Y
cuando creíamos que no podíamos con más belleza van y florecen las jacarandas.
Todos los años llegan a su cita y asistimos al suave espectáculo, silencioso y
azulado, de ver brotar en las plazas, en los parques, en la puerta de mi casa,
en frente de mi ventana el acento de la vegetación que posee
Córdoba; la jacaranda, esa tilde que marca el ritmo de la poética arbórea. Vemos renacer cada mayo la explosión
de lo violeta que se esparce por el paisaje como si fuera una señal de la
alegría, la bienvenida de la feria que ya está aquí.
Hay quienes en vez de jacaranda la
llaman jacarandá y luchan los dos nombres amistosamente porque los dos son
bonitos. Yo jugaba con una amiga a ver qué denominación nos gustaba más y
acabábamos rendidas pronunciando sus sílabas como si fuéramos niñas chicas.
Se dice que se escribe poco cuando una
es feliz, creo que deberíamos de tomar la costumbre de decir más las riquezas
del presente, sobre todo las riquezas gratuitas que vienen a aliñarnos la vida
y nos abren las puertas de la percepción, y nos colman y nos apaciguan y nos
restituyen a la naturaleza más linda. Ese es un regalo inmejorable que podemos
dejar a nuestras personas amadas y una herencia a la vez humilde y deslumbrante
para las generaciones futuras. Quienes se olvidan de contemplar el presente y
sacar todo el jugo de él se pierden la mitad de la vida, se hacen perdidizos y
en su despiste se llevan la salud, que debemos salvaguardar, de los campos y
los mares sin plásticos.
Hay un romance que me gusta mucho desde
siempre y que me sé de memoria, el romance del cautivo, de autor anónimo y de
una sutileza inmejorable que me unía y me une fuertemente a la esencia de lo
natural y que me hace reflexionar sobre las penas del cautiverio. El romance
dice así:
Que por mayo era por mayo,
cuando hace la calor,
cuando los trigos encañan
y están los campos en flor;
cuando canta la calandria
y responde el ruiseñor;
cuando los enamorados
van a servir al amor;
sino yo, triste, cuitado,
que vivo en esta prisión,
que ni sé cuándo es de día,
ni cuándo las noches son,
sino por una avecilla
que me cantaba al albor.
Matómela un ballestero;
déle Dios mal galardón.
Habla de la compañía que le da una
avecilla, de su canto y de cómo éste lo sitúa en el mundo, lo orienta, lo incluye
en el mapa social de una manera delicada. Cuando matan a la avecilla se siente perdido
y solo, así nos sentiremos las personas si permitimos que gobiernen los
ballesteros, los que no creen en la ecología, los que no respetan los ciclos de
la naturaleza ni los hilos de la amistad, los que hostigan las semillas y los
frutos, los que no tienen en consideración la compañía de los animales y la luz
abrazadora de los descansos, los que vociferan y tienen ademanes militares, para meterle bulla a la respiración, para herir con sus
flechas antiguas, para llevarnos, de nuevo, a los modales tajantes y a las
estrategias combativas en vez de colaborativas.
Pensemos en la naturaleza y sus
rizomas, en las mujeres y su necesidad de expresar artísticamente sus placeres,
en los hombre que acompañan sabiamente y se alejan de la masculinidad
soldadesca y pueril, pensemos en la floración generosa de las jacarandas y no nos encerremos en las prisiones de la desconfianza y
el retroceso, hagamos que Europa sea humanamente Europa y que en nuestros
pueblos no gobierne la hostilidad. Es tiempo de conjunción y baile, no matemos
las señales que nos orientan hacia la felicidad.