Ya
se van los pastores, los reyes y demás patulea, eso sí, las tiendas no
descansan: ahora vienen la requetecompra, el descambiar y la rebaja. Y tras todo
este trasiego la ciudad acaricia un invierno que muestra una cara sin
personalidad por eso del cambio climático.
La ciudad, ese invento donde nos
corregimos mutuamente y donde ahora le crece la luz por las tardes; ese aire
que por fin está alejado de los villancicos y otros envoltorios. Llega la hora
de caminar, de alargar los paseos, de buscar los encuentros como los personajes
del Cuarteto de Alejandría.
Y gusta nombrar las calles, tomar un té
en la Ribera y ver despedirse a los turistas que nos han situado con sus
preguntas en la estricta realidad geográfica de la urbe. Complace la deriva, el
andar sin norte, cruzar el río o buscar alguna de las excelentes bibliotecas
que posee cualquier distrito. Somos afortunadas y, además, podemos beber algún
licor que apacigüe aún más la tarde y nos haga charlar suavemente como los rosáceos colores que se pierden por Vallehermoso.
Y gusta ir no como pesimistas u
optimistas sino, como diría Marguerite Yourcenar, gusta ir “con los ojos
abiertos”, porque queda mucho trecho y es conveniente que estemos despiertas. Y
por eso pienso que el acto más revolucionario que podemos llevar a cabo es
cuidarnos, cuidarnos a nosotras mismas, tomar un buen desayuno, no tener prisa,
despreciar los congelados y otros excipientes, saber buscar los sabores
sinceros de la tierra y conversar con la conciencia de quien paladea la
palabra.
Sí, ya se van las luces de artificio,
el espumoso sabor de los vinos, las visitas al lugar donde no dejas de ser niña, y vienen las horas con su capital de instantes, que tendremos que domeñar si no
queremos ser esclavas de los otros y del comercio y su lenguaje interesado y
numérico.
Así que cada vez que coincidamos por
las calles tenemos la oportunidad de establecer el relato, el fresco relato, de
quienes queremos apreciar los infinitos saberes de la literatura y no optamos
con quedarnos con una sola historia. “Yo soy una mujer de religiones”, creo que
decía también la Yourcenar, que amaba tanto el sentido de lo sagrado, sentido
que hoy hemos perdido y confundido con lo dogmático. Pero, en fin, en nuestras manos está saborear cada gesto
que nos regalamos al saludarnos por la ciudad y cuidarnos como si, desdobladas
y responsables, fuéramos la mejor amiga de nosotras mismas.