzar el río o buscar alguna de las excelentes bibliotecas que posee cualquier distrito. Somos afortunadas y, además, podemos beber algún licor que apacigüe aún más la tarde y nos haga charlar suavemente como los rosáceos colores que se pierden por Vallehermoso.

      Y gusta ir no como pesimistas u optimistas sino, como diría Marguerite Yourcenar, gusta ir “con los ojos abiertos”, porque queda mucho trecho y es conveniente que estemos despiertas. Y por eso pienso que el acto más revolucionario que podemos llevar a cabo es cuidarnos, cuidarnos a nosotras mismas, tomar un buen desayuno, no tener prisa, despreciar los congelados y otros excipientes, saber buscar los sabores sinceros de la tierra y conversar con la conciencia de quien paladea la palabra.

         Sí, ya se van las luces de artificio, el espumoso sabor de los vinos, las visitas al lugar donde no dejas de ser niña, y vienen las horas con su capital de instantes, que tendremos que domeñar si no queremos ser esclavas de los otros y del comercio y su lenguaje interesado y numérico.

         Así que cada vez que coincidamos por las calles tenemos la oportunidad de establecer el relato, el fresco relato, de quienes queremos apreciar los infinitos saberes de la literatura y no optamos con quedarnos con una sola historia. “Yo soy una mujer de religiones”, creo que decía también la Yourcenar, que amaba tanto el sentido de lo sagrado, sentido que hoy hemos perdido y confundido con lo dogmático. Pero, en fin, en nuestras manos está saborear cada gesto que nos regalamos al saludarnos por la ciudad y cuidarnos como si, desdobladas y responsables, fuéramos la mejor amiga de nosotras mismas.